¡Ay señoras! ¿Recuerdan ustedes cuando la queja imperante hacia los hombres en lo que a cuestiones de alcoba se refería eran sus prisas? No hace tanto tiempo (la que aquí escribe apenas ha rozado la treintena) desde que el cliché reinante retrataba a los hombres como amantes rápidos, de movimientos automatizados, y con mucha prisa por llegar al ansiado final. ¿Quién se iba a atrever a afirmar entonces que el juguete que ha revolucionado la masturbación femenina iba a tener entre sus virtudes justo estas características? Fue en el último trimestre de 2019 cuando las ventas del Satisfyer® aumentaron un 440% en comparación con cifras anteriores. Estaba en boca de todas y todas lo queríamos probar. Entre las reseñas del producto — algunas verdaderamente hilarantes: “Producto nefasto. Destruye familias. Mi mujer ni me mira” — destacaban su inmediatez para llegar al orgasmo y la amenaza de extinción de los hombres. Satisfyer® en mano, hordas de mujeres exhibían una sexualidad fanfarrona que bien se asemejaba a la de las pandillas de pajilleros adolescentes.
Sobre la rapidez, cada cual tendrá sus preferencias, aunque cuesta creer que nos hayamos olvidado de ese disfrute de los preliminares que tanto habíamos reivindicado. Parece ser que hayamos salido prestas a conquistar la cumbre de la montaña sin parar a recrearnos en los placeres del camino. ¿Estaremos imitando también a los hombres en su concepción del placer?
Lo de desvincularnos del otro, o más bien lo de presumir de ello, adquiere tintes preocupantes. En un mundo que tiende a ser cada vez más aislado e individualista, la conexión emocional y el establecimiento de vínculos parecen desprestigiarse para dar paso a un fastfood de las relaciones. Alimentamos, ahora dentro de nuestras sábanas, esa falsa ilusión tan infantil de que podemos solitos, podemos con todo y no necesitamos de nadie.
Para unas es el invento del siglo, para otras la productividad del capitalismo llevada hasta nuestros clítoris, para muchas un orgasmo sin complicaciones. Sea como fuere, no podemos quitarle el mérito de contribuir a uno de los grandes cambios de las últimas décadas y que resulta fácil de apreciar de manera intergeneracional: la masturbación femenina (antes escondida, negada, ponzoñosa) dejó hace tiempo de ser un tabú, y con ello las mujeres hemos tenido más fácil lo de apropiarnos de nuestro deseo sexual.
No es que prescindamos de ser deseadas es que estamos diciéndolo claro: “Oigan ustedes, nosotras también deseamos”.
Reducir el debate feminista sobre la sexualidad a cuestiones como la prostitución, los abusos, la pornografía o la gestación subrogada nos aleja de nuestro papel de sujeto para pintarnos una vez más como ese objeto que tanto hemos rechazado ser.
Es también tarea del feminismo rescatar nuestro deseo, nuestras fantasías, nuestra manera propia, personal y exclusiva de disfrutar de la sexualidad. Y para que unos y otras podamos liberarnos de roles sexuales complementarios y encorsetados, tendremos que darle a nuestro deseo el protagonismo que merece, y hacerlo de manera incansable: en las manifestaciones, en las plazas, en las calles, en las pistas de baile, en las redes y en las camas. Feminismo y placer sexual femenino han de ir irremediablemente de la mano. Y nosotras, ya se sabe, por el feminismo lo que sea.