Raúl se giró cuando oyó el golpe del cuerpo de su amigo contra el suelo. La urraca cucaba sus ojos negros e inclinaba el cuello como si le divirtiera la situación:
- ¡Qué impresionables son estos humanos! – exclamó entre carcajadas.
El semblante de Raúl palideció, pero corrió hacia el ave y en una milésima de segundo, mientras intentaba alzar el vuelo asustada, la agarró de las patas. Entre graznidos y soflamas de socorro, el joven la interrogó:
- ¿Por qué hablas en mi idioma en vez de en tus lastimosos gruñidos aviarios?
- ¡Suéltame, sucio humano!
- ¡Habla!
- ¡No es que yo hable castellano, animal! Es que vuestra máquina ha fracasado en su misión principal y ha tomado un giro inesperado: el estallido en vuestras cabezas ha afectado al área del cerebro que se encarga del lenguaje, por lo que ahora entendéis a las aves, como el rey Salomón. Me presento: soy la mensajera y saqueadora oficial de la reina.
- ¿Qué reina?
- La reina de las aves, cuya sublevación se lleva gestando desde el primer día en el que comenzó esta fiesta del demonio. Únicamente nos faltaban un par de humanos con los que ponernos de acuerdo y en quienes confiamos para abrir los ojos a sus compañeros de especie. ¡Despierta a tu amigo y sígueme!
Raúl ayudó a levantarse a Feliciano, que tenía el rostro desfigurado. Le pidió que lo siguiera a él y a la urraca. Tras ella, se cruzaron con el abuelo Tripín, que volvía a casa con un saco lleno de pájaros. Saludó desde la otra acera:
- ¡Vamos, Feliciano! ¡Agarra a esa urraca, que se escapa!
El nieto quiso responder que sí, que iba tras ella, la alcanzaría en breves y le retorcería el cuello con sus propias manos. Sin embargo, lo que salió de su boca fueron unas carcajadas propias de una grulla. Mientras el abuelo se reía contagiado por el nieto, la urraca le pidió que no interactuara más con humanos, o serían delatados.
Caía la noche cuando los tres llegaron a la Cueva de la Zarza, donde les esperaba un representante de cada una de las especies de pájaros que habitaban la ciudad. Cuando la mensajera entró, todos abrieron las alas en señal de respeto. Los dos humanos dudaban si era realidad o ficción lo que estaban viviendo. Quedaron en mitad del claro, mientras la urraca alzaba el vuelo y se posaba junto a un águila real que abrió el pico y comenzó a hablar majestuosamente:
- ¿Qué les queda a los hombres de sus sueños? Solo legañas. ¿Y del respeto hacia la naturaleza? ¡No respetáis a vuestra madre y buscáis que os respeten a vosotros mismos! ¿Qué queda de los sueños de libertad que una vez compartimos? ¿No recordáis que una vez mirasteis al cielo y quisisteis imitar nuestro vuelo? ¿Ahora os tornáis en enemigos? ¡Por simple diversión e ignorancia destruís a vuestros hermanos!
La pareja de humanos no se atrevía a abrir la boca. Se limitaban a mirar de reojo a aquella imponente rapaz cuyo sermón les espetaba sus pecados. El ave volvió a hablar, esta vez en tono condescendiente:
- Amigos, levantad los ojos. No hay rencor en estas palabras que digo. Pero solo hay una religión en este mundo y la habéis olvidado: sois paganos de la libertad. Os ruego que me escuchéis como si fuera el brahmán de esta secta que no tiene dogmas: ¡volad con nuestras hermanas golondrinas, corred con los gamos y nadad con las truchas! ¡Volad!
En ese momento todas las aves que habían estado escuchando se alzaron en el claro. Entonces, como Ícaro y Dédalo, Feliciano y Raúl levantaron el vuelo con ellas. Entre el inconmensurable bando de aves, abajo, distinguieron las luces amarillentas del casco antiguo de Cuenca. Hacia allí volaron y, al acercarse a la Plaza Mayor, pudieron ver la concentración popular que aún seguía celebrando la fiesta. En medio del griterío, la música y el alcohol, alguien gritó:
- ¡Mirad qué cantidad de pájaros!
Los festejantes comenzaron a mirar al cielo nocturno. La música cesó ante semejante espectáculo. Miles de aves volaban en círculos sobre la plaza. Entonces, todos empezaron a sacar sus móviles. El padre Tripín, que se había quedado disfrutando de la noche, apoyó la cerveza en uno de los peldaños de la escalinata de la catedral, abrió la aplicación y siguió con la mirada a su potencial presa: un ave extraordinariamente grande con la que podría optar al premio del concurso.
Cuando la presa estuvo en el objetivo de la cámara, apretó el disparador. El ave comenzó a perder el vuelo y, como una hoja caduca en otoño, descendió en espiral. El padre Tripín disfrutaba cada metro de la precipitada trayectoria hasta que, con un ruido sordo, golpeó contra el suelo a los pies de la catedral.
El silencio se impuso. Las aves desaparecieron del cielo, quedando solo una del mismo tamaño que la que había caído. Tripín se acercó a su presa, y su sonrisa fue tornándose en una mueca de sorpresa. Y después de dolor. Cuando vio a su hijo muerto sobre las frías losas de caliza un grito desgarrador inundó las estrechas calles del casco y las hoces de ambos ríos. Y, desde el cielo, el único pájaro que quedaba gritó:
- Matasteis a quien os quiso enseñar la libertad.