Atento al cuento

Atento al cuento

Soy de esa generación de mujeres que creció venerando a las princesas Disney y que ahora las rechaza a toda costa.  

Durante las tardes de sábado nos tragábamos todas las películas clásicas en las que, gracias a la aparición de un príncipe en escena, la bella princesa pasaba de tener una vida aburrida y cotidiana a convertirse en la protagonista de una cadena de aventuras. De un gris monocromo al full color HD. Apuesto a que a muchas nos ha sucedido algo similar en alguna ocasión.

Jugábamos, ya creciditas, a asignar una princesa para cada integrante del grupo. Si eras rubia te tocaba Cenicienta o Aurora, si eras morena Jasmine, Esmeralda o Pocahontas. En mi grupo de amigas teníamos suerte y hasta teníamos una pelirroja que podía hacer el papel de Ariel. 

También soy de la generación de los algodones. La que creció con el capitalismo en pleno auge y disfrutaba de unos Reyes Magos rebosantes de bicicletas, Barbies y distintos escenarios que construir con los Playmobil. No oímos hablar de crisis, deudas, subsidios ni recesiones, al menos no hasta llegar a la Universidad. Todo era crecimiento. Podíamos tenerlo todo y serlo todo, y así nos lo creímos. 

Por poder, creímos que podíamos ser hasta princesas, y quizá sea por eso que ahora rechazamos serlo con vehemencia mientras levantamos nuestras pancartas feministas en las plazas. 

Pienso en el papel que juega cada princesa y en cómo veo un reflejo de la feminidad Disney en mi entorno. ¿Son las historias que nos cuentan el cine y la televisión las que condicionan y construyen nuestra realidad, o es más bien al revés y resulta que esas escenas solo recogen la verdad existente y palpable entre nosotros? La cuestión da que pensar. 

El caso, sea como fuere, es que veo muchas princesas cuando miro hacia los lados. También cuando miro hacia dentro.

Veo Bellas Durmientes y Blancanieves, dormidas hasta que un príncipe viene a despertarlas. Veo mujeres paralizadas, sin impulso, que no son nada hasta que un hombre las mira, y que en ese momento, como por arte de magia, comienzan a cantar, a sonreír, a vestir, a presumir, a trabajar, a soñar… en definitiva, a ser. 

Veo Bellas, presumiendo de ser singulares y enamoradas de Gastones que no pueden amar a nadie más que a sí mismos, y también Bellas que aguantan los ataques de ira de la Bestia esperando ese ápice de ternura que lo compense todo. 

Veo Arieles que dejaron de cantar y se quedaron sin voz en nombre del amor, que dejaron su mundo sin necesidad de que él se lo pidiera, y Cenicientas que se desdibujan ante el primer gesto de amor aunque el príncipe ni siquiera recuerde su cara tras bailar con ellas toda la noche. 

Veo Megaras que, ocultando la existencia de sentimientos, fingen ser libres, aunque tengan para ello que engañarse a ellas mismas y nunca mostrarse menos que aquellos Hércules por los que fingen desdén. 

Muchas Jasmines que sucumbimos ante la promesa de un mundo ideal.

Y reconozcámoslo, nunca nos peleábamos por ser Mulán. 

Puede que rechazar a las princesas sea rechazar una parte fundamental de nosotras mismas. Me gustaban (y aún me gustan)  sus historias. Porque creo que llevan parte de la mía propia, porque me identificaba entonces y  porque aún lo hago ahora. Reconocernos en ellas supone reconocer la vulnerabilidad a  caer en sus errores: negarnos nuestros sentimientos, ilusionarnos con promesas frágiles, revivir con un sólo beso, perder la voz. 

Las niñas  que crecimos con ellas ahora ya no las queremos, las culpamos y despreciamos. Y es que nos duele vernos en ellas, queremos ser mejores. Exigimos cuentos que nos ofrezcan otra versión de nosotras porque sabemos que  las historias no sólo reflejan la realidad, sino que poseen además un enorme poder para cambiarla.  Esta tarea social y reivindicativa es necesaria y esencial, tanto, como lo es la misión personal de leer nuestro propio cuento para poder con ello  averiguar qué princesa somos. 

Si lo conseguimos, si en vez de negarlas las comprendemos con cariño, podremos vernos protagonistas, pensar qué podría hacer Ariel o Blancanieves diferente. Poder así, de una vez por todas, reescribir el final. 

Carmen Jiménez Martos

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