Y de nuevo, terminó la función. El telón de terciopelo otoñal baja suavemente mientras las voces sobre el escenario se van diluyendo. El público, con sigilo y discreción abandona la sala hasta anegarla de silencio. Un ambiente fantasmagórico se adueña del recinto. La siguiente función está programada, siguiendo la tradición de las últimas décadas, para junio de 2025.
Tras el telón queda un pequeño elenco de personajes y el decorado de un pueblo. Calles con las puertas abiertas, repletas de corredurías de niñas y niños, con carreras de bicicletas de los primerizos adolescentes, y al atardecer, con cada banco ocupado, como por estatuas de mármol, de hombres y mujeres, de mirada perdida y bastón, que representan la última fiel memoria de estas calles del pueblo. En sus retinas quedan recuerdos de la obra con la fogosidad de las verbenas, las terrazas de la plaza llenas, las impulsivas e inacabables conversaciones sobre las viejas historias y los rumores incesantes que pueblan las esquinas. También, en la plácida cuna de la noche de verano, la cálida esperanza de la palabra al hablar sobre su futuro y el repentino ímpetu de querer cambiar las cosas.
Pero ahora de nuevo la sala queda vacía. El otoño con sus refrescantes vientos, nubes y aguaceros fulmina la programación. Ni los bramidos del ciervo, ni el rebrotar de las setas, ni el llegar de las grullas, ni los sagrados colores que se posan sobre las riberas salvará esta función. El pueblo y su pequeño elenco de personajes queda solo, encerrado en un teatro desamparado.
Aquel público, animado espectador, que participó incansable durante los tres meses de la función ha desaparecido. Como imitadores de golondrinas, vencejos, ruiseñores o abejarucos, han abandonado estos nidos en busca de un territorio mejor. En este caso tierras de humo, ruido y alquitrán. Donde de nuevo no habrá tiempo ni oportuno momento para pensar sobre aquel pueblo. Sobre aquel lugar lejano casi remoto en los calendarios. Y este mismo fenómeno ocurrirá en cientos y cientos de otros pequeños pueblos, que hoy parecen confundirse con teatros.
Y, ¿qué pasará cuando ya no queden personajes que elaboren la función y cuiden este decorado? ¿Quién lo hará? ¿Y quién atesorará su memoria? ¿Habrá que esperar de nuevo, siempre y como cada año, a que llegue junio para llenar la sala y representar la función? ¿Habrá alguien que se encargue de mantener esta sala de cultura y saber? ¿Se permitirá que el tiempo le vaya abriendo grietas, cubriendo de polvo, rompiendo ventanas hasta que se convierta en un terrón de ruinas incapaz de distinguir?
¿O habrá que esperar a que de nuevo nos asole un virus o aterrice una catástrofe bélica mundial? Quizás entonces, volverá la querencia por la armoniosa naturaleza de los pueblos y el saber que el ser humano sólo puede aferrarse a la cultura y a la comunidad para salvarse.
De momento, su futuro tiembla como la dorada hoja del álamo ante el feroz viento otoñal.

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