Cae la tarde. Celestes, naranjas, carmesíes y violetas se hunden en la lejanía. Un grupo de cornejas grazna y se adentra en el monte. Sobre la ladera que da a la solana del cerro, asciende una procesión de copos de algodón. A paso lento, cabizbaja, casi resignada. Va llegando a su destino, la taina de las Capitanas. Será su hogar hasta que la noche pase y el sol devuelva un nuevo amanecer. Junto a ella, el ladrido del pastor y la voz del perro se entremezclan con la quietud del ocaso.
El ganado va acompañado por pequeñas y gráciles sombras que, como motas de polvo, parecen ser levantadas del suelo por las pezuñas. Son las lavanderas blancas o “pajarillas de las nieves” quienes con vuelos cortos entre las patas de las cabezas de ganado y cortas carreras no cesan de buscar su objetivo: insectos. En un primer vistazo, destaca su agilidad y su alargada cola blanquinegra. Al prestar mayor atención, sobresalen sus colores y dibujos. Un pecho blanco y un manto gris que contrasta con la nuca, coronilla, ojos y penachos negros azabache. Elegante y estilizada, una mente inspirada podría pensar que es un copo de nieve recién salido de una barbería.
Al cerrar la puerta del corral de la taina, el pastor retoma su descendente camino al pueblo mientras silba una indescifrable melodía. A sus espaldas queda una sinfonía de balidos y cencerros de distintas alturas y timbres. También la figura de la taina con su corral, cobertizo y en la esquina de la derecha, su caseta. Su geometría es un juego ordenado de piezas pétreas. La piedra sobre piedra compone orificios y grietas que a modo de balsas de aire separan el mundo exterior y lo convierten en un lugar seguro, protegido, remoto y al ojo, inexistente. Piedras y oquedades crean ese espacio cotidiano e inmemorial donde su padre le enseñó a esquilar, a rabotar o a ver el paso del tiempo en los dientes de una oveja; donde su abuelo se lo enseñó a su padre; a su abuelo su bisabuelo y así hasta tiempos cubiertos por la lana del olvido.
Cuando el pastor se pierde de vista y se siembran las últimas luces, una silueta brota de entre las piedras de la taina. Se sitúa en lo alto de su esquina y empieza a maullar. ¿Es un gato que vuela o un ave que a un gato quiere imitar? Es rechoncho, sin cuello, cabezón. Ya no hay dudas, es un mochuelo. Este pequeño búho, desde la lejanía, parece otra piedra más. La espadaña de una iglesia. Pero al acercarse, impactan sus grandes ojos amarillos que recuerdan a dos grandes soles del estío o a dos maduros limones dispuestos a ser recogidos. Observador y pensativo parece dar sentido a las cosas. Por ello quizás, se le asoció a la diosa romana de la sabiduría, Atenea. Sus plumas son del color de los campos labrados cuando, tras nevar, el manto blanco se comienza a derretir. Entre las piedras de la taina ha construido un pequeño nido que durante el día es su hogar. De repente, abre sus alas y se va. Es el ocaso, la hora de desayunar. Entre la temblorosa claridad parece que una piedra echara a volar. En el cielo, el cisne, el águila y la lira dibujan el conocido triángulo de verano con sus brillantes y respectivas estrellas: Deneb, Altair y Vega.
Durante toda la noche, unas sombras aladas en forma de “V” no han cesado sus vertiginosos giros, erráticos vuelos y repentinos cernidos en las inmediaciones de la taina. Son las mismas siluetas que acompañaron al ganado y a las lavanderas blancas en las últimas luces del ocaso. Son los chotacabras o “gallinicas ciegas” que no han interrumpido de cazar en vuelo los numerosos insectos que rodean al ganado y la taina. Son misteriosas figuras de la penumbra que visitan nuestras tierras en verano. En época invernal les toca las tierras tropicales africanas. Su color es el color de la corteza del pino y sus ojos grandes y negros como la noche. Su canto un infinito “errrrrrrrrurrrrrrrerrrrurrrrr…” que parece brotar de algún hueco de la piel de los bosques o ¿es el arrullo de la luna? Los pastores sostenían que cuando la noche se cerraba, estas sombras de la noche, invisibles a la luz del día, trataban de extraer la leche de las ovejas y cabras. De ahí sus nombres: “caprimulgus”, “chotacabras”, “enganyapastors”…
Brilla el lucero del alba, las constelaciones desaparecen y el misterioso sueño del monte se desvanece. Con ello, comienzan los balidos en la taina, las blasfemias por los caminos y la mundana cotidianeidad. El mochuelo de Atenea ha regresado a su oquedad y la “gallinica ciega” se ha vuelto a transformar en corteza de árbol en algún rincón del monte. El amanecer intensifica los balidos y las blasfemias. La figura del pastor llega a la taina y de repente, de entre las piedras aparecen nuevas siluetas. Esta vez son pequeñas e inquietas. La primera se ha posado en el suelo y corretea entre correhuelas y marrubios. Es el colirrojo tizón. Y… ¡qué acierto de nombre! Este pajarillo es un tizón saltado de la lumbre que en su cola aún conserva las ascuas del fuego. Pretendiendo quitarse el adosado trozo ardiente o enfriarlo con el fresco aire de la mañana no deja de moverla en movimientos incesantes ascendentes y descendentes. La otra silueta se ha posado sobre una piedra que hay enfrente de la taina. Muestra una mayor calma y una presencia ligeramente más esbelta. Su pecho color crema, su manto gris, sus alas negras y destaca su antifaz negro. Guarda un secreto, pues en su cuerpo esconde una letra. Es la collalba gris. Al volar hacia otra piedra cercana desvela su misterio, una negra “T” está dibujada en su cola blanca.
Mientras el pastor empuja con la voz al ganado y se dispone a comenzar la jornada, la taina y su entorno es una algarabía. Lavanderas, collalbas, colirrojos se arremolinan y cantan. Y entre la multitud ha aparecido una nueva y brillante figura que ha embellecido aún más la mañana. Como si una mariposa gigante que lleva siglos en una crisálida entre las piedras ha brotado de las entrañas de la taina y ha surcado los mares del aire. Sobresale su alargado y curvo pico que le hace poseer una enorme nariz y que trae los versos de Quevedo a Góngora “Érase un hombre a una nariz pegado…”. Naranja como la tierna mañana sus alas son como una cebra africana. Y es que de aquellas tierras africanas proviene. Caza un insecto y se vuelve a meter en el agujero. La casa está habitada. El pastor al verla, sabe que no deberá acercarse a ese hueco de la taina a olisquear pues bien sabe que las abubillas excretan un líquido repugnante y no querrá volver a escuchar de nuevo en el pueblo ni en casa el refrán de que hueles peor que una abubilla. Con gesto de aprobación, da una voz a su perro y pone rumbo junto a su ganado en busca de sabrosas hierbas y frescos prados.
Y así es el transcurrir del tiempo, el día a día, en esta taina de las Capitanas. Un ir y venir de especies. Unas que vuelan por el campo y otras que corren por los cielos. Unas que cantan y otras que gruñen. Unas que viven aquí todo el año y otras que sólo vienen a veranear. Vecinos y vecinas que comparten el mismo espacio, algunas el menú que aporta el ganado y otras el mismo bloque de edificios. Que se conocen y de algún modo se comunicarán. Si fuera ello posible, ¿qué les contarán a las que de aquí nunca se han movido? ¿Le contará el chotacabras a la lavandera, especies que comparten el caminar del ganado, el punzante picor de la reseca arena del Sahara o los indomables vientos del Estrecho de Gibraltar? ¿Le contará la abubilla y la collalba al colirrojo y al mochuelo, especies que comparten el hogar entre las profundidades de las piedras de la taina, sobre los insectos que degustan en aquellos pueblos lejanos de Senegal y Camerún? Y, ¿les contarán de aquí el aroma del romero, el efecto del sabor del vino, las siestas de verano y las celebraciones en San Isidro?
Sin embargo, hace décadas que en la taina de las Capitanas se dejó de escuchar este barullo de sonidos y colores. Muchos días y noches han pasado desde que dejaron de dormir aquí ganados y también pastores. Ya no siguen las lavanderas los ganados ni encuentran insectos en sus alrededores los colirrojos y las collalbas. Ya no medita el mochuelo con el soñar de la oveja ni se replantea el chotacabras el método para robar la leche a la cabra. Y si alguno se ha resignado a abandonar las últimas oquedades de las tainas ya no hay para ellos ojos ni blasfemias. El silencio es pesado y lejano.
Las tainas, albergues del oficio ancestral de la ganadería, han sido también albergues de biodiversidad. Sus huecos, oquedades, grietas entre las piedras han sido hogar y refugio para incontables especies. Espacios oscuros pero inaccesibles. El ganado y el estiércol han sido omnipotentes seguidos por mosquitos, moscas, escarabajos que servían de base alimenticia para otro sinfín de especies. Un restaurante móvil, pero a buen precio. Refugio y alimento que han hecho de las tainas un hogar de aves, reptiles, insectos y mamíferos, entre el que se encuentra el ser humano.
Hoy, las tainas, elemento fundamental de la sociedad, economía, historia y naturaleza de nuestro territorio, son sólo una grieta en el tiempo y un hueco en nuestros montes. Mientras estas estructuras milenarias se desmoronan las lavanderas, mochuelos, abubillas, colirrojos y collalbas nos siguen contando ese modo de vida ancestral que durante generaciones ha dado sentido a la vida y al territorio.