Todo comienza con una respuesta que precede a una explicación. Soy manchego. Las justificaciones son variadas. La mía suele diferenciar entre Castilla y La Mancha, sembrar la duda en mi interlocutor. Es una primera toma de contacto con un mundo que se abre ante sus ojos; dos regiones distintas es esa misma Comunidad Autónoma. Dos regiones que aglutinan tanto que no abarcan para una conversación introductoria. La justificación se produce si existe una interpelación por la otra parte. No se puede resumir la diversidad de La Mancha, ni de sus comarcas colindantes como la Alcarria o la Serranía de Cuenca. Para llegar a esta concreción y ponerla en valor, primeramente, se debe partir de una basta separación.
En este debate, el hilo discursivo pasará por varios temas recurrentes en tantas regiones, hasta llegar, inevitablemente a la despoblación. Aquí se debe hacer hincapié en un aspecto primordial; la despoblación es un denominador común, pero no un factor identitario. Hay otros tantos, casi todos negativos y de los que no nos saltamos ninguno en La Mancha. Desempleo, falta de oportunidades, escasez de infraestructuras, ausencia de representación en un debate nacional, desconocimiento fuera de nuestras fronteras y un largo etcétera.
Pero, como ya he comentado, no me ocupa hoy hacer una crítica de los factores recesivos de mi tierra, eso se ocupará cuando la contraparte sepa quienes somos. La intención de hoy es hacer una pequeña aproximación a La Mancha.
Este primer acercamiento, no puede empezar de otra forma que no sea por sus atardeceres. No hay paleta de color capaz de pintar sus morados y naranjas, no hay tampoco palabras para expresarlos. Sus tormentas veraniegas que son furia y destrucción. Cólera de una tierra hostil y solitaria. El agua retenida por el cielo cae a una sobre sus campos. Un pedrizo que ametralla sus uvas cuajadas año tras año y va a parar al mar subterráneo que sostiene su sequía. Porque La Mancha guarda un océano sin mostrarlo, sin darse importancia, como es Ella, como son sus gentes.
Gente que ahora, orgullosos de su tierra, de sus padres y sus abuelos que la labraron, la ponen en valor, en el valor que se merece. Un creciente orgullo manchego, una llama aún pequeña, pero ya inextinguible. Orgullosos de decir, fuera de nuestras lindes, que somos manchegos. Un orgullo de nuestro queso y de nuestro vino, pero no somos solo eso. No sólo molinos, no sólo El Quijote, tampoco únicamente una llanura sempiterna. Que somos ingenio y cultura. Que somos sostenibilidad y generosidad y talento y vamos a construir un futuro en nuestra tierra, aunque tengamos que emigrar y volver. Las oportunidades futuras están en nuestras manos y no hay otras manos que las puedan entender mejor. Porque el carácter del manchego es inabarcable y son muy variadas sus gentes. Porque comparten el entrecejo cincelado por el sol y por la niebla, que se empadrona en invierno en sus calles y sus campos, que hace que estén atentas a lo que tienen justo delante, a lo que está por venir. Un campo que torna de verde a oro y de oro a verde año tras año y que tiene la capacidad de romperte el alma al verlo atardecer a principios de mayo.