Todas y cada una de las mañanas del largo invierno acudíamos a la escuela provistos de un leño de estufa. Como se te olvidara el combustible, el maestro te mandaba de vuelta a tu casa.
-¡El que no tiene cabeza tiene que tener pies! ¡Hala, hala! ¡Alma cántaro!
La estufa era asamblearia, y a escote, pero, sin lugar a dudas, extremadamente clasista, pues sólo se calentaba satisfactoriamente, y con creces, una élite privilegiada: el maestro que la tenía al lado y alguno de los mayores de las filas delanteras.
Dos clases variopintas en edades desde los seis a los catorce. Una exclusivamente de varones con su maestro, la otra de hembras con su maestra. La de las chicas estaba en la planta de arriba y no las veíamos ni en pintura. Nos mirábamos como seres extraños. Su existencia la constatábamos, sobre todo y con intensidad, las tardes del mes de mayo cuando se sobreponía por encima de cualquier otro fondo sonoro el atronador y agudo coro de finas vocecillas cantando con elevada emoción:
¡Venid y vamos todas con flores a María,
venid y vamos todas con flores a porfía,
con flores a María que madre nuestra es!
Y si, al entrar o salir, momento de máxima proximidad, querías hacer un intento de comunicación o contacto verbal con una alumna, antes de que enjaretaras la frase, ella, ni corta ni perezosa, sin saber qué le ibas a decir, te soltaba con el ceño fruncido y en jarras:
-¡Qué guacho más tonto!
Así que les escurríamos el bulto. Y ellas a nosotros.
Aprendíamos a leer y a escribir en las Cartillas. Luego entrabas en los contenidos con la Enciclopedia Álvarez. Yo creo que la Enciclopedia tenía la ilusión de alcanzar la fama y sustituir la que en Francia engendró la famosa Revolución. Sin duda para prevenirla.
Era la Historia Sagrada la primera materia con que se iniciaba la Enciclopedia. Pocos controlaban los problemas matemáticos, pero no había ni uno que no nos supiéramos al dedillo las intimidades de Sansón, los aprietos de Moisés o el juicio de Salomón.
Allí asimilábamos conceptos tan esenciales como la importancia vital del descanso semanal y lo pernicioso que era el alcoholismo.
Vuelvo a leer el tema 22 de “Formación Político-social” (1) y extraigo:
“El origen del descanso lo encontramos en el diario de la creación del mundo. “El séptimo día Dios descansó”. El tercer Mandamiento nos ordena santificar las fiestas y descansar. Además es necesario para nuestro cuerpo y para nuestra alma…Los chinos no tienen descanso semanal y son fisiológica y espiritualmente inferiores a los demás hombres. Por obligación y necesidad descansemos. Pero empleemos bien el descanso.” Espero y deseo que a los chinos se les haya ido ya el enfado por aquello y que no nos guarden cara al futuro el más mínimo rencor.
La lección 2 de HIGIENE trataba del alcoholismo y sus consecuencias. Como colofón a una serie de loables e instructivos consejos para evitar semejante lacra, nos ilustraba sobre sus consecuencias con nuevos datos de parecida precisión científica, pero con más altas miras: “Es peligroso para la raza, porque sus descendientes son casi siempre defectuosos y enfermizos, y por este motivo, poco a poco, ocasiona la debilidad y extinción de la misma”. “
–¡Así hemos salio nosotros!, apostillaban algunos.
El bagaje con el que la minoria ilustrada se despedía de la escuela rural era en Geografía el recitar en verso los partidos judiciales de Castilla la Nueva, aunque para forzar la rima se colase alguna población intrusa (2), y en Gramática Española saberse de memoria, que no es moco de pavo, “El gaitero de Gijón”.
La Enciclopedia planteaba las lecciones de una manera simple, breve y contundente, con la particularidad de que su título lo repetíamos al menos dos o tres veces, e, incluso más, si no teníamos a mano la respuesta:
–¡Los fenicios! exclamaba el maestro a modo de pregunta.
Y el que estaba “in albis” respondía:
–Los fenicios…. Los fenicios….Los fenicios…..los fenicios….Y cuando el maestro se cansaba ¡plaf! ¡guantazo al canto! Y asi sucesivamente. Para cerrar la ronda de los ignorantes volvía a preguntar, ahora sí, a uno de los escasísimos sabios:
-¡Los fenicios!
–Los fenicios. Los fenicios procedían de Fenicia y se establecieron en el sur de España. Eran comerciantes y avaros, pero más civilizados que los españoles primitivos, respondía ufano y con aplomo el alumno estudioso.
-¡Muuuy bien! ¡A ver si tomáis nota los ceporrros! ¿Para qué queréis esa cabeza llena de serrín? ¿Para llevar la gorra?.
A veces se mezclaban las lecciones de Historia de España con las de Geometría:
–Los fenicios. Los fenicios son una línea recta.
Estallido de risas y capón en el cogote del interpelado.
Otro dia cualquiera :
–A ver… tú. Los artículos determinados.
Silencio sepulcral.
–Sí hombre sí. ”Él”. (Ahora el maestro estaba de buenas):
–”Él”, repetía el chico.
Silencio.
–”La”, volvia a empujar el maestro, haciendo un extraordinario alarde de paciencia y generosidad.
Y rápido saltaba el alumno:
-¡Ya lo sé! ¡ya lo sé! LA LO LI.
Estallido de risas, porque de todos era sabido que el tarugo bebía los vientos por la susodicha y de vez en cuando la perseguía para tirarle de las trenzas.
Don Sabino regía la clase de los chicos como si se tratara de un ejército. Había implantado con puño de hierro un régimen militar, seguramente remedando el vigente de la dictadura de Franco, que estaba en todo su triunfal apogeo. Disponía bajo su mando generalísimo de unos cuantos capitanes entre los más brutos y aguerridos de los mayores. Por debajo, a las órdenes de aquellos, estaban los sargentos que ejercían a su vez el mando sobre la purriela de la tropa. Los capitanes imponían su poder sobre sargentos y soldados, a veces con dureza y despotismo y siempre con la aprobación de Don Sabino. Podían tener a cualquiera durante toda la mañana con el arma de una escoba enarbolada sobre la grieta de una ratonera, de las muchas que había por los rincones, esperando que saliera el roedor para atizarle. Y podían arrebatarte impunemente el lapicero o la goma, sin posibiidad de recurso a la instancia superior.
D. Sabino disponía de una regla milimetrada de madera que usaba como palmeta. Un día encomendó una misión a uno de sus más expeditivos capitanes. Este aguerrido compañero fue a la ribera del rio y cortó de una de las grandes sargas una buena vara. La operación debió ser ardua porque el expedicionario tardó un par de horas en volver. Cuando regresó, D. Sabino tuvo la gran ocasión para probar sobre él la eficacia del nuevo recurso educativo. El mimbre fue un gran progreso pedagógico porque si la regla producia un dolor plano que se extendía desde la palma de la mano hasta el codo, el nuevo invento provocaba un desabrimiento y escozor agudo que te salía por los ojos. No le supo bien al capitán el salario de su trabajo porque gruñó y maldijo por lo bajinis y, como Aníbal, prometió odio eterno al romano.
Tanto mandaban los capitanes, sin embargo, que se les subió el cargo a la cabeza y así como los constructores de la Torre de Babel idearon llegar al cielo y ser como Dios, pensaron que por encima de sus estrellas no había nadie y se vieron en la misma cumbre en donde regía Don Sabino con toda su gloria. Así que un día, en que el generalísimo no calculó bien y con el cimbreante mimbre castigó en exceso al capitán más afamado, se sublevaron y proclamaron un violento golpe de estado.
A las voces de auxilio del maestro acudieron algunos hombres del pueblo, entre ellos el tendero y dos mozos de mulas que pasaban con sus yuntas. Al irrumpir en la escuela vieron, con pavor e incredulidad, que en el suelo, pataleando, se debatía en una batahola de brazos y piernas infantiles, abatida y humillada, la máxima autoridad del magisterio.
Con frecuencia llevaba cajitas de pasteles y se los iba comiendo él sólo con deleite y regodeo, mientras los muchachos salivábamos, con los ojos abiertos como platos. Era un desafío y una crueldad ver cómo extraía de la caja depositada en su mesa, ante nuestras narices husmeantes, aquellas golosinas que con tanto gusto paladeaba. Me temo que el maestro disfrutaba aunando dos placeres: el dulzor de hojaldres almibarados y cremas tostadas con el espectáculo de cincuenta pares de ojillos sin pestañear, hechizados ante la visión celestial, y cincuenta puntas de lenguas humedecidas que desbordaban el recinto de la boca y se paseaban infructuosamente por las comisuras de los labios.
Era habitual que, tras la ingesta, extrajera unos papelillos del bolsillo de su chaqueta y que se concentrara en desenvolverlos minuciosamente. Uno era blanco y otro azul. Tras llenar a medias un vaso de agua del botijo, vertia primero el contenido del blanco. Cuando a continuacion vertía el contenido del azul se producía una fascinante reacción de chisporroteo y estallido de burbujas. ¡Eran polvos mágicos! En ese momento elevando el vaso hacia el cielo y observándolo reverentemente en un rito de consagración, declamaba como si orara:
–Brujeriles polvos son
de la Madre Celestina
y del Padre Cucharón.
Quien los toma con fruición
se asegura y se destina
una buena digestión.
–Aaaj!! Exclamaba satisfecho.
–Brrruuorp!! Culminaba finalmente en la apoteosis de un erupto.
En las tardes aburridas entretenía el rato cronometrando la salida y llegada del coche de línea:
–Ya ha salido de Cuenca.
Y se paseaba entre los pupitres, mentón subido, enarbolando la vara como si fuera un sable. Silencio.
–Ya va por La Melgosa.
Y todos lo contemplábamos como a un profeta bíblico que deambulara parsimoniosamente entre una muchedumbre expectante. Silencio.
–Ahora sale de Mohorte.
Y cuidado con rechistar, pues la vara tenía ojos y conocimiento y, aunque el gerifalte estuviera ausente en el camino de Cuenca, si alguno abría la boca para romper el interminable silencio le caía rauda tras las orejas como si tuviera vida propia.
–Ya cruza Vegafría.
¿Por dónde será eso? A todos nos daba escalofríos al pensar en el paraje y en la vara amenazante.
-Ya va por Las Zomas.
Y nos venía la imagen del cerrete sobre el que se recortaban las pocas casas contra la sierra, su pequeña iglesia con espadaña y su laguna verdiazul en el hueco del otero semihundido.
–Va pasando por al Molino Tercero.
Todos veían el edificio grande y renovado, la presa honda que lo alimentaba, los huertos familiares.
–¡Mira, ya ha dejado atrás el Molino Segundo!
Del que sólo quedaban unos montones informes de piedra sin labrar y una espesa multitud de rebrotes de olmos.
–Ya lo veo frente al Molino Primero.
El más cercano y pequeño de los tres molinos harineros, pero en plena actividad.
Todo lo íbamos viendo con nuestros ojos imaginativos, como si realmente estuviéramos junto a la misma cuneta.
-Acaba de pasar el Vivero.
El corazón se alteraba ligeramente ante la inminencia del desenlace.
-¡¡YA ESTÁ AQUÏ!!
Y en ese preciso momento, como si el autobús respondiera a sus palabras, se oía el largo pitido ronco y poderoso de “La Rápida”. Era un buque de guerrra que entraba victorioso en el puerto seguro de la patria. Y los chavales estallabamos en vítores y aplausos.
El bullicio del pueblo traspasaba los muros y las ventanas de la escuela. Se compaginaba el mundo interior de la clase con los prosaicos acontecimientos exteriores. Los quejumbrosos carros de madera con yantas de hierro. Los pares de mulas con la percusión rítmica de sus pezuñas. Los rebuznos trompeteros de los imprescindibles burros. Los coros ovinos acompañados del tañido de tangarros (3) y cencerros. El golpeteo sonoro, encendido, del marro en el yunque de la fragua. Las blasfemias de los mozos de mulas y de los pastores:
-¡Me cagüeeeeeeen Dios!
-¡Me cagüeeeeeeenel copón!
Y a veces, saltábamos de los bancos y nos amontonábamos en las ventanas para ver cómo se tiraban de los pelos, arrastrándose por el suelo polvoriento, las dos vecinas irreconciliables. Todos juntos, como pacíficos ciudadanos observando el espectáculo en la compañía, armoniosa y fraternal por una vez, de la curiosidad infantil del anciano Don Sabino.
- Nótese la similitud con la famosa Brigada Político-Social (BPS). P. 602 tema 22.
- En Cuenca los embutíamos en una cuarteta:
Cuenca Belmonte, Motilla,
Tarancón, Uclés, Cañete,
San Clemente, Minglanilla,
Priego, Almodóvar y Huete.
- Conquensismo por changarro, cencerro grande.
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BIBLIOGRAFIA:
-Enciclopedia Alvarez Tercer grado. Ed. Minón Valladolid, 1964.
Amante de la naturaleza. Agente medioambiental de la CH Júcar