Zeus visita Cuenca VI

Zeus visita Cuenca VI

Que Dios hubiera comunicado su intuición de que en la ciudad de Cuenca existía una maligna presencia que buscaba a Zeus sirvió al olímpico como confirmación de sus propias impresiones. No se podía decir, por tanto, que lo tomara por sorpresa esta revelación, pero tampoco que estuviera tranquilo. Si este ser fuera un feroz enemigo que le desafiara armado con una espada bien templada y protegido por una bella armadura y un refulgente escudo, o si se tratase de un ejército bárbaro que viniera a conquistar o arrasar a sus protegidos, Zeus se habría arrojado a la batalla con bravura, incluso con socarronería. Pero lo que tenía ante sí era la nada, una sombra fugitiva, ni tan siquiera un reflejo, lo que resultaba más amenazante que el más terrible de los guerreros. ¿Qué rostro poner a aquello que amenaza ocultamente? ¿Qué cualidades atribuirle? Siempre las más temibles para uno mismo, tal es la naturaleza del pensamiento.

En cualquier caso, y a pesar de no revelarse plenamente, este ser era tan poderoso que su presencia podía influir en Dios. Y… ¿No había notado Zeus que algo extraño pasaba? Desde que llegara a Cuenca, en dos ocasiones se había sentido confuso, algo que hacía milenios que no le sucedía: una, al salir del bar Tu Rincón, cuando esperaba ver ralear la oscuridad y, sin embargo, se encontró con la misma noche cerrada con la que accediera a la taberna; la otra, al regresar al punto en el que aterrizó en la plaza de la ciudad, donde un vistazo le bastó para constatar que los transeúntes y demás partes móviles de esa escena parecían repetir su itinerario, como si de una actuación se tratara. Sí, sea lo que fuere lo que acechaba, debía ser tenido en consideración.

  • ¿Me ayudarás? -preguntó Zeus a Dios- Acompáñame. Entre los dos podremos descubrir qué es lo que se esconde en esta ciudad.
  • Me temo que eso es imposible -repuso Dios sin pesadumbre ni explicaciones superfluas-. Esto es algo que tienes que hacer tú solo. Ve, hermano. ¡Demuestra eres el valeroso guerrero del que tanto se ha cantado! En otras lides aún más terribles te has encontrado y siempre has salido victorioso. ¡Zeus, rey del Olimpo, en ti confío!

Y mientras esta jaculatoria reverberaba entre las paredes del templo, Zeus, mostrando un semblante en el que se reflejaba una determinación y convencimiento supremos, desanduvo sus pasos en el interior de la catedral. Al regresar a la calle, habló con Hermes, que seguía esperando al pie de la escalera.

  • Ahí dentro habita un dios, aquel que nos desterró definitivamente de recibir las honras de los humanos. He hablado con él, pero no me he mostrado belicoso, pues ha venido a advertirme de que un peligro se cierne sobre mí. Lo presiente, y yo también -dijo, mientras sus ojos se elevaban hacia un punto inconcreto del cielo-. Hay que descubrir qué pasa, Hermes. Tengo una fuerte intuición y no me gusta nada.
  • Yo te ayudaré, Zeus. Repartiré observadores por cada rincón de esta ciudad. Les daré orden de que me avisen en el momento que encuentren algo fuera de lugar.

Asintiendo gravemente, Hermes marchó a cumplir su cometido. Zeus quedó a los pies de la catedral. Sus guedejas blancas combinaban con la blanca fachada; su apostura lo hacía digno de morar en ella.

“Es curioso cómo pasa el tiempo”, cavilaba el dios. “Acuden a mi memoria recuerdos de juventud: cruentas guerras, apasionados amores, extenuantes celebraciones… Tenía la fuerza de mil bueyes. Nada ni nadie podía detenerme. Derroté a todo aquel que trató de someterme. Doblegué a mis enemigos y quebranté a los que se opusieron. Lideré una rebelión. Destruí un sistema que me parecía impropio, implantando otro según mi voluntad. Y, sin embargo, ahora… Voy buscando aventuras como si fueran la excepción, cuando antes se me presentaban por pura inercia. Salgo a escondidas de mis dominios. Se me encoge el corazón escuchando historias de fantasmas. Pero no, me niego. ¡Aún queda vitalidad en mi interior! La misma sangre que animaba mis miembros sigue fluyendo por estas venas. Soy Zeus, rey del Olimpo, padre de dioses, derrocador de titanes, el que porta el rayo y trae consigo el trueno. ¡No me dejaré atemorizar!”

Renovada su confianza, Zeus se metamorfoseó en águila para iniciar su búsqueda por la ciudad.

“Empezaré por aquella taberna en la que estuve al llegar”, se dijo. “Hablaré con Dioniso, que seguramente siga de celebración, por si acaso él pudiera darme alguna pista”.

Tras el corto trayecto, se posó en la rosada acera, encarado hacia la entrada del Bar Tu Rincón. Empujó la oxidada puerta y accedió a la sala en penumbras. Al instante percibió que la atmósfera del lugar había cambiado. Parecía que se hubiera enrarecido el aire, como si fuera más viscoso, y un tufillo dulzón se imponía al olor a humedad habitual.  El tabernero, con su calva refulgiendo bajo un apocado foco, mantenía su cuerpo inclinado sobre la barra al tiempo que agitaba arrítmica y espasmódicamente la cadera. Miraba lascivamente hacia el interior de la sala adyacente. Zeus se puso en tensión.

  • ¡Dioniso! -gritaba mientras cauteloso se iba adentrando en la caverna- ¡Dioniso, responde! ¿Dónde estás?

El tabernero, adicto a lo que estuviera contemplando, ignoraba al dios. Zeus se asomó al interior de la sala. Se horrorizó. Los restos de su hijo Dioniso, decapitado y desmembrado, eran acarreados por toda la estancia por criaturas de pesadilla, que brincaban y reían como lunáticas. Máscaras deformes, o quizás fueran rostros reales, con la textura de la corteza de roble, miraban con ojos desorbitados y alzaban y zarandeaban los pedazos del alegre dios. Millanis y Barrera, los jóvenes que en su momento aceptaran el reto de Dioniso, ahora oficiaban como pervertidos sacerdotes de un ritual demencial. Millanis agitaba la cabeza decapitada de Dioniso con su mano en alto y Barrera bebía ávidamente el contenido de su jarra. Los asistentes, que festejaban con las mismas ganas que antes, parecían hipnotizados por las palabras de la pareja.

  • ¡Amigos! ¿O quizás debamos llamaros bacantes? Al final la fiesta sigue gracias a este pequeño –dijeron, riendo desquiciadamente y meneando la cabeza de Dioniso. Alternaban las frases, como si estuvieran conectados telepáticamente- ¡Hoy es el gran día! Tenemos la sangre y la estamos mancillando, ¿no es así?

Los asistentes respondieron enardecidos. Una joven lanzó un trozo de pantorrilla por los aires. Un muchacho obeso mascaba bovinamente un pálido anular seccionado.

  • Invocaremos al glorioso. Retornará y dominará el mundo, y nosotros seremos sus siervos eternos.

Millanis y Barrera comenzaron a salmodiar unos versos, suavemente al principio, pero cada vez más rápidos.

αυτό που μπορεί να κοιμηθεί για πάντα δεν είναι νεκρό

Με το πέρασμα των περίεργων αιώνων

Ακόμα και ο θάνατος μπορεί να πεθάνει

Cuando cesaron de recitar, volvieron a hablar a la vez con voz normal:

  • Debe finalizarse el ritual: sangre del enemigo, sacrificio del amigo.

Engulleron el bermejo contenido de las jarras y saltaron hacia delante, donde una suerte de torbellino de oscuridad había surgido. Se precipitaron en el pozo sin emitir una sola exclamación ni modificar un semblante que conjugaba demencia y júbilo, como el de un santo a las puertas de la muerte que experimentara un momento de éxtasis.

Varios minutos pasaron sin que nada sucediera. Pero poco a poco, de un punto indefinido, un rumor empezó a extenderse. Al principio grave, profundo, más sentido que oído. Surgía de la oscuridad, retumbando en el pecho, en las paredes, en las cuencas de los ojos. No era un ruido informe: parecía que se modulaba, ascendía y descendía, como si se modificara a voluntad. En definitiva, parecía que el sonido formara… palabras. Ahora el suelo empezó a temblar, incrementándose hasta suponer un movimiento desequilibrante.

Cuando parecía que la atronadora confusión no podía crecer más, con el suelo abriéndose, las paredes desgajándose, los presentes derribados por doquier, se hizo el silencio. De repente, un puño gigantesco, titánico, atravesó el suelo, el techo, el edificio. Se proyectaron cascotes a kilómetros de distancia; Teo el tabernero y sus alocados clientes fueron desintegrados.

  • ¡ZEUS! -aulló una rugosa voz, desquiciadoramente – ¿¡DÓNDE ESTÁS!? ¡Al fin he regresado. Recuperaré lo que un día me arrebataste… Terminaré la tarea que comencé y en la que fui vilmente engañado… ¡He venido a por ti, HIJO MÍO!

Cronos, padre de Zeus, dios del tiempo, había escapado de la prisión a la que fue desterrado cuando los dioses olímpicos se rebelaron contra los titanes. Cuenca fue construida encima por sus primeros pobladores, ignorantes de este hecho. Ahora, tras milenios de confinamiento, Cronos retornaba clamando venganza.

Zeus se detuvo un instante, contemplando cómo el coloso se alzaba desde las entrañas de la tierra. La batalla llamaba de nuevo a su puerta. Tendría que armarse, convocar a un ejército y librar una gran guerra. Una media sonrisa se dibujó en su rostro.

“¡Vamos allá!” 

Esta entrada tiene un comentario

  1. Juan Antonio

    Este episodio me ha dejado mas desconcertado que los anteriores,pues esperaba que todo fuesen alucinaciones producto del resoli.SIGO Esperando el desenlace.desde luego se demuestra conocimiento de la mitologia

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