Todo el mundo ha comido lechuga (Lactuca sativa), uno de los cultivos más habituales de nuestros huertos. La lechuga era la base de todas las ensaladas. Hay que reconocer, sin embargo, que en nuestra tradición popular mesetaria y de secano hay quien no la tenía en demasiada estima, como podemos deducir de algunos refranes. “Por comer lechugas me salieron estas arrugas; si perdices comiera no me salieran”. O aquel otro, “De lo que come el grillo, poquillo”. Es un alimento, sin embargo, repleto de virtudes. La lechuga es rica en vitaminas y en minerales. Agradable al paladar y refrescante. En medicina popular se aplicó en muchas dolencias: para combatir el dolor, como digestivo, contra la tos o para calmar los nervios. Y si te restriegas con su jugo lechoso, segregado cuando entallece, desaparecen las verrugas. Los romanos pensaban que si la comías por la noche te ayudaba a conciliar el sueño. Y hasta las niñas se acordaban de ella en sus juegos y cantares: “al corro de la hoja de la lechuga...”
No muchos conquenses se han fijado que en verano por nuestros campos prolifera la especie salvaje (Lactuca serriola) de la que procede la del huerto. Si a la cultivada la dejáramos espigar observaríamos la enorme similitud entre una y otra. Bien es verdad que en la doméstica no hallaremos espinas. Es increíble que esos cogollos tan jugosos sean descendientes de una planta pinchuda. Pero así es, porque la lechuga silvestre que, al nacer, también ofrece sus primeras hojas tiernas y comestibles, agradablemente amarguillas, pronto se defiende con algunos recursos que faltan en la hortícola. Para ello lanza un tallo duro con aspecto de estar seco, unas cerdas como púas que cubren tallo y hojas y una leche aceitosa de olor sospechoso.
La sabiduría humana supo domar a la salvaje consiguiendo que perdiera las espinas y condensara todas sus energías en una proliferación de hojas basales que sabiamente atadas se engrosaran en un grumo.
Comenzó a domesticarse en el Mediterráneo oriental y, a lo largo de los siglos, se han derivado gran cantidad de variedades de las que podemos disfrutar actualmente: entre ellas la lechuga romana (L. s. longifolia) en la que se incluye los supremos cogollos de Tudela, la rizada (L. s. crispa), la acogollada o repollada (L. s. capitata) y la curiosa espárrago lechuga (L. s. asparagina) de origen chino y de la que se consumen hasta los tallos. La lechuga de hojas de roble no procede sorprendentemente de nuestra lechuga salvaje, sino de otra especie silvestre también nuestra, la achicoria (Cichorium intybus). Su cultivo era habitual entre griegos y latinos. Y Andrés de Laguna nos comenta en el siglo XVI: “No hay cocinero tan ignorante que no conozca mejor las especies y diferencias de las lechugas domésticas que el mismo Dioscórides”
Planta de gran altura que puede superar a la de un jugador de baloncesto, pero de poco cuerpo. Sus tallos son más bien delgados y rígidos. Habitualmente consta de uno sólo que se abre en lo alto con varios tallejos florales algo lánguidos al principio y luego desplegados con multitud de florecillas. Con cierta frecuencia, sin embargo, hay ramificaciones desde abajo que le confieren un aspecto más denso.
El tallo de la lechuga silvestre es duro y macizo casi leñoso, liso y blancuzco como si lo hubieran pelado, poblado de espaciadas cerdas espinosas, más abundantes en la parte inferior. Realmente parece seco, pero si le clavas la uña brota una sangre blanca como la leche que expresa que dentro hay mucha vida. Leche olorosa a aceite algo enranciado, óleo antiguo y perfumado de siglos. El látex de las plantas sigue siendo un misterio. Se sospecha que puede cumplir diferentes funciones además de espantar o defraudar a los herbívoros, como protegerse de enfermedades, acumular reservas de nutrientes, etc.
Las hojas carecen de rabillo y se abrazan al tallo con dos aletas de arpón. Estratégicamente ladeadas, con el canto hacia el cielo, alternan en un sólo plano a uno y otro lado del eje del tallo. Así evitan la contundencia del sol veraniego y ahorran agua. A veces se contorsionan para esconderse aún más de los rayos solares. No conozco este fenómeno en ninguna otra especie. Por ello se le denomina planta brújula. Carnosas y jugosas al principio, se vuelven correosas, tiesas, en forma de sierra o cuchilla de rígido cuero verde. Un nervio de color claro, ancho y prominente, destaca en el envés como el lomo erizado de una iguana. El borde es aserrado con dientes grandes y otros intercalados más pequeños, unos y otros coronados de pinchillos. Es un misterio porqué hay ejemplares con las hojas enteras y otros con las hojas de profundos gajos. Evidentemente un contorno sinuoso evita aún más la evaporación.
Cientos de flores compuestas al final de los tallos. Cada una es como una tulipa de hojillas verdes tiznadas de manchas granate que, tras estrecharse por arriba, se abre de repente y se despliega en una corona de diez a veinte pétalos amarillos de cinco puntas. Cada pétalo corresponde a una flor simple. Es su parte visible. La que no vemos, por estar en el interior de la tulipa o receptáculo, es un tubillo largo y delgado.
El fruto es una hermosa estructura estrellada formada por una especie de paraguas blancos vueltos del revés, cada uno de ellos unido por el mango a una oscura semilla. Son los vilanos o remolines. Cuando llega a la cima de la madurez las semillas se sueltan y los remolines salen volando con ellas. Y quedan huérfanos, como una huevera vacía, los huecos o alveolos en los que estaban insertas.
Florece en pleno verano cuando la mayoría de hierbas se han agostado. Con frecuencia parece ya marchita y aún le renacen una florecilla y un par de hojas verdes. Como al olmo de Machado. Es dura, resistente, combativa. En el otoño, que es nuestra segunda primavera, la lechuga silvestre, en menor cuantía, vuelve a brotar y florecer.
El nombre de Lactuca en latín y lechuga en castellano es algo así como un despectivo de leche o leche borde. El latino ya lo usan autores como Plinio y Columela. Además de lechuga silvestre, también tiene algunas denominaciones muy expresivas en castellano: amargón, cardo lechero, cazapuercos, ensalada, panes de pastor, planta brújula o serrallones.
Covarrubias trata sobre la lechuga y lo ilustra aclarándonos dos proverbios. El primero es superconocido: “ “Ente col y col, lechuga”; los hortelanos en sus eras entreponen las hortalizas, y dícese en razón de que en los trabajos se ha de interponer alguna cosa que los alivie”. Y el segundo, ya perdido en el uso común actual: “ “¿Qué tienen que ver lechugas con falsas riendas?” cuando juntamos cosas disparatadas y diferentes una de otra” que viene a ser como “Qué tendrán que ver los cataplines con comer trigo” o “Confundir la velocidad con el tocino”
“Lechuguino” dice tanto de una lechuga germinada en el semillero y dispuesta para ser traspantarla, como de aquel “joven afectadamente elegante y presumido” en términos de Maria Moliner.
Muy abundante y querenciosa de los alrededores de los pueblos, zonas de cultivo, bordes de camino, tierras bajas. Le gusta compartir y entremezclarse con otras especies como bledos, cadillos, cardos, cenizos, cerrajas, correhuelas, mielgas; en general, plantas asociadas a suelos abonados por los usos agropecuarios y la actividad humana.
El lactucario es un medicamento natural parecido al opio por sus propiedades y cualidades físicas, pero con menos agresividad y contraindicaciones. Así lo define el DRAE: “Jugo lechoso que se obtiene de la lechuga espigada, haciendo incisiones en su tallo. Desecado al sol, es pardo, quebradizo, de olor fétido y sabor amargo, y se usa como medicamento calmante”.
Los autores clásicos pensaban que muchas propiedades curativas de las plantas se descubrían observando a los animales. Y es que los animales ya usaban de ellas para curarse a sí mismos. Claudio Eliano nos ameniza al respecto: “Cuando los halcones están enfermos de la vista, se van derecho a los cercados de piedras y arrancan la lechuga silvestre; luego suspenden encima de sus ojos con su jugo hiriente y molesto, y, según va destilando, lo reciben, y esto es lo que les procura la salud. Se dice que los mismos médicos emplean este fármaco para los casos en que así lo requieren los enfermos de la vista, y este método de curación recibe su nombre de las referidas aves”.
Y don Pero Mexía en esta misma línea escribe: “Y el dragón, mascando el zumo de las lechugas silvestres, se purga y se cura”.
Antes que ellos ya nos aportó Dioscórides algunas otras bondades: “…En suma, la lechuga salvaje provoca sueño, mitiga el dolor, atrae el menstruo, y bébese útilmente contra las punçturas (picaduras) del alacrán y mordeduras de los falangios (una especie de araña). Su simiente bebida como aquella de la doméstica, ataja los sueños venéreos y reprime el desordenado apetito de fornicar.”
Que cada uno se sirva de la lechuga de la forma y en el momento que le convenga porque, como vemos, da bastante de sí. Y, a pesar de las refranes que la menosprecian, seguramente no haya frigorífico en el que no la encuentres.
BIBLIOGRAFÍA:
-Flora Ibérica. Plantas vasculares de la Península Ibérica e islas Baleares. Vol XVI (II). Compositae (partim). Real Jardín Botánico, CSIC. Madrid, 2017.
-Historia de los animales. Claudio Eliano. Akal/Clásica, Ed. Akal1989, Madrid, p.104
-Silva de varia lección. Pero Mexia. Cátedra. Letras hispánicas. Madrid, 1989.
-Pedacio Dioscórides Anazarbeo, acerca de la materia medicinal y de los venenos mortíferos. Traducido y anotado por Andrés de Laguna. Amberes 1555. Biblioteca Digital Hispanica. Biblioteca Nacional de España.
-Refranero general ideológico español, Luis Martínez Kleiser. Ed. Hernando. Edición facsímil. Madrid. 1989.
-Diccionario de la Real Academia de la Lengua. https://dle.rae.es/
-Diccionario de uso del español. María Moliner. Ed. Gredos. Madrid, 1980.
Amante de la naturaleza. Agente medioambiental de la CH Júcar