La torridez del verano y la sequía habían convertido las hierbas y las matas en esculturas de sal quebradiza, como Yavé a la mujer de Lot. Crujían y se deshacían bajo las pisadas. Las ocasionales tormentas de septiembre, las primeras lluvias otoñales, las nieblas y el rocío mañaneros llegaron como un bálsamo a la tierra quemada. Renació la hierba en los rastrojos y en los yermos. Reverdeció la tierra. Los musgos, empapados de bruma, esponjaban las piedras. Las cerrajas, las lechugas silvestres, las malvas florecían de nuevo. El otoño siempre llega como una segunda primavera. La tierra resquebrajada sanaba las grietas de sus heridas. Los tallos y los prados recuperaban la blandura de la fertilidad.
Los robles carrasqueños aguantarán sus viejas hojas, ahora ocres y verdinosas, durante todo el invierno. Las tirarán en primavera cuando nazcan las nuevas. Los chopos de las hoces se doran y el álamo temblón enrojece. Los pinos, las sabinas, las hiedras resaltan más aún su perenne verdor.
Hay en las umbrías un soplo húmedo y un aroma a mantillo fecundo. El suelo mojado de los prados se mulle y en los montes y en los campos surge una fermentación nutricia, una descomposición perfumada que no nos sugiere la muerte, sino la resurrección.
La luz declinante del otoño da densidad a la sombra y frondosidad a la vegetación. Las laderas de los cerros adquieren una piel más lozana y espesa, los desnudos calveros de la luz cenital ahora se repueblan de presencias umbrosas.
El cielo de verano había sido un desierto azul en el que el sol se abrasaba. Al compás del renacer vegetal, brota en el cielo un nuevo mundo de fantásticas floras y seres fabulosos. Tierras celestiales de vellones de lana, rotundos promontorios de algodón, sierras nevadas de las que descienden anchos ríos de espuma. Bosques, islas, mares y ciudades perdidas en los confines inalcanzables del espacio.
El crepúsculo de otoño precipita al sol en el abismo. Tras los lejanos montes, ha estallado un incendio, una explosión de luces y colores. Las montañas y los mares celestes de algodón se inflaman. Un cósmico ascuarril al rojo vivo se extiende y amenaza con abatir la bóveda. Un universo incandescente frente a nuestros ojos deslumbrados. Un fuego de otro mundo se ha impregnado de rojos irreales y cegadores, arreboles, azules delicados, tintos resplandecientes y naranjas de luz, almagres encendidos, dorados abrasándose, turquesas y aguamarinas de los mares helados, el fuego entre la nieve, grises de acero y de humo…. El cielo inmenso apabulla la superficie de la tierra, la oscurece y la ciega hasta anegarla en tinta negra.
Levanto el vaso de agua clara hacia el horizonte en llamas de poniente como en un rito de consagración. El agua y el cristal han adquirido una sublime trasparencia más allá de todo lo mensurable. Agua y cristal, sublime trasparencia. Y al acercarlo a los labios se produce un milagro: el agua se ha colmado en el fondo del vaso de todo el esplendor de las luces y colores del cielo. Y en el último sorbo todo me lo he bebido y me he iluminado por dentro.
El ocaso, tras esto, se deshace en ceniza.
