¡Click, click, click! El caos se apoderó de la Plaza Mayor. La matanza comenzaba. Entre la confusión, el alcalde, junto al resto del consistorio, se precipitaba hacia el interior del ayuntamiento. Los rumores se extendían entre la masa alborotada, enmudecidos por las continuas detonaciones: el alcalde había sido capturado por la aplicación.
Algunas personas continuaban alegremente disparando, ajenas (probablemente de manera intencionada) a la polémica. El resto se arremolinaba en corros en las diferentes esquinas del Casco Antiguo, buscando y rebuscando en todas las redes sociales y periódicos locales sobre lo acontecido. Rápidamente, los canales oficiales del ayuntamiento anunciaban que la salud del alcalde era mejor que nunca, y que estaba, como el resto de vecinos y vecinas, acabando con aquellas alimañas que hacían volar nuestro pensamiento, alejándonos de lo realmente importante: la reconstrucción de Cuenca. El Excelentísimo se había retirado al Terminillo, donde se había juntado un grupo de golondrinas a las que no había que dejar escapar.
A la familia Tripines, siendo sinceros, no les importaba este suceso. Si el alcalde decía que estaba cazando en el Terminillo, no veían ningún motivo para dudar. El abuelo Tripines, experimentado en la caza menor, dirigía la comitiva familiar. Él conocía los mejores parajes, aunque siempre había cazado en su pueblo, así como en los Palancares, donde había buenos zorzales. Pero él sabía que los vencejos se agolpaban en la Puerta de Valencia, y que desde los Tiradores había una posición envidiable. Los primeros que llegaran se quedarían con los mejores sitios. Así, apremiando a la familia, se dirigió velozmente por las callejuelas bajo los rascacielos de San Martín, cruzando el río y subiendo por el barrio a través de un atajo que él conocía junto a la iglesia del Cristo del Amparo. Habían llegado los primeros, se iban a poner las botas.
Abuelo, padre, madre, tíos, tías y el resto de primos y primas comenzaron a otear el horizonte con sus prismáticos, fotografiando todas las aves que deseaban. El sonido de los obturadores comenzaba a apoderarse del círculo. El nieto más pequeño (no lo era tanto, acababa de cumplir 25 años), con el móvil en la mano, frío de no haberse activado aún, observaba a su abuelo disparando sin control. No reconocía al tierno hombre que había sido su modelo durante aquellos veranos de su infancia que pasaba junto a él y su fallecida abuela en el pueblo. Era la persona que le había obnubilado con sus interminables conocimientos sobre la naturaleza, y le había hecho amarla. Le había enseñado a cazar desde pequeño, al igual que a sus primos y primas mayores. Pero le había enseñado que si cazaba demasiado un año, al año siguiente no habría qué cazar. Algo que no había puesto nombre hasta años después, en la universidad: sostenibilidad. Pero la propaganda lo había cambiado. Lo importante no era tener alimento todos los años, sino acabar con aquellos animales demoníacos, que habían atormentado nuestras mentes, y llevado el país a la ruina.
¡Zas! Una paloma sobrevoló sus cabezas. Su madre, con unos reflejos propios de un portero de balonmano, fotografió el cuello del animal, que cayó a sus pies. El resto de la familia la felicitaba por su incontestable proeza. Todos, menos su hijo. El suceso le retrotrajo a otro episodio de su niñez. Jugaba con los amigos del barrio en una de las plazas del mismo. Un chico mayor, que les vacilaba cada vez que los veía, llegó con una nueva adquisición: una pistola de bolines. Amenazando a los allí presentes con estrenar el nuevo artilugio en sus carnes, decidió arremeter su furia preadolescente contra un ejemplar de paloma torcaz. El pequeño de los Tripines aún recordaba el flujo de sangre de aquel animal símbolo de la paz. Y la reacción de su madre, que se acercó con algunas mujeres más del barrio a reprender una actitud tan malvada e inhumana. La misma mujer que se ataviaba el cuello orgullosa de la caza de tan magnífico ejemplar.
El sol alcanzaba lo más alto, y con el calor apretando cada vez más, la familia decidió retirarse unas horas a comer y descansar en uno de los bares de la Sanfran. Subiendo por la calle Ramón y Cajal, no paraban de escuchar ambulancias. Parece ser que durante la mañana los rumores de personas heridas habían aumentado…