La violencia en nuestra sociedad es cuestión endémica. En ocasiones es tal la naturalización, que se pierde el anhelo y el sentido de lo que sería vivir sin ello. No nos planteamos nuevas fórmulas de relación, dando por hecho que “las cosas son así”. No hay estrato social, cultural, de género o edad, que se libre de esta lacra. También es cuestión universal y sus manifestaciones sociales, interpersonales o intrapersonales están presentes a cada segundo y en cada rincón del planeta.
Las consecuencias de la violencia la experimentan todas las personas dentro de la sociedad. Atendiendo de una forma comprehensiva a la evolución de nuestras sociedades, a los hitos históricos o sociales que sientan en gran parte las bases de nuestro pensamiento colectivo, hemos de situar la violencia endémica y universal como un fenómeno muy complejo y multicausal; y las últimas investigaciones en materia de violencia de género referencian como factores influyentes los modelos estructurales de tipo patriarcal [1].
Los actos violentos legitimados que se viven constantemente en las sociedades actuales tienen graves consecuencias para todos: hombres, mujeres, niños y niñas. Aunque en la actualidad los nuevos modelos de parentalidad más cercana y emocional, con estilos más cálidos y expresivos, refuerzan el apego seguro y los vínculos de calidad [2], existe una tradición histórica de penalizar la vivencia de determinadas emociones en función del sexo del infante, atribuyendo una cultura de género desde el periodo más temprano. Emociones permitidas para las niñas y penalizadas para los niños, o viceversa. Cuántos niños no habrán tenido que escuchar “los chicos no lloran”, “has de ser fuerte”, “eso es cosa de hombres/mujeres”. Según la literatura científica, comparando a hombres y mujeres, estas últimas podrían desplegar más competencias emocionales (de reconocimiento, expresión y regulación emocional) [3] Enlace. El aprendizaje en la infancia y la adolescencia es clave.
Es clave porque los niños, niñas y adolescentes que no aprendan competencias emocionales en el curso de su desarrollo, pueden presentar en la adultez dificultades en el reconocimiento, la expresión o la regulación emocional, obstaculizando la conexión a este nivel con sus seres queridos, su pareja e hijos. Cercenar parte de esta dimensión afectiva fundamental del ser humano, necesaria para el bienestar y la evolución personal y relacional, constituye, casi por definición, una expresión más de violencia.
En relación a la violencia hacia las mujeres, la primera definición de violencia de género la establece la Organización Mundial de las Naciones Unidas en el año 1993 (ONU, 1993) y se recoge en la Declaración sobre la eliminación de la Violencia contra la mujer. Es un tipo de violencia sistemática, estructural y que se extiende a todas las áreas y dimensiones de la mujer, pudiendo afectar a su integridad física, sexual, psicológica, social o económica, entre otras. Esta definición del fenómeno supone un marco teórico para las investigaciones en la materia y los marcos legales vigentes.
El profundo arraigo de la violencia de género se manifiesta de forma cotidiana en millones de mujeres en el mundo; y aquí en España, sólo en el año 2019, 55 mujeres perdieron su vida, suponiendo eso en términos de media que cada semana del año en España fue asesinada al menos una mujer a manos de su pareja o expareja.
Todo ello sin contar lo que no se cuenta. Las lesiones, los partes, el dolor, el callar, el estigma, el sufrimiento, el silencio.
En este punto cabe aclarar que cuando hablamos de violencia en cualquiera de sus formas, interpersonal o violencia contra la pareja, los hijos e hijas son las grandes víctimas olvidadas. Cuando se vive esta situación, los más pequeños reciben impactos directos, tales como el aprendizaje de formas de relación basadas en la dominancia y la sumisión, la naturalización de la agresión –activa o pasiva– y la vulneración de su derecho a una seguridad emocional, instrumental en ocasiones, y a ser acompañados con armonía en su desarrollo y aprendizaje.
La forma de relacionarse con los demás se aprende con la educación y los procesos de socialización. Es en entornos familiares, comunitarios y sociales, donde se adquiere la visión de lo que esperar de la pareja. El aprendizaje de estereotipos de género o de formas “idóneas” de relación con frecuencia están basados en fórmulas de dominancia-sumisión o control sobre la pareja.
La sociedad nos enseña acerca de las expectativas del amor, habla permanentemente de los mitos, del romanticismo, de cómo enamorarse y qué esperar del “supuesto enamorado”. Muchas de estas expresiones se basan en el vínculo sin diferenciación, sin respeto al espacio personal. Basan el amor en la ausencia de límites. Y eso, en el fondo, ¿qué tiene de amor, de Amor con mayúsculas? ¿Qué hay de romántico o bonito en querer controlar a alguien? Controlar con quién va, qué viste, cuántas horas tiene que dedicarle al trabajo, a los estudios, a su familia, a sus amistades. Controlar, intentando someter desde formas más burdas hasta más sutiles. Nada de eso es Amor. Desde ahí no es posible amar.
Esta necesidad de control o dominio sobre la pareja convierte el entramado emocional de estas relaciones violentas o tóxicas en un paisaje complejo, laberíntico y confuso, donde la persona deja de verse a sí misma. En ocasiones, es un acto premeditado y estudiado.
La fórmula emocional por excelencia en este tipo de relaciones es la culpa. Es el vínculo emocional que ata invisiblemente a uno con el otro, alternando con la sensación del amor y las agresiones reiteradas. Y aquí hay que dejar patente que no toda la violencia es activa: “mira cómo has hecho que me ponga contigo”, o “perdóname, no lo haré más” –después de una agresión física o psicológica-, sino que hay más formas sutiles de intromisión y de manipulación, que son también agresiones y que persiguen, por tanto, hacer sentir culpable a la pareja de un modo u otro. La culpa se constituye como uno de los mecanismos vinculatorios principales en las relaciones tóxicas, pero otras emociones, como la vergüenza, la ira o la tristeza, también son frecuentes.
Como se puede concluir, este tipo de relaciones son la antítesis del amor, del Amor en mayúsculas. El amor verdadero. La permanente intrusividad, la agonía por manejar, por invadir el espacio del otro, el desprecio a la esencia de la persona, nos lleva a la paradoja de que el mantra permanentemente escuchado, “lo hago porque te quiero”, porta en la mayoría de las ocasiones una carga de intrusividad y de control que es, en definitiva, un amor con condiciones (con mis condiciones) y que evidencia sin ningún género de duda, una forma de no-Amor. No-Amor a la persona tal cual es, a su desarrollo, a su crecimiento, a su forma de pensar, sentir o hacer. En definitiva, No-Amor a uno mismo tampoco. Cuando alguien cambia o pretende cambiar al otro, sencillamente no ama.
Todas estas cuestiones nos llevan a un punto de reflexión en el que se debería ahondar y plantear –plantearnos-, como individuos y como sociedad: ¿para qué vivir así?, ¿qué hace que tengan cabida este tipo de relaciones? Plantearnos, en definitiva y con convicción, que todos nosotros tenemos derecho a una vida con armonía, de crecimiento y libre de violencia. La solución pasa por una educación emocional, de género, una sociedad que penalice la violencia en cualquiera de sus fórmulas, el conocimiento y trabajo sobre los temores personales y el crecimiento personal. Sólo así se puede disfrutar con libertad de las relaciones, y reconocer y poner límites a cualquier expresión de violencia interpersonal.
“La violencia, sea cual sea la forma en que se manifieste, es un fracaso”
Jean Paul Sartre
Bibliografía
[1] Bosch Fiol, E. (2013). Nuevo modelo explicativo para la violencia contra las mujeres en la pareja: el modelo piramidal y el proceso de filtraje.
[2] Páez, D., Fernández, I., Campos, M., Zubieta, E., & Casullo, M. (2006). Apego seguro, vínculos parentales, clima familiar e inteligencia emocional: socialización, regulación y bienestar. Ansiedad y estrés, 12(2-3), 329-341.
[3] Gartzia, L., Aritzeta, A., Balluerka, N., & Heredia, E. B. (2012). Inteligencia emocional y género: más allá de las diferencias sexuales. Anales de Psicología/Annals of Psychology, 28(2), 567-575.