Escucho un pitido constante. Estos días he sido testigo de cómo el barro paraliza, ralentiza
e incomunica y cuán difícil es de eliminar. Es pegajoso y heterogéneo en su olor, tanto que
se necesita mascarilla para poder respirar. Ayer olía a químico y plástico por doquier
resultado de coches y naves calcinadas pero también olía a madera podrida resultado del
cúmulo de objetos personales y muebles parados en las calle. Ayer la autenticidad propia
de cada hogar se reducía a una misma imagen.
A mis ojos les cuesta soltar. Recuerdo las calabazas en mitad de la calle y los jarrones de
metal precioso al lado de coches sin luna apilados. Recuerdo rosas de barro y gente
comiendo tras la alegría de poder ver el color de un adoquín en la calle. Pero también ví
personas sin rostro y abrazos infinitos por las almas de familiares perdidos. Ví incertidumbre
y gente andando en círculos. Ví a miles de personas caminar con escobas y botas. Si ayer
pudiese catalogarlo de alguna forma hablaría de la ansiedad.
Ayer hacía mucho calor no solo por el sol sino por el calor que se desprende de la
humanidad del corazón de las personas. Aquellas que sin dudarlo un segundo se han
auto-organizado para sacar barro, salvar gente y aportar un rayo de luz para poder
atravesar el opaco barro.
No obstante, al caer la noche hacía frío y los seres nocturnos salían a aprovechar la
vulnerabilidad imperante para lucrar sus almas vacías. Se me hiela también la sangre al ser
testigo de la falta de medios profesionales por inacción política, la falta de veracidad de los
medios masivos y la avaricia de los oportunistas que vendían enseres estrictamente
necesarios por cuatro veces su precio.
El pitido no solo nace en mi tímpano sino también en mi móvil. Los audios sobre niños
desaparecidos, personas en casa encerradas con los cuerpos de sus familiares, pueblos
enteros ahogados en barro, súplicas. Solo voluntarios con escobas y trapos al otro lado del
teléfono.
Me encuentro paralizada escribiendo, siento que el barro me obstaculiza el pensar. Solo
puedo recordar sacarle brillo a un adoquín mientras hay garajes llenos de cuerpos, álbumes
familiares destruidos, ancianos solos, coches apilados, falta de medios. No ha habido
electricidad, ni agua, ni señal móvil, ni ejército, ni policía durante tres días. Solo escobas y
trapos y botas de agua y manos y pies y ojos de vecinos y jóvenes, valencianos, griegos,
chilenos, pakistaníes, gentes del mundo. Pueblo.
Aquí me encuentro siendo una mera observadora del desastre en esta sociedad de la
información. Observando que realidad y noticia no van de la mano, que la expresión en
redes sociales ha sido más veraz que el papel de mis colegas periodistas. Observando la
humanidad de todo el pueblo. Observando(me) como la impotencia se vuelve barro
emocional y me cuesta accionar.
Escucho un pitido constante, es una alarma, pero no me despierta de una pesadilla sino de
un sueño, el de la vida occidental sin consecuencias. El sueño de vivir en un sistema
perfecto, el sueño de creer en las instituciones, el de la creencia de “aquí eso no pasa”. Hoy
el pitido es especialmente fuerte porque hoy todo ha sido en casa.