Imagen de cabecera: Grullas. Fuente: Jean Rivoire
El sol con su timidez y su bajeza, el viento con sus primeros cuchillos, la lluvia con su suave tintineo y las noches con sus largos vestidos. El otoño parece ser una obertura del melancólico e incipiente invierno. En la cancha de un colegio de nuestra ciudad un niño juega con su amigo y ya sueña con el verano siguiente, pero… ¡Qué lejano queda! Al menos, suspira, que lleguen cuanto antes las navidades. Un halo de pesimismo cubre sus párpados cuando un trompeteo golpea la bóveda del cielo. Levanta la cabeza, frunce el ceño e incrédulo observa el espectáculo que baña sus pupilas. Como si de un ejército aéreo se tratara, cientos de aves enormes con el cuello y las patas extendidas cruzan el firmamento en distintos grupos creando una “V” matemáticamente perfecta. Mientras avanzan, descuelgan sonidos profundos y marciales. ¿Quiénes son aquellos elegantes aeroplanos? ¿De qué trata aquella ceremonia natural? Las infinitas preguntas se convierten en extrañas sensaciones que recorren su cuerpo y una fuerza invisible empieza a hacerle levitar…siente el aire otoñal empujándolo a las alturas y sube, sube, sube en el cielo.
¿¡Pero…!? Al aclarar sus ojos, está volando en medio de uno de esos pequeños y organizados grupos en forma de “V”. ¡Son miles de grullas (Grus grus)! Sin aún creerlo, observa sus brazos y… ¡Qué barbaridad! Ahora son unas alas pesadas, anchas, de color ceniza y de una textura aterciopelada. Mira a sus compañeras y en el reflejo de los ojos de la más cercana observa que su menuda cabeza se ha transformado en un largo y enhiesto cuello blanquinegro rematado en un pico robusto. El blanco y negro contrastan con el rojo carmesí de la pequeña boina y el del iris de sus ojos. No puede creer que esté volando junto a las grullas: seres esculpidos por la naturaleza con una belleza y delicadeza inmensurable; pintados con el pincel del tiempo con gallardas y seductoras plumas; y empujados por la supervivencia a conquistar los misterios del cielo. Las grullas, las mitológicas reinas de las alturas, aquellas que trabajando en equipo con su peculiar formación en “V” han fascinado a tantas civilizaciones. Las grullas, mensajeras divinas que, en nuestras latitudes, anuncian el comienzo del frío, de la lluvia, de la caída de las hojas, de las setas, del otoño.
El niño intenta acompasar el vuelo con sus compañeras para tratar de pasar inadvertido. Sin embargo, su compañera más cercana ya lleva un rato examinándolo y le pregunta rápidamente que quién es, que no le resulta familiar y que si venía con ellas desde Suecia o era otro despistado de algún grupo finlandés. Él dice que sí, que claro, que del finlandés. Le pregunta sobre el viaje y su paso sobre los Pirineos. Él calla y deja a la otra grulla que hable. Ella le cuenta que, tras atravesar el mar del Norte y toda Francia, cruzaron el puerto de Somport, en los Pirineos aragoneses, apenas unos días atrás en los últimos días de octubre. También que aunque muchas compañeras se quedaron en la laguna de Gallocanta (Zaragoza) y otras tantas van en dirección a las dehesas de Extremadura, nuestro pequeño grupo de unas mil grullas pasará el invierno en el embalse de Alarcón, como llevan haciendo las últimas décadas. Le comenta que antes se pasaban el invierno en la laguna del Hito pero que, desde la construcción del embalse, les encanta el sitio por su localización, la cantidad de campos de cultivo y la cierta estabilidad de las aguas del embalse. Además, han hecho amistad con otros vecinos de la zona como las ortegas, calandrias, avutardas y muchas más.
Aunque siente una especie de miedo e incredulidad, la curiosidad le puede y le pregunta sobre sus orígenes y aventuras. La grulla le cuenta que nació hace ocho años en los aledaños de un bosque de abetos en Lindesberg (Suecia), y que tras su primer viaje invernal a la Península Ibérica se juntó con un grupo de jóvenes grullas procedentes también de la misma zona sueca. Luego pasó en Kvismaren (Suecia) cuatro veranos seguidos con el mismo grupo de jóvenes grullas, hasta que un verano el instinto sexual le llamó y conoció a su pareja. Entonces se alejaron del grupo y de un modo íntimo y solitario se establecieron en los límites del bosque boreal junto a un pequeño lago. Así lo hacemos todas -le dice riéndose-, da igual que sea Estonia, Finlandia o Rusia.
De una forma espontánea y natural, como con un arranque de confianza, le cuenta detalles de las espectaculares danzas que tuvieron ella y su pareja este último año. Dice que este ritual artístico y pasional simboliza la regeneración, la primavera, la alegría y que intentan evocar la belleza del amor y la vida. Saltos, piruetas, carreras en círculo, pavoneo de las alas y estiramiento del cuello hacia atrás son algunos de los muchos recursos que utilizan en sus nupcias. Además, el amor conyugal es para toda la vida o al menos en la mayoría de casos.
Pero cambiando de tema y con un gesto triste e indignado, le sincera como en los últimos años están siendo perseguidas por grupos de agricultores, especialmente en Suecia ya que, debido a su ascenso poblacional, se les achaca estar causando problemas a los campos de cultivo, especialmente en las plantaciones de patatas. “¿Qué vamos a hacer nosotras, tendremos que echarnos algo al estómago para poder seguir volando y cruzar…?”
¡Espera, al fin, ahí está! –exclama mi compañera con una alegría indescriptible empañada en sus ojos. Al mirar al frente, los olivares y campos labrados se ven interrumpidos por una alargada y amorfa masa de agua: el Embalse de Alarcón. Todo el grupo empieza a hacer sonidos roncos y repetidos. El milenario trompeteo de las grullas es más intenso que nunca. La euforia contagia a todo el grupo. Ha sido un viaje largo y duro, pero al final, los campos de cultivo del embalse les esperan como cada año. Justo cuando va a aterrizar y a poner las patas en el suelo…
Aunque siente una especie de miedo e incredulidad, la curiosidad le puede y le pregunta sobre sus orígenes y aventuras. La grulla le cuenta que nació hace ocho años en los aledaños de un bosque de abetos en Lindesberg (Suecia), y que tras su primer viaje invernal a la Península Ibérica se juntó con un grupo de jóvenes grullas procedentes también de la misma zona sueca. Luego pasó en Kvismaren (Suecia) cuatro veranos seguidos con el mismo grupo de jóvenes grullas, hasta que un verano el instinto sexual le llamó y conoció a su pareja. Entonces se alejaron del grupo y de un modo íntimo y solitario se establecieron en los límites del bosque boreal junto a un pequeño lago. Así lo hacemos todas -le dice riéndose-, da igual que sea Estonia, Finlandia o Rusia.
De una forma espontánea y natural, como con un arranque de confianza, le cuenta detalles de las espectaculares danzas que tuvieron ella y su pareja este último año. Dice que este ritual artístico y pasional simboliza la regeneración, la primavera, la alegría y que intentan evocar la belleza del amor y la vida. Saltos, piruetas, carreras en círculo, pavoneo de las alas y estiramiento del cuello hacia atrás son algunos de los muchos recursos que utilizan en sus nupcias. Además, el amor conyugal es para toda la vida o al menos en la mayoría de casos.
Pero cambiando de tema y con un gesto triste e indignado, le sincera como en los últimos años están siendo perseguidas por grupos de agricultores, especialmente en Suecia ya que, debido a su ascenso poblacional, se les achaca estar causando problemas a los campos de cultivo, especialmente en las plantaciones de patatas. “¿Qué vamos a hacer nosotras, tendremos que echarnos algo al estómago para poder seguir volando y cruzar…?”
¡Espera, al fin, ahí está! –exclama mi compañera con una alegría indescriptible empañada en sus ojos. Al mirar al frente, los olivares y campos labrados se ven interrumpidos por una alargada y amorfa masa de agua: el Embalse de Alarcón. Todo el grupo empieza a hacer sonidos roncos y repetidos. El milenario trompeteo de las grullas es más intenso que nunca. La euforia contagia a todo el grupo. Ha sido un viaje largo y duro, pero al final, los campos de cultivo del embalse les esperan como cada año. Justo cuando va a aterrizar y a poner las patas en el suelo…
¡Oye, me quieres pasar de una vez el balón, que estás empanado! Pestañea rápido y de nuevo está en la cancha de fútbol, y su amigo enfrente de él. Le devuelve el balón y siguen jugando. De camino a casa no puede dejar de pensar en lo ocurrido. ¿No habrá sido nada más que un truco ilusorio? ¿O ha sido real? ¿Qué ha pasado? Por unos minutos ha vivido uno de los momentos más mágicos del año junto a esos aviones de carne, pluma y hueso. Ese acontecimiento ancestral que tiene lugar cada mes de noviembre y que es la llegada de las grullas. Aves que desde un tiempo remoto han representado el compañerismo, la solidaridad, el esfuerzo y el amor. Su vida es una odisea y hacen de la nuestra, otra. No quiere darle más vueltas, pero siente que el otoño trae maravillosas historias que descubrir, sabe que las hojas ocres de los árboles le escuchan y les sincera un secreto: si algún día pudiera ser un pájaro, sería, sin dudarlo, una grulla.
Viajero que hacia el polo marcó su travesía,
la grulla migratoria revuela entre el celaje;
y en pos de la bandada, que la olvidó en el viaje,
aflige con sus remos la inmensidad sombría.
Sin rumbo, ya cansada, prolonga todavía
sus gritos melancólicos en el hostil paisaje;
y luego, por las ráfagas vencido su plumaje,
desciende a las llanuras donde se apaga el día.
Huérfana, sobre el cámbulo florido de la vega,
se arropa con el ala mientras la noche llega.
Y cuando huyendo al triste murmurio de las hojas
de nuevo cruza el éter azul del horizonte,
tiembla ante el sol, que, trágico, desde la sien del monte,
extiende, como un águila, sus grandes alas rojas.