Hay un misterioso halo que envuelve al otoño que obliga a enamorarnos de él. ¿Será por las mortajas carmesíes y doradas de las hojas de sus árboles? ¿Será por el réquiem silencioso de los ecos de los pajarillos? ¿Será por el escalofrío del viento al serpentear por sus alargadas noches? ¿O será porque representa el final de una cálida obra que nos deja un aroma de indescifrable sabor? ¿O, quizás, representa la obertura de una pieza dolorida, lenta y larga?
El otoño moja con un amor mortal en la laguna de Uña y buscar respuestas conlleva a un burbujeo de extrañas emociones difícilmente de explicar. Los sauces, chopos y álamos coronan la laguna con una dorada guirnalda. Los quejigos colorean de óxido la fría ladera y encima, la impertérrita piedra, inmóvil en el tiempo. Todo se refleja en la quietud del agua como un espejo. Y al respirar, el fresco aire serrano se teje con el humo de la leña ¡Ese aroma milenario que define al ser humano!
Sin embargo, entre tanta poética humana, una figura llama la atención a la orilla de la laguna. Una sombra de gran tamaño que asemeja a un hombre encogido, a un pescador a deshora. Sin previo aviso, despliega un largo cuello nacido de la nada y acerca su afilado rostro hacia la superficie del agua. De repente, se para. Se queda quieta contemplando su propio reflejo y el tiempo se congela. Los segundos se hacen horas, y los minutos siglos. Sólo la huida del sol, sus últimas caricias sobre Peña Rubia y el frío colándose por las rendijas de los huesos avisan que el mundo sigue su rumbo y… ¡Zas! En un instante se raja el gélido aire y se raja la quietud del agua. La hasta hace un momento escultura, saca la cabeza apresurada y relampagueante del agua con su preciada recompensa: una carpa. Acabamos de presenciar una gratuita y magistral clase de lo que es y significa la palabra paciencia. En este caso: paciencia para vivir, paciencia para sobrevivir a cargo de la garza real (Ardea cinerea).
La garza real es inconfundible. Patilarga. Un metro de altura. Su figura “dinosauresca” se convierte en una sensualidad estilizada al alargar su largo cuello, pero al recogerlo, se transforma en un agarrotado anciano al que sólo le falta el bastón. Viste una gabardina gris cenicienta que recuerda a un deshollinador tras terminar el trabajo en una chimenea bien sucia. Los juveniles la visten sin adornos como auténticos deshollinadores. Los adultos, conscientes de las apariencias, la limpian y la complementan con un mandil y careta blanca, salpicada por una gran ceja negra. Es la garza un pájaro cubierto de ceniza, frío al ojo humano pero elegante. Cuidadosamente elegante. Por ello, alguien decidió otorgarle el solemne adjetivo de “Real”. Aunque aviso para grumetes: nuestra otra garza que cría en la Península es la Garza imperial (Ardea purpurea). Ahí lo dejamos. Pero toda esta indecorosa majestuosidad recae en un gran pequeño detalle junto a sus agudos ojos “reptilianos”. Un punzón amarillo imperdonable, una tenaza afilada que impide el movimiento a quien atrapa. Peces, ranas, crustáceos y grandes insectos son sentenciados con aquella ósea arma. El pico hace a la garza.
El comportamiento de las garzas reales, al igual que la mayoría de especies de su familia (garcetas, garcillas, martinetes, etc.), es comparables al del ser humano. Son animales sociales que duermen y anidan en colonias, en ocasiones grandes y escandalosas. Al empezar el día, sin embargo, como si de un trabajador se tratase, marchan solitarias a ocupar diferentes puntos de ríos, lagunas o embalses. Allí pasan el día de un modo narcisista, mirándose al agua y… ¡zas! fulminando a sus presas. Y cuando acaban el día vuelven cansadas a su concurrida casa. Y es su hogar, generalmente un árbol. Duermen sobre ramas y para anidar instalan voluminosas plataformas ramosas. Son aves “arborícolas” que comparten con otras especies de garzas y garcetas. Ruidosas, alborotadoras e inquietas. Convierten un viejo sauce en una avenida de Nueva York.
Pero como un transeúnte en esta gran ciudad, la garza real tiene un boleto de ida y otro de vuelta. En la provincia de Cuenca y en gran parte de la Península Ibérica son especialmente numerosas en el período invernal. Es frecuente encontrarse con su silueta inmóvil y pensativa en nuestros paseos a lo largo de las riberas. Sin embargo, cuando la primavera muestra sus primeros dientes, aunque muchas se quedan y nidifican en humedales de la península, otras viajan de vuelta al norte de Europa en busca de ese cielo plomizo que tienen dibujado en su plumaje. Allí, cortejarán, construirán el nido, criarán y darán una nueva generación de garzas reales que volverán a visitarnos al siguiente otoño.
La garza real, por un eterno momento, parecía haberse convertido en Narciso para conseguir su presa. Parando el tiempo e interpretando el famoso mito, completamente inmóvil la garza parecía haberse enamorado locamente en su propio reflejo. Cuenta el mito que Narciso, tras este ciego amor propio cayó al agua y murió ahogado. En este caso, cuando la garza real parece caerse es cuando la garza se permite seguir sobreviviendo. Su vista va más allá de su reflejo. Es la victoria de Narciso.
Entre tanto, absorbidos como la mirada de Narciso y la garza en el agua, la noche ha desplegado su manto sobre nosotros. La garza real echa el vuelo, despliega sus anchas alas y lanzando un grito áspero al cielo nos recuerda por un segundo a un dinosaurio, pero es que, ¿acaso no siguen siendo acaso las aves dinosaurios? Con esa pregunta, ese grito ancestral y esa silueta inconfundible en vuelo con el cuello recogido en forma de “S” y las patas amarillas sobresaliendo por detrás de la cola, nos transporta a un tiempo ya perdido. La garza sube a un chopo cercano donde le esperan tres compañeras más. El sueño llama y la noche será helada ¿Qué soñarán las garzas?
Volvemos al pueblo de Uña con ese burbujeo de emociones extrañas, los aromas del silencio serrano, los cotidianos colores de un atardecer irrepetible y… ¡ay! ese invisible sabor a leña de alguna cálida habitación. El otoño, ¿verano herido o invierno adolescente? ¿Una triste alegría o una alegre tristeza? La garza real: narcisista, paciente, social, viajera y silenciosa matadora. La garza y el otoño nos dejan una sensación de amor mortal. Allí, bajo los farallones de la Muela de la Madera al desaparecer las caricias del sol y conocer el sueño de la garza, uno siente lo que pequeño y frágil que es y uno quiere buscar respuestas inmediatas y uno sabe que eso no puede ser y uno siente que aún queda mucho por comprender…