Conquenses, ¿quiénes somos y quiénes queremos ser?

Conquenses, ¿quiénes somos y quiénes queremos ser?

“Con esa eterna juventud que se hace del pasado macizo de la raza”… ¿Qué quieres ser de mayor? ¿Qué quieres estudiar? ¿Dónde quieres trabajar? ¿Te quieres casar? ¿Qué harás cuando te jubiles? ¿Y, tras el último suspiro, cómo quieres que te recuerden? Desde nuestra tierna infancia buscamos sueños y objetivos que complazcan nuestros pensamientos y sentimientos. En ocasiones, moldeamos nuestros propios rasgos y nuestras cualidades a costa de conseguir estas quimeras. Vivimos peleándonos con quiénes somos y quiénes queremos ser.

Este fenómeno también ocurre en otras escalas sociales como en las ciudades y pueblos. En ambos, el pasado, mezcla de la cultura pétrea de nuestra tierra y su experiencia personal, se confunde con los embarrados caminos que abre el futuro. Cada municipio posee un conjunto de características y cualidades que han sido labradas por el entorno donde se ubican y las sombras de las laboriosas huellas de tantas generaciones. Entre tanto, se forja una personalidad que se convierte en única y que el paciente paso del tiempo transforma. Es la íntima razón de ser y al mismo tiempo el escaparate donde desde fuera te ven. Y esto, más allá de la excepción, es el caso de Cuenca. 

Porque, ¿qué quiere ser Cuenca? En las últimas décadas, mientras los jóvenes siguen buscando su futuro en otras ciudades y su mayor parte de la población, de alto carácter funcionariado, bosteza, Cuenca ha moldeado su propia personalidad potenciando determinados rasgos. Cuenca la de las Casas Colgadas y su Catedral; la que comienza con la palma al viento el Domingo de Ramos y termina al son del tambor y el clarín en la noche de Viernes Santo; la devota del morteruelo y la “piedra” de resoli; la de los pueblos de charanga y verbena en agosto y gélido silencio en febrero; la que hierve con la maroma y la zurra y se solidifica con la crítica y la reivindicación. Una Cuenca simbólica y ceremoniosa, en ocasiones superficial, que trae el recuerdo de la “España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María”. 

Y, ¿es esto sólo lo qué quiere contar Cuenca al mundo? ¿Un escenario bordado para el fugaz turista y rasgado para el sedentario conquense?  ¿Un campo de atracciones en las alturas y un campo baldío que lo contempla desde abajo? ¿Una ciudad de sagradas tradiciones? ¿Calles placenteras y efímeras? ¿Es esto lo que somos?

Y es que, más allá de esta personalidad de símbolos y protocolos que se ha potencializado en las últimas décadas, hay un alma más profunda y trágica de la ciudad. Un espíritu que, al descubrirse, se ha escrito con el caminar acostumbrado de los días y borrado con el olvidadizo trasegar de los siglos. Espíritu pastoril, maderero, alfarero, tejedor… Lleno de rasgos únicos e irrepetibles, rostro encendido de oficios y saberes entre sus tres cerros y sus tres ríos. Fin de viejas sierras y comienzo de aguas que aún no conocen el mar. Alma de albores árabes de tantos molinos, batanes, martinetes y lavaderos en sus riberas, y torres, puertas, pósitos, fuentes y plazuelas entre sus callejuelas. Estandarte castellano de la lana y los paños durante los siglos XV y XVI e inmortalizada por Anton Van den Wyngaerde en 1565. Cuna de la savia serrana transportada con el sudor de los gancheros. Aquella Cuenca que, desde sus arrabales, el Campo de San Francisco y Carretería, bullía y se abría a las alturas por sus puertas. La ciudad bajo la orden de los Hurtado,  Carrillo, Clemente de Aróstegui, Cerdán, Palafox y sobre el pensamiento de los hermanos Valdés, Covarrubias, Muelas, Torner, Zóbel… Y no sólo la Cuenca que ha forjado sus gentes, sino aquella primigenia. Aquella atesorada en el cretácico mar y en sus volanderas muelas; en los amarillos pétalos de los alhelíes que crecen en la piedra al comenzar la primavera; en el grácil vuelo de los vencejos reales en el estío y las chovas en los días grises y ventosos del año; en el aroma del néctar de los guillomos del Huécar y en el brillo de las estrellas en el limpio firmamento; en sus caminos frescos junto a mirlos, petirrojos y mitos y en sus polvorientas sendas entre encinas, tomillos, romeros y pinos.

Con esto no se pretende poner en tela de juicio ni mucho menos desprestigiar las cualidades potenciadas hasta hoy, pero sí el temor a la tendencia a que Cuenca quede reducida exclusivamente a símbolos superficiales, efímeros y ceremoniosos. Todas son complementarias y deben serlo porque de otro modo, esta vieja ciudad castellana, ausente en los mapas europeos y altanera en sus círculos locales; desconocida en la diversidad geológica y natural de sus ríos y hoces y enrocada en sus insostenibles proyectos faraónicos; incomprendida por su importancia cultural e histórica en recursos naturales como la lana y la madera y enquistada por un pasajero turismo de fotografía gastronómica o de gastronomía fotográfica no puede contar nada aún al mundo, porque aún no sabe que quiere contar. No sabe aún qué quiere ser, porque aún no sabe quién es. 

¡Ay, esa España “zaragatera y triste”! No queramos caer, siguiendo los versos de Machado, en un bienaventurado pesimismo donde “el vano ayer engendrará un mañana vacío y ¡por ventura! pasajero”. Paremos y preguntémonos quiénes somos y quiénes queremos ser. Comencemos despacio levantando nuestros ojos y contemplando la profunda belleza de nuestra ciudad; rescatemos íntegramente su pasado trágico con sus cotidianas historias de la historia, la intrahistoria; admiremos sus oficios tradicionales adaptados al entorno y moldeemos una nueva ciudad con todos sus rasgos y cualidades. Una ciudad de madera y de lana. Joven, curiosa y cuidadosa. Alada, inspiradora, quimera de aguas frescas y de viejas piedras. Ciudad que sea paisaje. Paisaje de personalidad mágica capaz de crear un momento, efímero, pero eterno. Sigamos viviendo peleándonos por quiénes somos y quiénes queremos ser.

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