Esta mañana he bajado a tomar un café al bar que jamás pisé mientras pensaba en la chica que jamás besaré. Un cortado para quitar las legañas. Al colocar un montón de periódicos y revistas ya caducados, un papel arrugado ha caído bajo la mesa; lo he recogido y lo he abierto. Decía lo siguiente:
Son las cinco de la tarde. El circo romano bulle como una olla a presión ante un público de casi ocho mil millones de personas. En el albero dos aurigas cruzan miradas desafiantes para el duelo de la historia. Son la tecnología y el cambio climático: vertiginosos, incansables, veloces e indomables. En el ambiente se respira alboroto, miedo, desidia, alegría, llanto y risas. Pero, con llamativa fuerza, se respira incertidumbre. Sólo una puede ser la vencedora. Las apuestas están hechas: es todo o nada.
Una viste orgullosa un manto de cables eléctricos de infinitos colores. Su casco son chispeantes chips microscópicos donde el pasado, presente y futuro se solapan; su mirada, unas lentes donde se dejan ver las suertes y desgracias de perfiles con nombre y apellidos; y en su boca, el saber mana inagotable desde la garganta de internet. Su cuerpo diseñado por la ingeniería genética muestra diseños imposibles y vacío de enfermedades. Es empujado por el poder intangible de la informática y la robótica, escondiendo cantidades de información nunca imaginadas y con la que sorprender a cualquier ley natural.
La otra, víctima de años de humillación y desconsuelo, enseña los dientes de venganza. Desprende metano y dióxido de carbono entre los huecos de su armadura de plástico. Sus ojos llenos de un ácido mar vibran con el látigo de petróleo frío mientras canta réquiems por ranas, pájaros y mariposas. Sus manos están llenas de la sangre de los bosques y los ríos. Entre muchas cosas, es veloz gracias a la fuerza de los desmedidos huracanes, las impredecibles y violentas tormentas y el calor infernal de sus ruedas. Los dos han sido entrenados para ganar y esta vez saben qué será la última carrera.
Son las cinco de la tarde y el circo brilla de una forma chirriante. El público, sin llegar a ser un canto ni un grito, entona un ruido desafinado, molesto e inentendible. Y entre los ocho mil millones de rasgadas gargantas, apretujado entre la inhumana multitud, estás tú. ¡Sí, tú, que me estás leyendo! Sentado en tu butaca con tu número personal, observando sin poder hacer nada mientras miras como los dos grandes jinetes se van a retar en un duelo sin precedentes. Te sientes extraño porque el mundo se ha quedado mudo y vacío afuera y el tiempo parece haber entrado en una espiral infinita. No recuerdas con precisión por qué viniste a presenciar esta carrera ni quien siquiera te invitó. Simplemente, estás ahí, esperando a que algo pase. Sin embargo, sabes qué quieres que pase y quién quieres que gane.
¡Pum! El pistoletazo de salida. Los dos indomables aurigas levantan el polvo quemado del albero y el trote indómito de los caballos de aire repercuten en la sien de todos los espectadores. Un nudo aprieta tu garganta y tu voz se vuelve indistinguible entre el de los ocho billones. Intentas levantarte y buscar la salida, pero un sudor frío resbala por tus párpados. Quieres pedir ayuda a tu compañero de al lado, pero parece estar dormido a años luz de distancia. Miras la vertiginosa velocidad de los aurigas y te sientes invisible, desubicado. La respiración se entrecorta cuando de repente… sientes un suave roce dentro de tu puño. Lo abres y una pequeña pero preciosa flor de majuelo baila entre tus dedos. Un murmullo en la tierna brisa y el aleteo de una mariposa te hacen alzar la vista. En la pradera del cielo, una luna llena sale del horizonte. Te viene un olor a tierra mojada mientras un petirrojo canta en el horizonte. Entonces, uno de los dos aurigas…
Ahí terminaba el texto. He cogido el papel y lo he dejado abierto encima de la mesa. No recuerdo si he pagado el café. Me he marchado reflexionando sobre esos dos aurigas que condenaban, inconsciente e inexorablemente, al entretenido público. Pero… ¿Había esperanza? ¿Cómo podrían salvarse de tal condena? Quizás, si todo el mundo fuera consciente de que las aurigas han sido creadas por el propio público y que debemos salir de ese circo cuanto antes… Quizás entonces. Sin espectadores, no vencería ninguno, terminaría la carrera. En esos últimos párrafos estaba escrita la salida y la he comprendido. Es cierto que tenemos tiempo para ello, pero cada vez menos. Al mirar atrás, he visto una pareja de jóvenes sentarse en mi mesa y comenzar a leer el folio. He sonreído.
Espacio de encuentro entre miradas donde repensar el futuro de nuestras tierras y territorios.
Un ecosistema innovador de encuentro y pensamiento para un tiempo que requiere propuestas y colaboración.