Es primavera en este camino de tierra que avanza hacia el horizonte. En las cunetas, amapolas, viboreras, correhuelas y clavelinas. También en la abierta llanura que lo envuelve. Los trigos y cebadas espigando y los barbechos esperando. Al fondo, manchas de olivares y viñas. Este camino puede ser cualquier camino castellano. Cualquiera de esas venas de tierra que se abren en el alma profunda de nuestro país.
Y como si cada paso sobre el camino marcara un ritmo ancestral, no cesan de escucharse melodías aflautadas. Afloran de las cercanías del camino, del interior de los campos y de las alturas del cielo. En ellas se distinguen entretejidos trinos, silbidos, gorjeos. La brisa suave sirve de armonía obstinada y apacible. El reiterativo caminar se vuelve en una experiencia musical. La llanura se ensancha y se embellece y se transforma en un auditorio a cielo abierto. ¿De quién son estas aclaradas y naranjadas gargantas? ¿Quién compone estas canciones complejas y variadas? ¿Es esta la música de las ibéricas entrañas?
Y cuando se afina el oído con la vista, aparecen los artistas sobre el escenario. Son pájaros pequeños, “menudetes”, leonados y con picos fuertes. Sus pechos blancos se pintan con gotas de ocre lluvia. Por su tamaño, diseño y color, son difíciles de distinguir de la propia tierra. No conocen la grandeza de los viejos robles, la altura de las frías cumbres, ni la espesura de los montes ni la frescura de los sauces. Sin embargo, estas aves de apariencia discreta y sobria, son el profético canto de nuestros campos.
Del foso de la orquesta, junto al labrado campo de al lado, y oculto, no cesa una melodía. Entre los terrones de barro se distingue e impresiona una gran cresta que le mana de la frente. De repente, en un acto chulesco por haber sido atrapado, se sube sobre un mojón de piedras junto al camino y canta y canta y canta. Se deja contemplar y en su pico, un pequeño saltamontes. Ha sido un largo invierno rebuscando semillas y brotes. Es una cogujada común (Galerida cristata), uno de los dos integrantes del grupo “punk” de nuestros campos. El otro es su prima “punky”, la cogujada montesina (Galerida thecklae), la cual también aparece en estos rincones, aunque prefiere los páramos y terrenos arbustivos. Ambas son casi indistinguibles en apariencia, pero sus repertorios musicales las diferencia claramente.
Desde el campo verde del otro lado, otra sale volando. Su vuelo es potente, enérgico y su tamaño notablemente voluminoso. Sube, baja, sube, baja y sobre el azul cielo, destacan sus alas bordeadas con una franja blanca y, por abajo, cenizosas. Va desparramando gorjeos que parecen que cayeran en una fuente. Finalmente, se posa sobre una rama de olivo junto a un campo de cebada pintado de ababoles. Aunque dentro de su pequeña estatura, sobresale su robustez y sobre todo una marcada mancha negra en la garganta. En realidad, son dos. Parece subirse al centro de la plataforma del escenario. Y sin cesar, sigue su canto y se la mancha negra. Es un vertido vertiginoso de notas. Recuerda a un aria inacabable, sofisticada e improvisada. La calandria (Melanocorypha calandra) parece un afamado tenor y así lo hace saber con su voz.
Una canción emana de las alturas del cielo. Es un río desbordado de notas fugaces, trinos eléctricos y gorjeos instantáneos. Parece imitar a otros pájaros e improvisar continuamente sobre una partitura en blanco. Es imposible vislumbrar al artista que canta colgado sobre el escenario. Hasta que de repente, el canto se aproxima y, embebida en sus melodías, aparece cayendo en un descenso vertiginoso y feroz hasta el propio suelo. Uno se hubiera podido imaginar lo peor.
Ya en el suelo, sobre la cebada, se encuentra la prima donna de nuestros campos: la alondra (Alauda arvensis). Es la más elegante, virtuosa y sofisticada del elenco de artistas. Su canto es rico, diverso y maravilloso. Por ello, da nombre a toda la familia de las cogujadas, calandrias y totovías: los aláudidos. Se diferencia sutilmente del resto, aunque tiene una pequeña cresta, que más que cresta es un tupé. También a modo de guantes, tiene una representativa mancha blanquinegra cercana a la punta de sus alas. Y, sin ceder tiempo, desde el suelo, siguiendo una línea recta mediante cernidos y aleteos, se eleva, se eleva, se eleva. Y de repente, indistinguible y emborrachada por su propia canción, parece fundirse en la suave piel del firmamento.
En numerosos puntos de Castilla esta familia cantora y arraigada a los campos abiertos de cultivo, se han conocido indistinguiblemente como “totovías”. Pero la totovía (Lululla arborea) es, en realidad, otra especie. Y aunque de la misma familia de los aláudidos y del mismo porte menudo y terroso que el resto, vive en el bosque. Destaca en ella sus marcadas cejas blancas sobre los ojos. Cantarina y musical, es la alondra de los montes.
Este elenco de cogujadas, alondras y calandrias son el canto de nuestros campos. Son obra indivisible de la tierra abierta. El corazón de la Península Ibérica late al compás de sus melodías. Y, aunque en invierno suelen ser discretas y solitarias, cada primavera al enamorarse volverán a envolver los azules cielos y los verdes suelos con sus trinos, silbidos y gorjeos. Y, marcando su territorio bajo las alas de Cupido, en un diminuto hondo, entre la vegetación, entre los cultivos o con suerte bajo el abrigo de un pequeño arbusto, volverán a construir su pequeño nido tapizado de hojas, ramas y plumas. De esos pequeños huevos, que varían entre tres y siete, en menos de un mes nacerán los nuevos cantores de nuestros campos.
Y así, la vida sigue. Seguirán buscando los insectos en verano, las semillas en otoño y sobreviviendo con los brotes y malas hierbas en invierno. Sin embargo, aunque son especies abundantes y familiares, los datos más recientes reflejan un declive poblacional. La transformación del paisaje agrícola, especialmente el excesivo uso de productos agroquímicos, así como la conversión de terrenos de secano en regadío han generado esta tendencia problemática para los hogares de los aláudidos. Su conservación es la conservación de los campos abiertos castellanos.
Para conservar, comprender. Y para comprender la naturaleza no es solo contemplar su belleza. Es escucharla. En su escenario suben cada primavera aclaradas y naranjadas gargantas con melodías complejas y variadas. Artistas sin estudios ni papeles que, con su instinto labrado por la evolución durante millones de años, ofrecen el concierto más admirable del año. Es la música de los campos y sus ibéricas entrañas.