Tiempo de aceitunas. La hermana Pepa y el hermano Rano.

Tiempo de aceitunas. La hermana Pepa y el hermano Rano.

Se trata de uno de los relatos del libro Buena gente del campo, la lectura recomendada por la biblioteca Luisa Sigea del Instituto de la Mujer de Castilla La Mancha, el 15 de octubre, con motivo del Día de la mujer rural. 

El hermano Rano sigue cogiendo aceitunas del árbol. Lleva un cestillo sujeto en la cintura que se va llenando con ellas.  Caen desde las ramas después de que las manos expertas las desprendan del tallo sin hacer apenas fuerza. Se requiere destreza para ordeñar el árbol dejándole vacío de fruto y, sin embargo, con las hojas intactas en las ramas, sin que caigan al cesto junto a las aceitunas.

La hermana Pepa y el hermano Rano saben cómo hacerlo. Llenan sus cestos antes que nadie y luego caminan a vaciarlos en la espuerta grande, que hay que ir acercando a uno conforme se va avanzando. Él, con sus piernas arqueadas, moviendo el cuerpo con una agilidad inusitada para su edad, a pequeños saltos como el animal del que recibe el nombre. Ella, luciendo una sonrisa que solo se apaga cuando se enfada con su marido.

—¡Venga, date prisa! ¡Que te estás durmiendo!

—Cállate ya.

—¡Ay, Dios mío! ¡Vaya ser que me ha tocado en suerte!

— Y que lo digas. ¡Vaya si has tenido suerte! El que no la ha tenido he sido yo contigo.

—Sí, ¡mira qué suerte! Más gandul que siete suelas. Cuando le da por dormir, entra en letargo. Se tira más de diez días sin salir de la cama. No se levanta ni para comer. Y porque no le llevo la comida, que si no, todavía no se habría levantado.

— ¿Es verdad, hermano? ¿Puede estar usted diez días sin comer?

— ¡Ea, qué remedio! Esta mujer no me hace comida …

—¿Qué no te hago comida? Estaría bueno. Si no te levantas para ir a trabajar, ¿para qué vas a comer?

—Estaría enfermo…

—¿Enfermo? La gandulería es la enfermedad que ha tenido siempre.

—Pues bien que te gustaba que no saliera de la cama cuando nos casamos…

—Anda, no digas guarrerías delante de las chicas.

—Bien que me querías entonces…

—Anda, que eso sí que se te da bien, hacer el payaso para que todos se rían.

—¡Ea, mujer! Por no llorar, que me pongo más feo (hace muecas con la cara)

—¿Por qué no se ríe, hermana Pepa? Ay que ver qué gracioso es su marido…

— Pues a mí, maldita la gracia que me hace.

—¿Vosotros veis? Pues siempre es igual – Y luego, con gestos de resignación, mirando a su mujer – Es que contigo no hay quien pueda. Siempre de mala leche.

—La que me pones. Anda, so gandul, déjate de cigarros y ayúdame con la espuerta.

—Si es que no sabes vivir. A ver ¿qué malo hay en echarse uno un cigarro a media mañana?

—Eso cuando está uno en el bar. Aquí se viene a trabajar.

—¡Ni que fueras el ama! Menos mal que no mandas, que si no, nos hacías echar el bofe. Toos no somos como tú, que disfrutas trabajando.

—No, si ahora va a resultar que trabajo por vicio. 

—Ea, pues sí. Lo que no es normal, no es normal.

—¿Qué dices? ¿Qué no soy normal?

—Lo normal es descansar un rato, ¿no os parece chicas?

—Sí, sí. El hermano tiene razón. Vamos a calentarnos las manos a la lumbre.

— Pa que luego digas. Si no hubiera echao lumbre, ahora no se podían calentar las chicas.

— Hermana Pepa, venga a calentarse un poco.

— Ella no necesita calor. Es como los lagartos y las culebras, tiene la sangre fría.

— Tú sí que eres lagarto.

— No, yo soy Rano. Por eso me enamoré de ti, porque eras de la familia.

— Hermana Pepa ¿usted no tiene frío?

— Si lo tengo, me aguanto.

— ¿Las manos no se le congelan con lo frías que están las aceitunas?

— Eso pasa si vas despacio, pero si vas deprisa, entras en calor.

— ¿Y el chatillo de vino con la guindilla que te arreas por la mañana antes de salir? Eso también te entona el cuerpo.

—¿Yo vino? ¡Habrase visto! Lo que tiene que oír una. No he catao el vino en mi vida.

— No se enfade. Es una broma.

— No hay mejor cosa pa no tener frío, que el picante con el vino. Los días de invierno, tal como hoy, te echas un trago, te comes una guindilla y te entra un calor que te abrasas.

— Lo que hace es que te quema el gaznate.

— Y en ayunas, te quema hasta el estómago.

— Este ser tiene estomago pa to.

— Ya ves. Lo he tenido para casarme con una vieja como tú.

— ¡Anda con el joven…!

 

 

  Los hombres terminan el cigarro y las chicas se calientan las manos en las brasas que quedan de la hoguera. Hoy, el hermano Rano dice que no hace falta mantenerla encendida hasta la comida, porque va a calentar el sol.

—Si no levanta el viento, va a hacer un día bueno de aceituna.

—Venga, vuelta al tajo.

 

Emprenden el trabajo en silencio. No se oye más que el canto de los pájaros y el ruido que hacen las aceitunas al caer.

—Tan callaos esto parece un entierro.

—Cuente usted un chiste, hermano Rano.

—Es que la hermana Pepa no me deja.

—Como si te tuviera yo que dar permiso para eso.

—Pues eran dos que estaban en el campo y les vinieron las ganas…

—Un chiste marrano no.

—No, si digo las ganas de hacer de vientre. A todo el mundo le pasa ¿no?

—Ya, que te conozco, que eres un marrano.

—Pues cuéntenos un cuento.

—Que no sea de miedo.

—Para miedo el que pasé ayer. Todavía no me explico cómo me pudieron levantar del suelo.

—Nosotros no te levantamos.

—Ya. Entonces ¿Quién lo hizo?

—Te levantaron los espíritus.

—Sí hija mía, eso es verdad. En eso no miente el hermano Rano. Menudo respeto le tiene él a los muertos…

—Pero ¿cómo van a levantarme los muertos?

—Pues haciéndolo. Ya lo viste.

—Es que no me lo creo.

—Pues no te lo creas, da igual. Esas cosas pasan.

—¿Lo hacemos otra vez a ver si pasa hoy también?

—Luego, en el almuerzo. Mientras descansamos.

 

Llega el mediodía, cuando al ponerse de pie el sol cae recto sobre la cabeza y apenas hace sombra en el suelo. Los mayores se sientan en una orilla y abren las talegas con la comida. Los más jóvenes se levantan en seguida con el hermano Rano, todo vitalidad, y hacen el juego espiritista de levantarlo del suelo, apoyando apenas un dedo sobre su magro cuerpo tumbado. Él, muy serio, cierra los ojos y hace como que reza.

—Eh, no dejéis que me suban muy arriba. A ver si me van a llevar tan alto que luego no pueda bajar. Vosotras agarrarme fuerte, por si acaso.

—Déjate de tonterías, que no tienes edad pa eso. Vente aquí.

—¡Está celosa!

—Anda, dejarlo. Con los espíritus no se juega.

—Es que no quiere perderme.

—Venga usted también, hermana Pepa. ¡Ande!

 

Terminados los juegos, el hermano Rano se sube a las ramas más altas en busca de las aceitunas. La hermana Pepa, con sus más de setenta años, se agacha a recoger las que se han caído al suelo.

—No seas avaricia. Deja algunas para los pobres que vengan detrás.

— Bah, ya nadie va a recoger.

—Antes, para muchos, ese era el único aceite que tenían: las aceitunas que recogían del suelo. Ahora todo el mundo tiene para comprar las botellas.

—Lo mismo que lo de arreglar las aceitunas. Ya nadie las arregla, con lo buenas que están.

—Esta mujer mía sí, todavía las arregla.

—Voy a dejar estas aparte para echarlas en agua al llegar.

—Mujer, dile al amo que te dé medio costal.

—¿Y para qué queremos nosotros medio costal de aceitunas? ¿Es que te las vas a comer todas?

—Pues se las das a los chicos. Ya que te pones, no cojas solo un puñao.

—Sí, a los chicos…Ahora las compran con sabor a anchoa, con cosa dentro, y ya hasta sin hueso.

—Pues a mí me gustan más las que arreglo yo, con su sabor a morcuera y tomillo, sus ajos y su pizca de sal.

Se ha levantado un viento frío y las chicas buscan los sitios con sol. A la sombra, una se congela. Las manos están heladas. Incluso con los guantes.

—Gato con guantes no caza.

Se los tienen que quitar. Los guantes de lana, con el relente de la mañana se han mojado. Los dedos duelen del frío y tienen que hacer varias visitas a la lumbre.

Arriba, el puro azul del cielo contrasta con el verde intenso de las ramas del olivo. 

La hermana Pepa, el Rano, el tío Nicolás, Valentín y las chicas siguen su trabajo mirando hacia lo alto. Alguna vez alguien entona una canción y los demás le siguen. Otras veces es el silencio.

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