Hemos puesto en el centro de la educación al niño, pero no cualquier niño, ese, uno en concreto, el nuestro. Lo educamos según principios que creemos propios, generalmente a contrapelo de aquellos en los que fuimos educados. En esas circunstancias, cualquier imbécil cuestiona al profesor, que en demasiadas ocasiones tampoco es una persona muy dotada; al gobierno; al vecino y sus estrafalarios gustos; al arte y los artistas, incluidos pintores de brocha gorda o escritores latinoamericanos. Construimos con el mismo espíritu con el que hemos sido educados, sin tener en cuenta el conjunto arquitectónico donde vamos a insertar nuestro edificio, no importa la simetría, ni el color: cuanto más esnob, mejor, más se distingue en el paisaje.
Hemos puesto en el centro del mundo al individuo, pero no al individuo creador que pariera el Renacimiento, sino al narcisista, aquel que se pasa el día arreglándose el cuerpo para parecer más escultural, más falso. Huimos del sentido común, de la cooperación, del respeto (es de admirar la actitud de esas bandadas de imbéciles contagiándose del virus para luego dispersarlo entre sus papás y sus abuelitos). Somos fruto de una educación basada en series de éxito, donde los malos son horribles y los buenos de Boston; en esas circunstancias no es de extrañar que haya gañanes (un diputado) que afirmen que «leer mucho seca el seso» como una gracieta extraída de un libro para él seguramente arcano, El Quijote. Vemos a otros políticos mentir una y otra vez, eludir responsabilidades, robar a puñados, imponer su beatífica ideología utilizando los recursos que les proporciona el Estado. Vemos y nos indignamos, buscamos la salida en aquellos que nos quieren llevar a un tiempo de caspa y miedo. En el Parlamento, el lugar en donde se va a hablar, continúan los insultos groseros, las malas formas. Las calles se llenan de espejos, las casas de ventanas electrónicas a la opinión ajena, tan indigesta. Se dice que estamos en el mundo porque «haya de todo», pero no es verdad, estamos contribuyendo a que solo haya de lo mismo.
Menos mal que aún quedan quienes creen en el hombre (y en la mujer por supuesto) como un ser plural, diverso, pero capaz de trabajar en unión con otros para construir un mundo mejor, ni tuyo ni mío, nuestro; un mundo no a la medida del 1%, un mundo para todos donde los derechos humanos (en plural) sean más importantes que los derechos individuales de quienes nos quieren esclavizar con mensajes sencillos, con palabras vacías, con mentiras disfrazadas de verdades absolutas, cantos de sirenas demenciadas.
Francisco Page
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