“¿Y qué es lo que iba a envidiarle un hombre a una mujer?” — Sentada en la consulta de la psicóloga la frase salió disparada por mi boca como un rayo, antes incluso de que me diese tiempo a oírla en mi cabeza para así poder censurarla.
Yo, que tan feminista me consideraba y aprovechaba cada pequeña ocasión que tenía para abrir un debate en clave patriarcal, que trataba de convencer a mis amigas de que estaban alienadas y tenían que ponerse unas gafas violetas que yo creía que ya llevaba puestas, que me había manifestado a voz en grito, y había escrito acerca de todo lo que nos quedaba por luchar, resulta que era incapaz de pensarme ya no igual, sino mínimamente superior a un hombre. La charla durante la sesión había derivado en que pudiese darme cuenta de que no era capaz de asumir ni una sola cualidad envidiable en las mujeres, nada que apreciar, nada intrínseco a nosotras tan deseable que el otro rabiase por no poder poseer.
Mi psicoanalista — a quien sospecho que no sorprendió la pregunta — sí supo encontrar una larga lista de motivos por los que un hombre podía envidiar a una mujer y sentirse desfavorecido por ello. En ese momento, con esa frase que recibí como una bofetada, comencé un proceso que me llevó a interesarme y a apreciar aquello que típicamente se había considerado femenino. Empecé a reflexionar sobre aquellas cuestiones que atravesaban nuestra existencia exclusivamente por el hecho de ser mujer, sobre si existía una diferencia real entre unas y otros y, en el caso de ser así, sobre el alcance de la misma. Las reivindicaciones feministas al uso comenzaron a chirriarme, me transmitían de manera invariable una idea de mujer vilipendiada, pensada solo desde el papel de víctima, de objeto pasivo y no de sujeto agente, un reclamo constante de querer igualarse al varón en un feminismo pensado desde una escalera en la que nosotras ocupábamos los peldaños inferiores. El clamor repetido de nuestra posición de desventaja perpetuaba que me leyese en clave de faltas en lugar de hacerlo en clave de virtudes.
Llegué a la diferencia sexual y al feminismo de la diferencia, una corriente que surgió al mismo tiempo que el de la igualdad y que abogaba por un feminismo íntimo, personal, compartido y desde la experiencia. Un feminismo que tenía que ver con la exploración de la mujer desde la propia mujer, partiendo de que al igual que existe una diferenciación sexual biológica, también podían existir diferencias en cuanto a necesidades y deseos. Diferencias que no nos constituían inferiores pero tampoco idénticas a los hombres.
La independencia y autosuficiencia exigidas y proclamadas in extremis como distintivo de éxito de una mujer, la primacía de la carrera laboral frente a la vida familiar, el desprestigio y la falta de reconocimiento del valor de la crianza, las relaciones sexuales impersonales, disociadas y esporádicas, carentes de vinculación, afecto y cuidado, el discurso beligerante y combativo… ¿No eran estos aspectos típicamente masculinos y que, cada vez más, las feministas reclamaban como propios y exhibían enorgullecidas? ¿Es equivalente el feminismo, entonces, a la masculinización de la mujer?
La fertilidad, la reproducción, la gestación o la imposibilidad de ella, el aborto, el placer en mayúsculas, el parto, la lactancia, la maternidad, los cuidados, el poder y la vulnerabilidad que estas cuestiones suponen… Aspectos, todos ellos, que nos distinguen de los hombres, que necesitamos que sean tenidos en cuenta y que el feminismo hegemónico ha rechazado, tratando de huir de ellos al extraer una lectura negativa. Hemos leído la maternidad como esclavitud y mandato, el aborto como derecho — lo es— en lugar de como la experiencia íntima y en la mayoría de ocasiones dolorosa que al mismo tiempo supone, los cuidados como una tarea nimia a desestimar. Hemos tratado de cercenarnos la feminidad en pos de la búsqueda de un privilegio masculino que en algún momento nos causó (si es que todavía no nos causa) fascinación. En la más machista de las actitudes hemos dejado de celebrarnos mujeres.
Parte de estas reflexiones, soy consciente, se apuntalan en una historia personal marcada por el papel de los varones en mi vida. La otra parte, estoy segura de ello, son fruto de la deconstrucción de un discurso feminista que censura según qué opiniones y experiencias en favor de según qué otras; un feminismo redondo, rotundo, masculino y de megáfono. Ese feminismo que limita y modela sin dejar espacio al debate y que esconde miedos e inseguridades inasumibles por sus defensoras.
Vivir plenamente es liberarse, también de una misma. Espero que las reflexiones de estos artículos hayan servido para que cada cual se sienta libre y valiente para explorarse y celebrarse como mujer; que contribuyan, en las lectoras, a pensar la diferencia.
Cada vez me gustan más los artículos de Los Ojos del Júcar.
Adelante….