¿Qué tiene en común un agricultor con la flor de la ajedrea? ¿Un administrativo de Deloitte con un ratón? ¿Un camarero con una abeja? ¿Una ministra de Hacienda con un papamoscas? y, ¿un director ejecutivo de una multinacional energética con un azor?
Mientras el mundo urbano y el comercio internacional se aleja paulatinamente de los procesos naturales, la magia de la naturaleza parece quedar enfrascada en milagrosas dosis de documentales, reels impactantes y paseos de domingo por espacios bien acondicionados.
No obstante, cada primavera, más allá de nuestras ventanas, el sol y el agua vuelven hacer florecer al romero y a la aliaga, coloridas estancias donde se nutren abejas y escarabajos, los cuales, saciados de néctar, serán acechados y devorados por tarabillas y papamoscas, y los que, distraídos por su buche lleno, serán fulminados y desangrados entre las garras del azor. Y es que así funciona la cadena trófica. Una jerarquía de clases donde la materia y la energía pasa de una a otro, en un continuo proceso de transformación.
Comer y no ser comido. Así ha sucedido durante millones de años.
Un paralelismo acontece en nuestra sociedad. Las clases sociales representan los diferentes estratos jerarquizados de las cadenas tróficas. En un poco científico pero sencillo esquema, las plantas conformarían la producción agrícola; insectos y roedores los servicios básicos, públicos y privados; las pequeñas aves, lagartos y culebras, la clase política; y, finalmente, las rapaces y felinos, cúspide de la cadena serían los grandes oligarcas. La materia y energía a transferir, en este caso alegórico, el dinero.
En estos tiempos, nuestra sociedad habita una interminable primavera donde nunca dejan de florecer y polinizar las flores. Una masa florística que puebla los campos y que son los productores. Trabajadores de la tierra y dadores de la vida. Flores que se convertirán en espigas y frutos: aceite, vino, fruta, trigo. Base de la supervivencia, hoy y siempre. Sector primario que no es más que la sombra de aquel antiguo campesinado. Hoy a lomos de un buen vehículo motorizado, ayer deslomado siguiendo la reja del arado y sus mulas.
De las flores y de sus frutos dependen incontables especies, pero quizás por su riqueza y abundancia, los insectos y los roedores. Rechazados y evitados ante la sociedad, son piedra angular de los ecosistemas por sus servicios así como por su número de individuos. Curiosa frase que sirve para describir a la mayor parte de la sociedad, aquellos que cubren los servicios públicos y trabajadores de entidades privadas. Agitados e incansables van de flor en flor, de grano en grano, de trabajo en trabajo. Su tiempo se dedica en la búsqueda incesante de estos alimentos. Su sentido creativo y productivo, a merced de otros.
Después, un escalón a medio camino. Aquellos que necesitan de los insectos pero que, al mismo tiempo, sirven de alimento a las grandes rapaces. Un eslabón intermedio que sirve de pinza entre el gran sector social de abajo y el pequeño de arriba. Son pequeños y frágiles pero con vuelos altos y altaneros. Y es tal la necesidad de alimento que muchos migran en busca de mejor condumio. De lugar a lugar, de viaje en viaje, de puesto en puesto. Representan a una clase política, esa clase que se siente con fuerza para comerse a los de abajo y se deja comer, embelesado, por los de arriba. Y así, mientras degusta y saborea su insecto, unas garras acechan y se abalanzan. Olvidan su frágil debilidad. También a quien deben cuidar.
Y es que son las rapaces, insumisas e inalcanzables, quienes desde el aire gobiernan con sus ojos y en la tierra con sus garras. Oligarcas de grandes empresas petroleras, energéticas, armamentísticas o de comunicación que se sitúan en la cúspide de esta cadena trófica. Es el destino final de la materia y la energía llamada dinero. A ellos nos rendimos, queriendo o sin querer.
Comes o eres comido. Así sucede y así es.
Y tras esta metáfora trófica y social, cualquiera debería preguntarse ¿Dónde me encuentro yo? ¿A quién cómo? ¿O quien me come? ¿Soy flor? ¿Soy ratón? ¿Soy papamoscas? ¿O soy azor? Es un deber necesario, y de carácter urgente, revisar en qué lugar de la cadena trófica nos encontramos para poder comprender la realidad. Saber ante quienes debemos tener los ojos abiertos y las orejas puntiagudas. Saber con quién juntarse y apoyarse, y con quien no. La población crece, la primavera se eterniza y el dinero se acumula en cada vez menos manos. Sus métodos para mantener el poder trófico son inciertos y nuestro futuro de ellos depende.
Y es al ver el mundo actual occidental con sus tantos recursos y espacios educativos, con sus tan altos porcentajes en alfabetización y grados universitarios, con tanta y continua preparación formativa, vienen al pensamiento algunas dudas: ¿En qué momento se nos olvidó saber qué papel desempeñamos en el mundo? ¿Qué mañana fue cuándo nos levantamos sin saber en qué punto de la cadena nos encontramos? ¿Tras que sueño decidimos abandonar nuestra identidad colectiva del lugar que habitamos? ¿Por qué una roja tarde volvimos a dibujar, con saña y fuerza, las fronteras a tierras que ya no entiende de ellas? ¿Por qué, como una locura de madrugada, decidimos cuidar la garra que nos amenaza y desdeñar las flores que nos alimentan?
Quizás así es la vida y no podamos luchar contra las fuerzas mayores de la naturaleza. Las bellas arquitecturas de las flores seguirán siendo eso, simplemente flores. Abejas y roedores, a pesar de saciar su hambre saboreando mil diversos sabores y permitirse soñar en cálidas madrigueras, no podrán escapar del ojo mortal del papamoscas. Papamoscas que vende su alma al diablo. Diablo que viene en forma de garras de azor. ¡Qué le vamos a hacer si somos un mero animal sin Dios!
Lo que sí tenemos que hacer es no poder olvidar en qué lugar de la sociedad trófica nos encontramos. En estos tiempos de guerras comerciales, de miles de millones de inversiones en defensa, de la privatización incipiente de los servicios públicos. ¿Quién te come y a quién comes tú?

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