Fuente imagen de cabecera: José Manuel Martínez Cenzano
He vuelto a sentarme en aquel olvidado banco. He subido la cuesta que lleva hasta la pequeña plaza empedrada y lo he encontrado, tan viejo como siempre; lleva perdiendo astillas desde la primera vez que lo visité. La ladera de la montaña que se ve desde allí se hunde decenas de metros hasta llegar a la ribera de un río. ¿Erige montañas el agua?
No creo que el banco vaya a aguantar mucho más en este estado. Todavía te puedes sentar, balancearte horizontalmente en él, porque su estructura está cediendo al peso mismo del tiempo y el clima. He notado cómo todo acaba por sucumbir. Aunque algunos objetos y personas viven en un final que nunca termina. Se alarga como si todos los días se llamaran igual y acabas perdiendo la noción de cuándo todo empezó a ser así. Después se pierde la referencia de uno mismo y tienen que arrancarte el hígado a picotazos. Peor destino sin duda.
Poca gente pasa por aquí. Este es uno de esos bancos que buscan los adolescentes para beber, fumar y equivocarse. Antes solíamos venir, cuando no conocíamos el frío y la lluvia no podía mojarnos, aunque nos calara. Después los intereses nos separaron y todos y cada uno de nosotros fuimos en busca de otros rincones igualmente acogedores. Recuerdo que fue entonces cuando por primera vez sentí que la ausencia, el abandono y el final, son categorías fundamentales de nuestra existencia. La infancia empezaba a convertirse en un recuerdo vago, y con una mezcla de estupor, euforia e indiferencia nos encontrábamos bajo el umbral de una nueva etapa, de la que apenas sabíamos aquello que nuestros deseos y esperanzas nos contaban. Fue también el momento en el que supe que nada de lo que se deja atrás vuelve, por más que te aferres a la nostalgia, y que incluso aunque repusieran las tablas de este banco y lo anclaran con firmeza al suelo, no sería el mismo; igual que no fue el mismo Ulises el que retornó a Ítaca.
Me he quedado un rato mirando la lejanía y pensando en todo esto, pero poco después he sacado los aparejos y me he puesto a dibujar. Tras mis primeras trazadas he descubierto siluetas humanas cayendo desde el cielo, como en el cuadro de Magritte. En el fondo, una montaña en escorzo sale del dibujo llevándose todo por delante. Súbitamente, un intenso olor a podrido ha llenado el ambiente y he comenzado a sentir el espacio sacudiéndose. El atardecer ha desaparecido y la luz se ha atemperado con calidez; poco a poco las sombras se han consumido. Tras de mí he escuchado cómo se desemperezaba una espalda. Al girarme he visto cómo de entre una grieta en la roca han surgido fantasmagóricas imágenes de muerte. Me han amenazado insidiosamente. Dicen que han venido a hacerme daño, lanzan advertencias desde sus pozos malolientes. El miedo pone sus límites a mi alrededor. Al momento, he notado unas manos grasientas cerrándose sobre mi cabeza, haciéndome gritar. El peligro acecha, quiere arrancarme del banco a lametazos. Me aferro a su madera astillada, pego la cabeza a sus tablas mientras busco en mi pensamiento una rendija por la que escapar.