“He conseguido una foto de la nueva versión del ADA. Voy a tu casa y lo vemos.”
Buena noticia, pensó Feliciano, mientras dejaba el móvil a un lado y concentraba nuevamente su atención en el soldador de estaño. Bajo la lupa anclada a su mesa de trabajo, el chip que estaba modificando parecía el trazado de una ciudad moderna, con sus avenidas, rascacielos y centro financiero. En este caso, al tratarse del súper ordenador FSD de un coche Tesla, las dos memorias RAM LPDDR4 simulaban ser gigantescos edificios rectangulares, como si la compañía se hubiera hecho con el control mundial en una hipertecnológica sociedad distópica. A Feliciano no le extrañaría: si Tesla había sido capaz de producir en masa chips capaces de procesar hasta 2,5 gigapíxeles por segundo y 36,8 TOPS… ¿Qué no tendrían ya en su departamento de I+D?
Un portazo a su espalda sacó a Feliciano de su ensimismamiento. Raúl, que bajaba las escaleras del sótano taller atropelladamente, agitaba el móvil en la mano:
- ¡Tienes que ver esto! Casi me cuesta la vida conseguirla, pero se le ve hasta el alma al nuevo prototipo. Mira.
Feliciano observó la fotografía.
- Sí, tiene sentido. Han reformado el transportador de distorsión y redistribuido los difusores neurales. Si las aves contaban con ocultarse entre el follaje, ahora lo van a tener más difícil –Feliciano meditó un instante– Aun así, esto tampoco afecta a nuestros planes. Mira, ya tengo ensamblada nuestra versión del ADA. He modificado el chip Tesla que robamos en el desguace. Emitirá un pulso electromagnético tan potente que interferirá en los ADA originales sin estropearlos. De esta manera, dejarán de detectar a las aves sin enviar señales de error a quienes mantienen los aparatos.
- Estupendo –dijo Raúl, que apenas podía contener su entusiasmo–. ¿Cuándo lo probamos?
- ¡Ya mismo! –respondió Feliciano sonriente.
Cerró la carcasa del aparato y explicó:
- Si todo sale según lo previsto, al darle a este botón el aparato debería cargarse y quedar a la espera. Después, apretando este segundo botón, se realizaría la descarga.
Feliciano apretó el primer botón. El aparato emitió un agudo pitido que se tornó inaudible a medida que su frecuencia iba aumentando. Pero cuando iba a verificar que se descargaba, Raúl exclamó:
- ¡Espera! –Feliciano lo miró con impaciencia– No le hemos puesto ningún nombre. Dicen que da mala suerte no ponerles nombre a las creaciones…
- De acuerdo –accedió Feliciano–. ¿Qué propones?
- Déjame pensar… Nuestro artefacto va a conseguir que los pájaros desaparezcan de la visión del ADA. Así que, ¿qué te parece si lo llamamos… TA-DÁ?
- ¡Me encanta! –dijo Feliciano entre risas– Venga, vamos a probar el TA-DÁ. ¿Listo, Raúl?
- ¡Adelante!
Feliciano presionó el segundo botón. Un pulso electromagnético brutal barrió el sótano. Feliciano, que había accionado el TA-DÁ, se había expuesto muy de cerca a la descarga. Raúl se encontraba un poco más alejado y cubierto por el cuerpo de su amigo.
El pequeño de los Tripines había tenido éxito diseñando el artefacto. Demasiado. Había subestimado mucho el chip Tesla, el cual había demostrado tener una potencia descomunal. Cuando el pulso se descargó, Feliciano sintió algo removerse en su interior, como si estuviera en la cima de una montaña rusa y la vagoneta en la que viajara se lanzara al vacío. A su vez, un destello cegador, más luminoso que mil soles, restalló en su cabeza.
Cuando Feliciano despertó, lo primero que vio fue el rostro preocupado de Raúl.
- ¡Abre los ojos! Madre mía, menudo susto me has dado… ¿Estás bien?
- Sí, creo que sí –respondió Feliciano mientras se incorporaba. La cabeza le daba vueltas y la luz que se colaba por los ventanucos del sótano lo hería, pero no parecía sentir nada serio–. He debido quedarme inconsciente. Dios, qué mal he calculado la potencia…
- Ya te digo. Cuando has accionado el TA-DÁ he sentido como un puñetazo en el pecho, y eso que estaba detrás de ti. No me imagino cómo te habrás sentido tú.
Aún algo confuso, Feliciano se acercó a la ventana del sótano. Quedaba a la altura de su cabeza, así que se asomó fuera. La casa de la familia Tripines era el último adosado de las nuevas edificaciones construidas junto al Museo Paleontológico. Como estaba orientada hacia el este, Feliciano podía ver desde su posición la ladera del Cerro Socorro y al Cristo en la cima. Una luz clara y agradable bañaba la extensión, revelando un paisaje de austera y melancólica belleza. El joven pensaba en las aves: “¿Por qué querremos acabar con ellas? ¿Qué mal nos han hecho? Me exaspera tanta estupidez. ¿Acaso es porque les tenemos envidia? Las aves representan la libertad sin límites, la plenitud y el equilibrio, la inmensidad sin barreras. Sin embargo, parece que las estrechas paredes de nuestra mente nos hacen ser mezquinos y rencorosos, incapaces de apreciar sin apresar, ni de disfrutar sin dominar… Tengo que ayudarlas como sea.”
Enfrascado en sus pensamientos, no se percató de que una urraca se había acercado hasta ponerse frente a frente con él a través del cristal. La urraca miró directamente a los ojos a Feliciano, de una manera tan intensa que el muchacho se impresionó.
- ¡Eh, pazguato! –graznó la urraca– ¿Qué tienes ahí abajo? Déjame ver, tengo curiosidad…
Feliciano se desmayó de nuevo.