PENSAR LA DIFERENCIA: LOS PRINCIPIOS DEL CUIDADO

PENSAR LA DIFERENCIA: LOS PRINCIPIOS DEL CUIDADO

Tenía muy pocos años cuando mi madre comenzó a cuidar a mis abuelos. La vejez y la enfermedad llevaron a ambos a la dependencia, por lo que requerían que alguien se responsabilizase de tareas tales como limpiarles el culo, peinarles, ducharles, curar las escaras que se hacían por estar tanto tiempo en la cama o llevarles a mear.

Por las tardes, cuando llegaba del trabajo, hacía la comida para el día siguiente (previa compra y reflexión acerca de lo que íbamos a comer), comprobaba que mi hermano y yo hiciésemos los deberes y nos tomaba la lección.

Mi madre no era la única, claro. En millones de casas, durante largos años, mujeres planchaban camisas y doblaban calcetines, limpiaban los baños que el resto de la familia ensuciaba, amamantaban (da igual si con sus pechos o con biberón), cosían parches en las rodilleras de los chándales con el objetivo de que sus hijos pudiesen seguir jugando en los parques, cantaban nanas, contaban cuentos, recogían juguetes al mismo tiempo que angustias, vigilaban que sus hijos llegasen a la hora, reñían cuando había que reñir, limpiaban mocos, preparaban meriendas, organizaban cumpleaños, hablaban con profesores, tomaban la fiebre, besaban y preparaban material escolar. Tan solo unas poquitas de las muchas cosas que significa eso del cuidado. Huelga decir que todo ello sin remunerar y, en gran cantidad de ocasiones, sin reconocer.

Voces feministas reclaman con fiereza que hay que alejar a las mujeres de las carreras universitarias que tradicionalmente han estado dedicadas al cuidado, llevándose las manos a la cabeza cuando aparecen conclusiones como la del reciente estudio de la UNESCO, que afirma que tan solo un 35% por ciento de mujeres acceden a carreras STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas ). Valorar esto como un fracaso del sistema educativo — lectura que muchos hacen — implica asumir la superioridad de las carreras tecnológicas frente a las carreras de cuidado.

Parece ser que somos demasiadas enseñando, curando, escuchando, que deberíamos ser más dedicándonos a construir puentes o a programar ordenadores. Lo de encargarnos de traer vida al mundo y propiciar todas las condiciones para que esta florezca nos parece poco. La afectividad, la empatía, y la implicación con el otro, aspectos definitorios del cuidado, parecen (una vez más) no ser suficiente para nosotras. Sutilmente despreciamos todo eso que las que había antes que nosotras venían haciendo y reivindicamos nuestro derecho a marcharnos como unas locas a construir puentes — ¡ojo!, derecho que, por supuesto, tenemos—.

Como nuestros nombres y apellidos no aparecen en los libros, caemos en el error de olvidarnos, de no valorar aquello que sí hemos hecho y de creer que unos logros son superiores frente a otros; como si lo de criar a lo que viene siendo prácticamente toda la humanidad a lo largo de los siglos no hubiera sido relevante.

¿Significa esto que asumamos que la esfera doméstica es nuestro inevitable destino y que, por venir haciéndolo tradicionalmente, hemos de ser las mujeres las únicas protagonistas en la tarea de cuidar? ¿Que debamos renunciar a otros destinos profesionales? Rotundamente no, maneras de cuidar hay muchas y, por suerte, generalmente todas pueden realizarse con independencia de los genitales que a uno le hayan tocado en el sorteo. De lo que se trata es de escucharnos con honestidad y perseguir aquello que profundamente deseemos, lo que irremediablemente pasa por que entendamos de una vez que el mismo valor tiene enseñar en un aula de educación infantil que contribuir a los cálculos de una presa hidroeléctrica. 

¿Y si realmente fuese mayor el número de niñas a las que les interesasen las carreras destinadas al cuidado? ¿Tan trágico sería?

FUENTE: PIXABAY

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