Vega trata de mantenerse menuda y quieta en la musgosa rama escondida de una sabina albar de algún lugar de la Serranía de Cuenca. Sus pupilas bordeadas por un iris marrón observan cómo un hombre y un niño, ataviados con uniforme moteados, se acercan al retorcido tronco. Llevan horas pisando las últimas manchas de nieve de enero, colgando de sus hombros la muerte y revoloteando la tranquila mañana. Han venido a buscarla y esta vez, al contrario de tantas otras veces, ha decidido no volar.
Vega, de silueta estilizada y tonos pálidos, es el más grande de los zorzales que podemos ver en nuestra provincia: un zorzal charlo (Turdus viscivorus). Es una hembra, madre, abuela o bisabuela que acaba de cumplir seis años el verano pasado, lo que es casi un milagro de la naturaleza. Aunque la tristeza junto a los gélidos días invernales han entumecido sus alas, los colores de sus plumas siguen vivos. Su lomo marrón grisáceo sueña clarear; su mejilla y garganta son limpias como un manantial, y su pecho, como si un cielo blanco fuera, está punteado de estrellas negras y acorazonadas. En vuelo, destaca su larga cola y sus axilas blancas. Aunque en verano se alimenta de insectos, lombrices y caracoles, en estos días de invierno llena con frutos y semillas el buche. Y si hay alguna de ellas que Vega busca con especial avidez son las bayas de muérdago (Viscum sp.), lo que le otorga su nombre viscivorus (comedor de muérdago). También en tierras inglesas conocen a los miembros de esta especie de esta forma: Mistle Thrush.
Cuando el frío comienza a clavar sus uñas, y siguiendo las rutas mágicas y milenarias que unen el norte y sur de Europa, bandadas de otros compañeros aterrizan en estos rincones conquenses en busca de compañía y de los deliciosos frutos de acebos, majuelos, tejos y sabinas1. Son sus parientes pequeños, rebeldes y curtidos por el frío: el zorzal común (Turdus philomelos) y el zorzal alirrojo (Turdus iliacus). Juntos, a veces también con el más esporádico y raro zorzal real (Turdus pilaris), forman la santa y alada trinidad de los bosques.
El zorzal común es quizás el zorzal por excelencia, al menos en casi toda Europa. Es el modelo pequeño, rechoncho y delicado del zorzal charlo. Sus colores son mucho más vivos y cálidos. Donde soñaba clarear el gris del lomo de Vega ahora lo cubre un marrón casi dorado; el pecho es de color amarillo amanecer; sus motas aflechadas son de color café y su cola más corta. Aunque nidifica en el norte de la Península Ibérica, en la provincia de Cuenca es un visitante principalmente invernal. Una tarde, mientras comían bayas de majuelos a la orilla de un arroyo, un compañero procedente de los bosques de Killarney (Irlanda) le contaba a Vega cómo en primavera, al contrario que aquí, el canto territorial se produce bajo un cielo gris y una constante fina lluvia. Este escenario teñía su aflautada melodía con un halo de misteriosa y melancólica belleza. Precisamente, allí lo conocen como Song Thrush. También relataba su adicción por los caracoles. ¡Qué gracioso es verlos empeñados y pacientes chocando su concha contra una piedra!
Al llegar el hombre y el niño, cuando Vega había decidido resignarse a escapar, toda la bandada había desaparecido entre los quejigos y sabinas. Es el vuelo de los zorzales potente y vivo, muy característico por sus aleteos rápidos, y difícil de olvidar. Todos y todas conocen bien a estos gavilanes terrestres tan frecuentes en estos lares y en estas fechas que, sin embargo, esta vez, se habían sentado mansamente bajo la sabina. Entre bostezos y quejidos, bajo la ligera sombra de Vega, habían desenvainado un par de bocadillos de chorizo y tortilla. Pero entonces – se pregunta -, ¿por qué esa ansia de perseguirnos cada invierno? ¿No éramos nosotros su alimento?
Y si el zorzal común le quita el protagonismo al charlo por su fama, el zorzal alirrojo se lo arrebata por su belleza. Su silueta delicada y rechoncha recuerda a la del zorzal común, pero su ceja y bigote blancos junto al rojo carmín sangrante de la zona axilar de sus alas, lo vuelven inconfundible. También lo convierten en una delicia visual. Sin embargo, desgraciadamente, no para todos. Esta mañana, mientras volaba junto a Vega entre el sabinar, un compañero procedente de Abisko (Suecia), más allá del círculo polar ártico a 4500 kilómetros, ha sido sentenciado por la ley escopetera. Era un zorzal alirrojo hábil entre la espesura del monte, pero esta vez no ha podido esquivar el disparo certero e injusto de la muerte. ¡Con las ganas que tenía de volver a los montes conquenses! Eso le había dicho y al pensarlo, aún conseguía ver sus alas carmesíes en vuelo brillando contra el reflejo del sol.
Recuerda Vega, entre las voces de los gavilanes terrestres y mientras la luz transparente se cuela en sus negros ojos, aquellos inviernos soleados en busca de cualquier fruto o baya. Charlos, comunes y alirrojos afrontaban en bandadas el seco frío y junto a pinzones, carboneros y trepadores azules hacían de los bosques de nuestra Serranía un lugar feliz y animado. Observaban caer las olvidadas y gloriosas cornamentas de los ciervos entre la hojarasca, crecer la barba a la hierba de los pordioseros y brillar como esmeralda los musgos. Bailaban con el aire entre los pinos, carrascas y sabinas. Luego, cuando los zorzales comunes y alirrojos en marzo se marchaban al norte, solo los zorzales charlos quedaban y era entonces cuando ella encerraba sus secretos. Se enamoraba, escondía los nidos entre el follaje de algún árbol y llenaba los bosques, sotos y riberas de ese canto aflautado tan melancólico y dorado. Pero esas estrofas no eran sólo un canto al amor y al futuro, sino también a esos amigos que se marcharon a tierras lejanas. Aquellos que nunca volvieron y con los que pasaron los meses más duros del año buscando frutos y escapando de gavilanes, azores, disparos…
Vega conoce el sabor agridulce del tiempo: ha criado con ternura a decenas de pequeños zorzales, los ha mimado, visto crecer, jugar, pelearse, dar el primer vuelo y luego desaparecer. Pero, más allá de la alegría y la pena, siempre ha amado su maravillosa tierra, los bellos rincones de la Serranía conquense y la lógica casualidad de la vida. Por tantos motivos, tras un empujón de emoción y llenándose de coraje, decide fatigosamente unirse junto a su bandada. Sin embargo, al alzar el vuelo, el cansancio acalambra su cuerpo y no consigue llegar más allá de dos pinos. Entonces… “¡Mira ahí hay uno! ¡Dale, tirale que ese es fácil y será tu primero!” exclama la voz ronca desde abajo. Un dolor ardiente y ácido en el costado le hace caer al suelo. Al sentir el rocío del musgo en sus espaldas, consigue entrever al hombre reír orgulloso mientras palmea a su retoño en cuyas manos aún tiembla la escopeta caliente. Entonces, azarosamente, las miradas entre el zorzal y el niño se cruzan y se mantienen fijas. Vega, agonizando, podía observar que en ese rostro infantil no había victoria, ni juego ni risa. Que en la profundidad de esas inocentes pupilas se cocían, al fuego de la frágil hoguera de la vida, los vertiginosos oscuros ojos de la muerte. También esperanza…
Al matinal
cielo de añil,
desde el pensil
lanza el zorzal,
silbo viril,
loa jovial,
que rompe el tul
inmaterial
del alba azul
y angelical.
Largo arrebol
dilata el sol
por el tapial
de aquel vergel,
donde rival
más claro que él,
trina, genial,
cantas, sutil,
pueril zorzal,
zorzal gentil.
Leopoldo Lugores
1 Las gimnospermas, a las que pertenecen los pinos, cipreses y sabinas no tienen frutos. En este caso son gálbulos que es un estróbilo redondeado, carnoso e indehiscente (que no se abre cuando está maduro).