Zeus visita Cuenca (I)

Zeus visita Cuenca (I)

Caía la tarde sobre la Tierra y Zeus, repantigado en su imponente trono negro de mármol pulido egipcio, observaba aburrido los jardines del Olimpo. En él retozaban diversos animales sagrados en perfecta compañía, a pesar de que algunos eran presas naturales de otros: había leones, ciervos, tigres, jabalíes, serpientes, ratones, tortugas… Sin embargo, dado que eran alimentados con ambrosía dos veces al día y que llevaban conviviendo juntos milenios, sus instintos depredadores y de huida se habían atrofiado, siendo sustituidos por otros más propicios a su estilo de vida, como el de la holgazanería y la glotonería.
  • ¡Rayos y centellas! –exclamó Zeus– ¡Cómo me aburro! ¿Es que yo, Zeus, rey de los dioses, no tengo derecho a algo de diversión? Llamaré a mi sirviente. Confío en que a él se le ocurra alguna idea para divertirme.
Y Zeus, empleando una potente voz de trueno, llamó a su copero Ganímedes, que acudió presto a la base del trono.
  • ¿Qué desea, mi señor? –preguntó solícito.
  • Ganímedes, necesito algo de distracción. Paso los días sentado en este trono, sin hacer nada aparte de observar cómo estos animalejos se pasean y duermen, duermen y pasean, sin siquiera molestarse en pelear unos con otros. Así pues, dime: ¿Qué puedo hacer para entretenerme?
Ganímedes, tras unos segundos de reflexión, contestó:
  • Bueno, señor, ya sabe usted que, aparte de escanciar su vino como nadie, tengo otras… virtudes que siempre le han agradado y que, si no me equivoco, son las causantes de que me raptara para traerme a su lado –respondió, mirando de soslayo a Zeus.
  • No, ahora no estoy de humor para eso. A ver, dime otra cosa.
  • Pues bien, puede ir a charlar con las tres parcas. Seguramente tengan información interesante acerca de su futuro.
  • Olvídalo. Esas viejas me dan repelús, siempre tan atareadas con el hilo, la rueca y las tijeras. ¡Imagina que al hablar con ellas cortasen el hilo de mi vida por error! No, gracias.
  • De acuerdo entonces. ¿Y qué le parece si se acerca a los aposentos de Hera, su mujer, a ver qué está haciendo? –propuso Ganímedes, esbozando una sonrisa inocente, sabiendo sobradamente que Zeus y Hera no se soportaban.
  • ¡Ni hablar, Ganímedes! ¿Es que quieres que te fulmine ahora mismo? ¡Más te vale que la próxima propuesta que hagas sea buena, porque si no…!
Y mientras terminaba la frase, alargó la mano hacia el reposabrazos derecho de su trono, donde un águila dorada aferraba entre sus garras unas afiladas varas con forma de rayo. Ganímedes, que sabía que Zeus era colérico e irreflexivo si algo lo irritaba, dejó de bromear al instante y propuso a su señor la opción que consideraba más interesante:
  • Señor, le ruego que me disculpe, pues no era mi intención ofenderle. Escuche, tengo una última propuesta que seguro le agradará y, si no lo hace, puede alimentar conmigo a Cerbero.
  • No dudes ni por un instante en que lo haré. Habla.
  • ¿Por qué no baja a la Tierra? Hace tiempo que no pasea por allí y, según cuenta Hermes, los seres humanos han cambiado muchísimo desde los tiempos de Troya. Por lo visto, ahora todos llevan el fuego allá donde quieren sin temor a quemarse ni apagarlo, y también son capaces de comunicarse a miles de estadios de distancia sin necesidad de alzar la voz.
Zeus quedó pensativo, con una mano todavía tendida hacia los rayos mientras que con la otra se mesaba las pobladas barbas blancas. Finalmente, tras una tensa espera en la que Ganímedes se vio a sí mismo siendo despedazado por las tres cabezas del perro de Hades, el rey del Olimpo relajó su postura y dijo:
  • Buena idea, copero. Es cierto que ya no disfruto de la Tierra como antaño, cuando era más joven y tenía el vigor de un toro. ¡Está decidido! Bajaré nuevamente, a ver si son ciertas las historias que cuentas.
 Sin más dilación, Zeus se irguió en su trono y se desprendió de su manto de carnero. En un instante, donde antes se encontraba la escultórica figura del dios de dioses, apareció una imponente águila que, lanzando un potente chillido, se precipitó entre las columnas del majestuoso salón. Toda la noche pasó volando sobre la Tierra, moviéndose de unas regiones a otras, tratando de decidir cuál sería el punto en el que aterrizaría. Finalmente, cuando ya estaba amaneciendo, una pequeña población mitad roca, mitad hiedra lo convenció de descender. Se trataba de Cuenca, la ciudad que había hecho del abrupto terreno su principal virtud. Zeus, todavía en forma animal, se posó sobre la gárgola del ayuntamiento y observó la Plaza Mayor. Muchas cosas habían cambiado desde la última vez que visitó a los humanos, pero lo que más impresión le causó fueron los coches. Se le antojaban bigas, o carruajes de carreras, donde el auriga, en lugar de ir de pie gobernando a los caballos con la brida y la voz, se introducía en una especie de habitáculo desde el que dirigía el vehículo accionando una rueda giratoria con sus manos.
  • ¡Por todos los titanes! –exclamó– Ese sí que es un extraño artificio. Pero no sólo eso es raro: ¿Dónde están las murallas de esta ciudad? ¿Cómo es que nadie va armado ni hay patrullas por las calles? Desde luego, estas gentes no parecen preocupadas por un asalto… En fin, hay mucho que debo conocer y mejor será que lo haga desde cerca.
Así que observó atentamente el aspecto de un transeúnte y, tras descender a una de las callejuelas que bordean la plaza, se metamorfoseó a su nueva apariencia. Zeus comenzó a pasear por el casco antiguo de Cuenca, siendo mucho lo que desconocía de ese nuevo mundo que había dejado de realizar sacrificios en honor a las deidades. Casi todo le causaba admiración: desde los materiales –seguro que Hefesto podría fabricar una magnífica armadura con esta… “alcantarilla”– hasta la variedad de colores y formas que adornaban las casas y calles. Abstraído en sus pensamientos, Zeus fue descendiendo de la parte alta de la ciudad. Tras varias horas deambulando, con el sol ya oculto tras el horizonte, el dios llegó a una calle de estrechas y rosadas aceras. Alzó la mirada y leyó en un cartel: Bar Tu Rincón.
  • ¡Pero si está aquí la entrada al Tártaro! –dijo sorprendido– Pasaré a conocer al barquero Caronte. Él me podrá contar si las almas de los muertos han cambiado tanto como lo han hecho sus portadores en la superficie.
Al abrir la pesada puerta, lo que se mostró a sus ojos no era lo que cabría esperar de una entrada a los dominios de Hades. En lugar de una oscura gruta que descienda hacia un abismo, aparecía una sala iluminada por luces sin llama que, desde unos extraños aparatos, parpadeaban y emitían pitidos estridentes; la humedad típica del subsuelo tampoco se apreciaba, ni reptaban gruesas raíces ni insectos entre ellas. Sí podía olerse cierto aroma a cerrado, como cuando se abre un baúl largo tiempo enterrado, pero esto era lo único que Zeus podía asociar con su idea de una profunda sima. Tras la barra que dividía la estancia por la mitad, un mortal que sostenía con su nariz y orejas un artilugio frente a sus ojos lo miró con expresión ausente. Zeus, cuya naturaleza divina percibió que no estaba ante Caronte –quizás sí ante uno de sus hijos, pues el aspecto malhumorado y los ropajes oscuros eran semejantes a los del viejo barquero–, saludó:
  • ¡Larga vida, portero del inframundo! Soy Zeus, dios de dioses, y solicito tu guía para descender a los dominios de Hades.
  • ¿Eh? –respondió el individuo.
  • Vaya, este mortal padece de sordera –dijo para sí Zeus que, alzando la voz, continuó– ¡Yo te saludo, Vigilante! Guíame hasta el Tártaro, donde tu padre Caronte deberá cruzarme al otro lado.
  • ¿Qué dices? ¿Qué Tártaro? –y añadió, apuntando con un dedo al padre de dioses y hombres– A vacilar te vas a tu casa, ¿eh? Esto no es la entrada al inframundo. Aquí se sirven bebidas y, si quieres, puedo ponerte una jarra de cerveza.
Zeus, que no estaba acostumbrado a que nadie le replicara, decidió pasar por alto tan agresiva actitud a fin de no ofender a su hermano Hades al maldecir a uno de sus siervos. Así pues, decidió aceptar la bebida. Cuando la probó, la primera impresión que tuvo fue que no era precisamente ambrosía lo que bebía; la segunda sensación fue que, al menos, estaba tomando algo distinto a lo que venía consumiendo los últimos siglos, lo cual era de agradecer. Concentrándose en este último pensamiento para mantener su cólera bajo control, el rey de los dioses permaneció en la estancia, tomando una jarra de cerveza, dispuesto a desvelar el misterio que ocultaba aquel extraño lugar.

Esta entrada tiene 4 comentarios

  1. M. Elena

    Zeus es un borrachin.
    Espero la segunda a ver que le ofrezcan al Dios Supremo. Un buen morteruelo sería lo más adecuado.
    Mi tía Angustias es la que mejor lo hace. !!
    El sabor es mitológico.

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