Puede que se trate de una experiencia del todo personal, como una sensación que se ha incorporado a mi sistema de creencias, pero desde hace tiempo soy incapaz de imaginar un futuro mejor. Lo cierto es que resulta difícil atisbar esperanza en la realidad social, política y económica del presente que vivimos. La sombra de una guerra en occidente ha empezado a materializarse en los últimos años. Asistimos, como estupefactos espectadores, a un bombardeo constante de mezquindades humanas, cuyo irrevocable resultado no puede ser otro que la catástrofe. O al menos esa es la imagen que con un cínico brillo lanzan incansables nuestras pantallas.
Marina Garcés ha escrito en El tiempo de la promesa que frente a este imaginario de lo catastrófico nuestra inmediata respuesta ha sido el cálculo. Desatando con ello la poderosa lógica de la predicción, que tan útil ha resultado siempre a la hora de entender los fenómenos naturales. Sin embargo, los fenómenos humanos no encajan entre las fórmulas con la misma eficacia. Estamos viendo cómo los resultados de las encuestas electorales son cada vez menos precisos, cuando no resultan directamente erróneos. En cualquier caso, no se puede esperar de la predicción que arroje esperanzadoras materializaciones del futuro, tan solo escenarios donde hayamos podido reducir los daños al máximo para así seguir viviendo bajo unos criterios que son claramente amenazadores para nosotros y nuestro mundo. Al fin y al cabo, la predicción es la proyección de datos del pasado sobre el futuro; no ejerce sobre él ningún efecto ni anticipa un cambio que se salga del camino previamente trazado. La predicción describe situaciones en el futuro como si de una herencia inevitable se tratasen. Pero si queremos que el futuro adquiera una dimensión más humana en la que encajen perspectivas divergentes con la dominante actual —explica Garcés—, debemos vincularnos con él a través del influjo de la promesa.
En primer lugar, deberíamos establecer una diferencia fundamental entre las promesas que nos hacemos a nivel personal, con nosotros mismos y entre nosotros, y otro tipo de promesas, aquellas que nos ligan al modo de vida que practicamos porque asumimos que de algún modo se acabarán cumpliendo, enunciadas por entidades e instituciones situadas más allá de las relaciones interpersonales. Son las promesas soberanas, porque surgen desde estructuras de poder verticales, como Dios, el Estado o el sistema económico capitalista. En el caso de este último, como estas promesas no son pronunciadas por un elemento identificable evidente, sino que surgen como voces opacas de la propia lógica del sistema, se nos priva de la capacidad para enfrentarnos cara a cara a los responsables de que nunca lleguen a realizarse. En un gesto retorcido y cargado de tristeza, no nos queda otra que asumir que la culpa de ello debe ser solo nuestra.
La tesis de Garcés no es que no hagamos promesas ya. Sino que hemos perdido la capacidad para vincularnos a través de su especial influjo. Y lo hemos perdido precisamente porque hemos aprendido que las promesas soberanas no llegan a cumplirse nunca. De tal forma que suenan como meras palabras vacías. Así que lanzamos una mirada de extrañeza hacia quien nos promete algo, porque en el fondo sentimos que solo están tratando de engañarnos a través de la formulación de un compromiso que no compromete a nada. Reclamamos la seguridad del contrato. Hacer una promesa se convierte así en un gesto descolorido, como de otro tiempo, que engendra desconfianza.
La dinámica vinculante que pone en juego una promesa incluye la posibilidad de su incumplimiento. Paradójicamente es ahí donde reside su potencia. Pues no nos vincula a través de la seguridad y la fiabilidad del cálculo predictivo, sino que exige del compromiso humano. Si la promesa es potente es porque nos vincula de forma personal, poniendo sobre nosotros todo el peso y la carga de lo prometido; de nosotros mismos, prometedores, depende que se cumplan las promesas que hacemos. No se cumplirán como un designio del destino, o —en su forma contemporánea— como el resultado de la predicción de la IA. Hace falta que asumamos nuestra capacidad y responsabilidad con el futuro. La promesa se configura así, como un conjuro que nos liga a él a través de un compromiso plenamente humano. Aunque eso quizá sea demasiado, ahora que preferimos no mojarnos las manos, ahora que vivimos tan alejados de la realidad que nos rodea. ¿Cómo implicarnos con algo que nos espanta? ¿Cómo intervenir el futuro si nos da miedo?
A través de las promesas. Porque las promesas anuncian futuros que no están de ninguna otra forma incluidos en el presente; una promesa abre un camino de posibilidades del todo nuevo. Es así, mediante un compromiso que le pertenece y del que se tiene que hacer cargo íntegramente el que promete, como las promesas nos enraízan a la realidad: a las personas que nos rodean, al entorno con el que convivimos y a nosotros mismos. No lo harán con la seguridad de la predicción, ni con la eficiencia de la cadena de montaje, pero sí a través de la confianza y el compromiso humanos con una vida mejor. En El tiempo de la promesa se convoca el poder de la promesa como una facultad para proyectarse en el futuro a través de capacidades intrínsecamente humanas. La promesa que nos hace dueños de nuestros destinos, al mismo tiempo que los aleja de las nubes, de la Moncloa y del mercado. Nada de ello nos salvará, tan solo nuestros proyectos humanos de transformación de la realidad podrán encaminarnos hacia imágenes del futuro donde todavía podamos convivir.