Adivina, adivinanza:
“Larga, larga como una soga y tiene dientes de zorra”
De la zarza no es necesario hacer una precisa presentación porque todo el mundo, desde niño, la hemos conocido buscando la golosina de sus frutos, descritos en este otro acertijo:
“Verde fue mi nacimiento,
Colorada mi niñez,
Y ahora que voy para vieja
Soy más negra que la pez”
El familiar conocimiento que las gentes tienen de ella le confiere una gran presencia en refranes, adivinanzas, cuentos populares, textos religiosos, en el arte o en la toponimia.
Pensemos en la zarza que ardía y no se consumía con la que Dios llama la atención de Moisés, antes de encargarle la extraordinaria aventura de sacar al pueblo judío de Egipto, pasaje fundamental del Éxodo que se ha llevado al arte en infinidad de ocasiones desde la antigüedad hasta el siglo XX. Recordemos sin ir más lejos el famoso cuadro de Marc Chagall [1].
Bécquer, Machado, Rosalía de Castro, Unamuno, Carolina Coronado, la han cantado, para bien o para mal, en sus poemas.
Pueblos o parajes de Cuenca, hasta un pajarillo de estas tierras, han tomado su nombre: Zarzuela, Zarza de Tajo, El Zarzoso, el zarcero.
De niño oía narrar con frecuencia el cuentecillo del sastre y la zarza:
El sastre de Cañada cosía de encargo por los pueblos de los alrededores. Solía ir y venir caminando y huyendo de la noche, porque la oscuridad le infundía no miedo, como decía él, sino respeto. Pero un día se le hizo muy tarde y no pudo evitarla. Era una noche oscura, invernal, con un fuerte viento quejumbroso, por momentos silbante y aullador. Enfiló un barranco poblado de vegetación espesa entre paredes de roca y chaparros retorcidos. Iba desasosegado, mirando con recelo a uno y otro lado, a veces volvía la vista atrás como sospechando de una celada.
En un momento determinado alguien lo sujetó con una fuerza terrible del chambergo y oyó entre las voces del viento una voz inhumana que lo amenazaba.
El sastre quería desprenderse tirando con toda su energía hacia adelante, pero una fuerza aún más poderosa lo arrastraba hacia atrás clavándole en su costado la aguda punta de un arma. Quedó paralizado por el terror y ofreció todos sus bienes, rogó y rogó en nombre de sus hijos que quedarían huérfanos, y derramó lágrimas desesperadas. Así transcurrió un tiempo inconmensurable.
Extenuado, rendido, extrañado de no haber sido asesinado todavía, vio que clareaba. La espesa oscuridad de tinta negra se volvía gris y, a su alrededor, todo se concretaba y definía. Fue girando la cabeza hacia su espalda y mirando de reojo con el pavor de descubrir un ser inconcebible, terrorífico. En ese momento la luz todavía débil le reveló que aquel ser agresivo e inmisericorde que lo había tenido inmovilizado durante horas era una simple zarza. Sacó sus grandes tijeras y, como loco, se puso a dar tijeretazos a diestro y siniestro con saña y entre dientes exclamó:
– ¡Ahí te puuudraaaas! ¡Si hubiera sido un bandido o un demonio lo habría hecho trizas igual que a ti, zarza miserable!
No hay quien traspase un zarzal. Sus largos tallos espinosos (turiones) nacen verticales, pero pronto se tienden hacia el suelo formando un arco. Crecen a una velocidad extraordinaria, buscando de nuevo el suelo para enterrarse, volver a enraizar y lanzar otros nuevos en todas direcciones. La energía vital de la zarza es prodigiosa. Todos sus sarmientos, innumerables, sin troncos predominantes, están enredados unos con otros tejiendo una masa enmarañada e impenetrable.
Los aguijones (acúleos) de los tallos finos y jóvenes y del nervio principal de las hojuelas son como uñas de gato: agudísimas y curvadas. Si te agarran no sueltan. Los de los tallos más gruesos, viejos y acanalados, son fuertes, recios y rectos. Aquellos te agarran como garras, estos te hieren como puñales.
Así se protege de los ramoneadores [2] al mismo tiempo que levanta un muro infranqueable para el transeúnte en defensa de los parajes escondidos, de las riberas, de los barrancos húmedos y profundos. El hombre la puede quemar, la puede destrozar con herramientas o máquinas y la zarza, como el Ave Fénix, renace de sus cenizas todavía más robusta y pinchuda.
Tres o cinco hojuelas o foliolos, verdes en el haz y verdiblancas en el envés, conforman una hoja compuesta como los dedos de una mano abierta. Todas las hojuelas nacen de un mismo punto, pero son de diferente tamaño.
En el centro de sus flores hay un estallido multitudinario de estambres. Y bajo los cinco pétalos de color de rosa en diferentes gamas de intensidad hasta llegar al blanco puro, destacan cinco hojillas verdes revueltas que son los sépalos formando un llamativo cáliz.
El fruto es un conjunto de drupas [3] minúsculas, redondas, apelotonadas, formando la mora o zarzamora. Cada frutillo tiene una sola simiente como una oscura lenteja casi inapreciable. Conforme van madurando los hay en el mismo racimo verdes, rojos y negros. Cuando la mora, gruesa y negra azabache, está bien madura, con sólo aprehenderla suavemente se nos desploma en la mano, como si quisiera entregarse para ser comida. Es el momento de hacerlo. Un jugo dulce y perfumado de rosas nos teñirá la lengua, los labios, los dedos del color al que da nombre, el morado.
Es tanta su versatilidad para adaptarse a las condiciones ambientales, según los suelos, la orientación, la humedad, etc., junto a una extraordinaria mutabilidad e inestabilidad genética que los botánicos han tenido que convenir en acuerdos acrobáticos para que el número de especies, ya cuantioso de por sí, no se multiplique, tanto pueden variar sus características físicas. Observan sobre todo la forma de la hojuela grande, el número de aguijones en el tramo medio de los tallos e infinidad de otros detalles. Para nosotros no hay más que una zarza y esas disquisiciones de los sabios nos quedan lejos.
Sin embargo, entre Valdemeca y Laguna del Marquesado, el que sabe distinguirla puede admirar una zarza rarísima, la Rubus pauanus, que sólo vive aquí y en las navarras Sierra de Andía y San Donato y en el cañón de Añisclo en el Pirineo oscense [4]. Hay otra especie (Rubus caesius), rastrera, herbácea, frecuente en terrenos muy húmedos y umbrosos, que teje lazos a ras del suelo. Sólo tiene tres hojuelas. Las flores son siempre blancas y las moras menos ricas, con unos cuantos frutillos nada más en cada una. Esta zarza no nos acuchilla, sino que nos echa la zancadilla.
Pondremos la mora, que no la guinda, a este humilde discursillo con un refrán del que quizás podamos aprender algo:
“Quien en zarzas y amores se metiere entrará cuando quisiere, pero no saldrá cuando quisiere”. [5]
Para saber más
- Plantas medicinales (El Dioscórides renovado). Pio Font Quer. Editorial Labor,S.A. 1985
- Flora Ibérica, Tomo VI. Real Jardín Botánico CSIC. Madrid 2019
- Inventario español de los conocimientos tradicionales relativos a la biodiversidad. MITECO (Ministerio de la Transición ecológica y el reto demográfico). VVAA. Madrid, 2014.
[1] Moisés con la zarza ardiente. 1966. Marc Chagall (1887-1985). Museo Chagall, Niza (Francia).
[2] Herbívoros que se alimentan de ramas.
[3] La drupa es un fruto carnoso con un hueso en su interior como la cereza o la ciruela.
[4] Las diferencias más notorias respecto a nuestra zarza familiar (Rubus ulmifolius) es que Rubus pauanus tiene los tallos algo más delgados y no de color violeta oscuro sino rojo vivo, y que las flores son siempre blancas.
[5] Refranero general ideológico español, Luis Martínez Kleiser, refrán nº 3729, p.41. Ed. Hernando. Edición facsímil. Madrid. 1989.
Amante de la naturaleza. Agente medioambiental de la CH Júcar