Había llegado el día de la matanza de los pájaros. El día tan esperado en la ciudad de Cuenca. La luz que se filtraba por la ventana del salón traía el susurro de los últimos aleteos de vencejos, gorriones, golondrinas, palomas y halcones. Aquellos rumores fantasiosos e impensables de unos meses atrás finalmente se habían transformado en un acto anunciado e impaciente. Era la mañana de un día de junio bochornoso, quizás excesivo para no haber entrado el estío, cuando la familia Tripines preparaba el material para aquella persecución histórica. Aunque se necesitaba simplemente un móvil y un prismático por persona, habían madrugado temprano, tomado el desayuno alrededor de la mesa de la cocina y organizado aquel evento con una sepulcral parsimonia. Por sus gestos, miradas y pocas palabras parecía imaginar que estaban a las puertas de un viaje a lo largo y ancho del mundo..
Desde el balcón, Feliciano, el hijo único de los Tripines miraba con asombro cómo la calle de las Torres se iba llenando de gente que peregrinaba hacia el casco antiguo. Allí era donde el alcalde realizaría el pregón y luego comenzaría la matanza. Meses atrás, la noticia de este evento había calado muy mal en los ciudadanos conquenses. A caballo entre lo esperpéntico y lo insultante. ¿Cómo iba a ser posible que se quisieran exterminar los pájaros? Aquellos animales plumosos, cariñosos e indiferentes que alegraban las calles y campos. Del gavilán a la totovía; de la perdiz a la golondrina; del ánade al buitre o del águila a la abubilla. Sus colores, su canto y sobre todo su vuelo habían acompañado al ser humano desde hace miles de años. Pero, paradójicamente, era esa capacidad de vuelo lo que había llevado al ayuntamiento de Cuenca a realizar aquel acto histórico e inaudito. Un hecho necesario, así lo decían ellos. Se había llevado a pleno y se había decidido que los pájaros eran seres indignos, infames, malvados, influyentes y que transmitían a la sociedad valores que no ayudaban al ser humano. Volar era un pecado. Al principio, algunas voces institucionales habían planteado atrapar los pájaros en enormes redes y cortarles las alas. De esta forma, convirtiéndolos en seres estrictamente terrestres, no podrían transmitir su energía soñadora e inquieta. Pero esta posibilidad era impracticable. Por ello, finalmente se aprobó la llamada “Erradicación de alimañas voladoras” que en las aceras era llamada alegremente como “la matanza”. Carteles, pegatinas, radio, televisión, periódicos y una constante persistencia en las redes sociales convirtió aquella inicial barbaridad en un acto que todos esperaban con respeto e impaciencia. Sólo se hablaba y escuchaba sobre ello desde Villaluz al Castillo. Además, la técnica era sencilla y sofisticada: tras visualizar el pájaro a través de los prismáticos, simplemente había que lanzar una foto con el móvil mediante una aplicación que el propio Ayuntamiento había desarrollado. Esta aplicación mataba al animal al instante y guardaba una foto automáticamente, denominada como “El último vuelo”. Para más inri, al finalizar la matanza las fotos podrían subirse a la aplicación y se celebraría un gran concurso fotográfico. Diferentes categorías de fotografía que otorgarían a los ganadores los máximos honores de la ciudad. Para la gente conquense, había llegado a adquirir un carácter desafiante y divertido.
La familia Tripines, cruzando ya el puente de la Trinidad, se agolpaba entre la muchedumbre que subía cantando con una felicidad casi exagerada. De todos ellos colgaban los prismáticos del cuello, y eran numerosos quienes llevándolos a los ojos señalaban al cielo y gritaban que ese iba a ser para él. Los niños chillaban, los grupos de jóvenes con la cerveza en la mano venían sin dormir y gente mayor conversaba felizmente. Ni la mañana de Viernes Santo ni el día de inicio de San Mateo habían cautivado tanta gente como aquel día. Las calles Palafox y Alfonso VIII eran un auténtico hervidero que unido a que el sol iba escalando en las paredes del cielo, se convertían en un agobio inflamado de fuego. Costaba respirar a ratos y algunas personas desfallecían de ataques de calor.
Finalmente, estaban en la Plaza Mayor. Cerveza, charanga, carcajadas, disfraces ornitológicos, sombreros de plumas, pitos como reclamos de aves. Aquello era una fiesta inimaginable. Entre toda aquella parafernalia, los vencejos, aviones, urracas, palomas, gorriones y, en lo alto, los halcones jugaban indiferentes con los últimos rizos sedosos del aire estival. De repente, el alcalde de la ciudad salió al balcón del ayuntamiento y un ruido ensordecedor cubrió la plaza. Inmediatamente, como si un Miserere de Viernes Santo fuera, un silencio sepulcral cubrió los rincones de la Plaza Mayor. El alcalde comenzó el discurso, mientras la familia Tripines y resto de conquenses, escuchaban las palabras “caza de los pájaros”, “incitación a lo imposible”, “no hay derecho a volar”, “la razón de ser del ser humano” con alegría y orgullo. Sabían la grandeza del momento. Estaban impacientes. Justo en las últimas palabras, al dar el pistoletazo de salida, un pequeño gorrión se posó en el hombro del alcalde…