Lejos quedan ya aquellos tiempos en que perros y niños sobrábamos en casa, de tal manera que ambas especies no teníamos más remedio que acogernos a la ancha protección del cielo y coincidir permanentemente en las calles. Perros y niños zascandiléabamos de sol a sol por el pueblo y alrededores. La relación no era demasiado buena a pesar de la cotidiana proximidad. La expresión “apedrear perros” no era sólo una metáfora, era, con demasiada frecuencia, literal constatación de un hecho real que se quedaba corta: Se apedreaban perros y se les ataban latas y colgajos. Y nos reíamos del pobre animal cuando, angustiado, corría gañendo con el rabo entre las patas. Si se apareaban no había clemencia, ni comprensión, se les golpeaba con una vara, para que se “enligataran” (1). Trabada lastimosamente la pareja, tiraba uno para un lado y otro para el otro sin poder desunirse. Y se les seguía apaleando. Hacerlo era de machotes. Un jolgorio. Frecuentemente, y con razón, cobrabas un mordisco.
Los perros balduendos eran abundantes y despreciables. Pasto de la crueldad.
No era tan frecuente como hoy tener perro, a no ser que fueras cazador o ganadero. Los chihuahuas y perritos falderos vivían en las casas de las marquesas. En las tainas y corrales del pueblo: careas para el ganado y galgos para la caza sin escopeta. ¿Quién tenía escopeta entonces? Muy hábiles perros pastores y cazadores, educados sabiamente por sus amos, de altísima estima hasta el día en que perdían las facultades. Ese día el animal era abandonado o aparecía colgado de cualquier chaparro.
Pero los tiempos cambian. Afortunadamente. Al menos para los perros. Y también para los niños. Menos mal que todo aquello fue una pesadilla que quedará en el pasado culturalmente remoto, que nunca volverá. Espero.
Ahora amamos y cuidamos a nuestros perros. Y a nuestros niños.
He salido a caminar muy temprano. ¡Si no aprovechas la dulzura de las mañanas veraniegas de Cuenca…! El último junio va creciendo en soles y hay que evitar que sus agobiantes mediodías nos atropellen sin haber previsto un lugar donde ser aliviado por las caricias de una sombra fresca.
No había todavía mucho trasiego. He encontrado, sin embargo, perros que arrastraban a hombres y a mujeres solitarias. Y es que me daba la impresión de que eran los humanos los que estaban atados, porque los animales iban adelantados y a donde querían, imponiendo su ritmo, llevando consigo, a veces haciéndoles dar pasos en falso, a sus amos.
Los perros ya no trabajan. No tienen oficio, pero sí dan beneficio, porque llevan a cabo una obra aún más valiosa: Aliviar la soledad y la tristeza humanas. Siguen, sin embargo, siendo madrugadores, así se podía apreciar en sus ojos vivos, sus orejas atentas y su paso ligero. El hombre a la zaga, soñoliento, mirada perdida, algo abatido, metamorfoseándose en la figura cuadrúpeda de su perro amo, paso a veces apresurado a la fuerza. Da la impresión que los han sacado de la cama en contra de su voluntad para el paseo canino.
A veces un perro encuentra a un congénere y se lanzan uno hacia el otro con buenos o no tan buenos deseos ¿quién sabe? Entonces sus respectivos humanos se ven arrastrados por la correa que los ata y tienen que aligerar sus perezosos y torpes pies. Y mientras los perros se hociquean o se huelen el culo, o son retenidos tenazmente para que no lleguen al contacto físico, los humanos hablan de ellos, de los listos que son y lo bien que les comen, de la salud que disfrutan o de las enfermedades que han padecido últimamente, de la edad y de lo que les falta por crecer, de cuándo lo han llevado o lo tienen que llevar al veterinario. Aquel se ha puesto a gruñir como un loco, y a amenazar al compañero echándole el aliento y mostrándole los feroces caninos.
- ¡Es que tiene un genio…! Explica el propietario.
De vez en cuando encuentras a uno en una esquina, junto a un árbol o contra una pared, levantando una de sus patas traseras y soltando un chorro amarillento que impregnará hasta la próxima lluvia el ancho de la acera. A veces, cuando se le antoja, el perro acuclilla sus cuartos traseros y, ante la presencia fiel del hombre, el perro caga. (Siempre me habían dicho en el colegio que hay que salir cagado y meado de casa. Pero el perro es un rey, es inviolable y tiene sus privilegios). Normalmente el humano recoge cuidadosamente el excremento y aquí no ha pasado nada.
Un señor muy bajo y muy grueso, chato, con un perro paticorto, cabezorro, gordo y chato. Ambos con andar trabajoso y tambaleante. El mismo andar los dos. El mismo gesto de pocos amigos. El perro con la pesadumbre de un hombre sedentario, perezoso y coleccionista de mantecas. El hombre con la pesada mansedumbre del perro que apenas lo sujetan las patas. Sigo observando parejas humano-perrunas e intento detectar todos los lazos que los unen. En esto, pasa un hombre larguirucho y extremadamente delgado de rostro alargado y hocico fino y pronunciado. Lo arrastra un estilizado galgo español de patas larguísimas y vientre tan sumido que las traseras parecen unirse al cuerpo por un hilo de cintura. Pasa una alma en pena con el rostro ancho y caído como derritiéndose, las orejas grandes y abatidas, caída de ojos en una mirada de tristeza profunda y unos metros delante un perro pachón compartiendo la “pesombre” (2). No hay animal que no se parezca al amo. Y el amo se amolda aún más para parecerse a su animal.
Por el camino Cañete he ido haciendo “slalom mierdero”, eludiendo los mojones que algunos despistados (los menos) se han olvidado de recoger.
Dos señoras, posiblemente abuelas, hablan una frente a otra. Al aproximarme, me percato que una de ellas fue una antigua novieta a la que no me apetece saludar. Quiero escabullirme y no me da tiempo. Ella que me ve me llama:
- ¡No te escondas, no! ¡Ven aquí, chaval, que no cambias!
Me aproximo intentando forzar una sonrisa poco creíble seguramente y una excusa absurda.
- ¡Coño, ni me daba cuenta!
Al aproximarme veo en sus brazos un perrillo de aguas minúsculo, más pequeño que un gato.
– ¡Mira que ricura! Es lo más bonico y gracioso que he tenido en mi vida.
– Ya…ya….
El perrillo no parece real. Es una miniatura textil con un botón de caucho negro por morrillo y dos oscuras bolillas de cristal, por las que me mira con indiferencia.
Le halaga con mil carantoñas, le dedica mil palabras amables y lo besuquea apasionadamente en el hociquillo de goma.
- ¡Ay mi chiquitíiiin, mi pichurríinnn! ¡Que me lo como!
Antes de irme no me puedo callar:
– A mí no me decías esas cosas.
– ¡Es que tú no eras tan guapo!
He cruzado el parque San Fernando y el de Los Príncipes y ya había madrugadores sentados en los bancos o en el césped mientras los perros sueltos corrían y saltaban. Un perrazo con aspecto feroz viene como una flecha hacia mí y me lame la mano. Me da miedo, la verdad, no puedo evitarlo. Debo pensar que quiere jugar, pero tengo recuerdos y una cicatriz en la pantorrilla. No sólo estoy incómodo, sino que puedo entrar en pánico y salir, vergonzosamente, corriendo. En éstas, el perro, que debe pensar, tras lamerme, que soy comestible y que estoy razonablemente deseable, se ha abrazado a mi pierna e inicia un culeo libidinoso. ¡Joder lo me faltaba: Ser violado por un cánido! Quiero que me deje en paz y le doy la voz para expresarle que no quiero cuentas con él y que no le doy permiso para que después de lamerme, comprobar que estoy sabroso y de violarme, me desayune.
- ¡Tuuúso!
Exclamo instintivamente.
¡Maldición! ¿Por qué se me habrá ocurrido abrir la boca? El dueño, que hasta entonces se encontraba sentado en el césped, distraído mirando el móvil, se levanta de un salto, como movido por un resorte explosivo, con el rostro crispado, y se me encara:
– ¡¡¿Cómo que “tuso”!!? ¿Por qué insultas a mi perro? Y si te digo yo a ti ¡¡TUSO!!.
– Hombre, yo no soy un perro. Cuando quieres que un perro te lama, le dices “¡cho!” y viene y te lame y tú lo acaricias, pero si viene y te lame sin tu permiso, tienes que decirle “¡tuso!” para que guarde un respeto y sepa que no quieres relaciones no consentidas. ¡SOLO SI ES SI!
– ¿Pero qué coño dices? ¡Gilipollas! ¡El perro es más listo que tú y además mejor persona que toda la mierda de gente como tú que hay en este mundo de mierda!
Considero, quizás estúpidamente, que debo agotar el diálogo, aunque el tibio y dudoso humor no me ha funcionado como recurso desescalador. Yo, que proclamo la buena armonía, no puedo caer en la trampa de la provocación. Voy a razonarle:
– ¿No piensa usted por un momento que debemos tenernos más afecto, mantener la calma y evitar en la medida de lo posible el enfadarnos? Es posible que, sin darnos cuenta, y con todos los respetos, pongamos el mundo al revés y resulte que los perros manden y quedemos las personas a su servicio.
-Pues sí, porque son más listos y mejores personas.
-Pero nosotros somos las personas y debemos tenernos en más consideración. Está bien querer y mimar a nuestros perros, pero debemos querernos y mimarnos a nosotros también.
– ¡Vete a la mierda, tontopijo! ¡A mí me da igual la gente y menos la gente como tú! Porque yo lo que más quiero en este mundo es a mi perro.
Una huida a tiempo es una victoria. Media vuelta.
Cuando empezaba a calentar, he puesto la proa hacia la casa que mi amigo el Angelete tiene en los hocinos del Huécar. Sería una delicia ampararme al abrazo refrigerante de sus gruesos muros centenarios. Entrar allí en verano es un bálsamo. Fuera, bajo la noguera centenaria que crece junto al rio, se está divinamente a primeras horas de la mañana y últimas de la tarde, pero desde media mañana dentro de la vieja casa se está en la gloria. Y el largo paseo me está haciendo sudar la gota gorda.
Sentía, además, la necesidad de reconciliarme con el género humano. Ampararme en los brazos de un amigo y reconfortarme en su mirada afectuosa
¡Y recuperarme, coño, del sofocón mañanero! ¡Joder! ¿Para qué habré madrugado?
Entro en la sala acogedora, frecuentada y amiga, y ¡me sobresalto! Sobre el sofá, ocupando todo su anchura y longitud, un enorme dogo alemán de pelaje leonado. Su vista me ha sobrecogido. Más bien me ha acojonado.
– ¡Nooo…sabía que teníais…perro!
– Ni yo tampoco hasta la semana pasada. Es una maravilla. Es de la raza más delicada y pacífica. En tan poco tiempo ya es parte de la familia. ¡Nuestro primer perro! Estamos encantados. Es que todo el mundo tiene. Y éste es una joya. Los psicólogos lo recomiendan y aseguran que para la formación emocional y afectiva del niño es muy importante. Es más listo que el hambre. Entiende todo lo que le dices. Sólo le falta hablar. Y es tranquilo y cariñoso.
– ¡Menos mal! porque tiene una boca en la que cabe mi cabeza. Ya pesará sus buenos kilos, ya.
– Este es un macho joven, de adulto puede llegar hasta los noventa.
– ¡¡Noventa kilos!! ¡Dios santo! Yo peso sesenta y tres. ¡Es un caballo carnívoro! ¿No lo habrás sacado de las cuadras de Diomedes?
– ¿El qué? ¿Quién?
– No….na.
Ha ido a por una silla para mí. Su mujer, él y yo en sendas sillas, el niño sentado en el suelo jugando con un perrete de peluche y el perro gigante y vivo ocupando en toda su amplia extensión el sofá de cuero. Si saber ya muy bien qué decir porque la presencia del perro dominando el salón me resulta inquietante, me he levantado y me he puesto a hacerle cucamonas y tonterías al niño.
Y, para mi sorpresa, va y me suelta el colega:
- Oye macho, no le hagas todas las carantoñas al chaval, porque el perro se suele poner muy celoso, si no se las haces también a él. ¡Dile algo, acarícialo, hombre, no le tengas miedo que es una malva y lo está esperando!.
He salido por pies. He puesto tierra por medio. No sé si volveré, porque tengo fija la imagen aterradora de un carnívoro gigante con dientes como sables. ¡¡Y, encima, CELOSO!!
(1) Conquensismo referido al fenómeno natural por el que perros y lobos quedan unidos, si poder separarse, en la cópula.
(2) Conquensismo ya en desuso. Se refería a la tristeza o a un dolor profundo del alma. No he encontrado un término equivalente en el diccionario. Aunque esté hermanado al término culto “pesadumbre”, expresaba un sentimiento más amplio del ánimo, porque puede abarcar desde una murria, añoranza, a un intenso dolor anímico, incluso a una depresión o desazón desesperante.
Amante de la naturaleza. Agente medioambiental de la CH Júcar