“De la magnífica prisión kantiana sólo es posible evadirse ingiriéndola. Es preciso ser kantiano hasta el fondo de sí mismo, y luego, por digestión, renacer a un nuevo espíritu” J. Ortega y Gasset
La filosofía, lejos de ser —como algunos pretenden— un asidero frente a las inseguridades y ambigüedades en las que nos hundimos a lo largo de nuestro breve parpadeo en la existencia, puede llegar a convertirse en un cúmulo de inquietantes confusiones. En el plano teórico, la filosofía no es más que un “andar a tientas”, tal y como la describe Kant en la Crítica de la razón pura. Más allá de su estudio teórico a través de la academia, la filosofía es también un foco de oscuros quebraderos emocionales.
Por eso, nunca imaginé que sería a través de Kant (un filósofo imperativo, sentencioso y frío, extremadamente meticuloso en sus análisis) que encontraría una respuesta a mis propios enredos existenciales. Más insólito me pareció encontrar esa respuesta a través de Ortega, en un pasaje en el que reconoce no haber salido de esa prisión kantiana hasta hacía poco tiempo, y que había vivido en ella envuelto como en una “atmosfera”, llegándola a considerar su propia casa. Se trata de un pasaje casi intimista, en el que Ortega confiesa cómo la filosofía kantiana ha absorbido su forma de ver el mundo, hasta tal punto que durante al menos la mitad de su carrera intelectual había sido incapaz de escapar de ella. Condicionándolo silenciosamente.
La filosofía kantiana concluye en un exacerbado subjetivismo: tan solo podemos conocer lo que nosotros mismos ponemos en los objetos. Es decir, tan solo conocemos la forma en la que conocemos, las estructuras y normas que rigen nuestro conocimiento. Fuera del entramado de esos condicionamientos que permiten el saber está el mundo, la cosa en sí. Lo que nosotros podemos alcanzar es tan solo la forma en que se presentan los objetos a nuestra forma innata de conocer. Lo que posibilita el conocimiento, es también su propio límite. Aquello que queda más allá de nuestros barrotes subjetivos es el noúmeno, que es en el fondo todo aquello que no soy yo mismo —la infinita otredad—.
Por mucho que queramos extender hacia afuera nuestros tullidos brazos, no podremos siquiera rozar otra cosa que no seamos nosotros mismos, nuestra piel porosa, en la que nos perdemos, sin referencia, en una inmensa profundidad colmada de subjetivismo y mismidad. Nuestra celda se nos aparece como un finis terrae, límite inabordable de nuestro reducido horizonte.
Superados ya todos los prejuicios kantianos sobre el conocimiento, seguimos acusados de un omnipresente subjetivismo, a través del cual nos estampamos frente al mundo, como contra un panel de cristal, incapaces de comprender nada que esté al otro lado. El acentuado individualismo de las sociedades occidentales consiste, en el fondo, en una incapacidad para ver, cada cual, más allá de su gigantesco ombligo. Lo que se traduce sin remedio en una incapacidad para comprender lo que se presenta como extraño y ajeno, lo esencialmente impropio. Cada uno de nosotros, tristes habitantes de un mundo reducido a mónadas, somos nuestros propios carceleros.