Las “artistas” (claro está, no incluyo aquí solo escritoras sino nombres destacados de las más diversas disciplinas) nos llevan a una de las reflexiones más melancólicas que asaltará continuamente al lector de esta obra de Luz. Las vidas de estas mujeres son casi más ilustrativas que su propia obra sobre actos de ninguneo, desprecio o represión (cómo nos acordamos aquí de la humillación de Sor Juana Inés de la Cruz… una vileza que, sencillamente, la mató antes de tiempo) que degenerarían en esa expulsión perpetua del “canon” y su condena a unos márgenes de las que no siempre es posible “repescarlas”. Así, la taranconense Luisa Sigea (a la que, como si fuera una invitada de “El hormiguero” también le preguntaban más por su belleza corporal que por sus versos) no es solo un ejemplo de mujer humanista de imposible comparativa en su época (al margen de Beatriz Galindo) sino triste evidencia de intelectual condenado a la pobreza por ese prejuicio que ridiculizó la gran Rosario Castellanos en un valioso ensayo que retrataba a sus escritoras predilectas: “mujer que sabe latín, ni se casa ni tiene buen fin”. La escultora Luisa Roldán es un símbolo involuntario de todas aquellas mujeres cuyo trabajo fue usurpado o enmascarado en una autoría compartida con hombres que no era real debido a la incapacidad para conciliar talento y condición femenina. Mercedes Escribano o Helena Lumbreras (merecía esta directora de cine afamada en el extranjero un estudio… que por fortuna ya tiene gracias al discurso de ingreso en la Racal del crítico del séptimo arte Pablo Pérez Rubio) padecieron las “depuraciones” ideológicas del régimen franquista y la famosa “Colombine” (víctima también de esa obligación “redentora” de seguir al lado de parejas infieles que la une a otras artistas de la época como María de la O Lejárrega) la obsesión paranoide del general Franco por un concepto como la “masonería” que evidentemente no estaba en condiciones mentales de comprender. E implacable es la tristeza que experimentamos al leer el recorrido de una Notburga de Haro, pionera del papel de la mujer en el periodismo español, que a temprana edad desaparece sin dejar rastro por las exigencias de un matrimonio que apunta a ser un débito de la familia o las convenciones morales que aún eran costumbre de su época. Hay que esperar al siglo XX para encontrar a mujeres de este callejero (Ángeles Gasset, Acacia Uceta, Amalia Miranzo) que “solo” (qué triste es decirlo así como si fuera un detalle insignificante) sufrieron una atención por parte de crítica, medios de comunicación o instituciones inferior a sus merecimientos y no daños más graves para su libertad de expresión o la práctica de sus respectivas artes como un medio legítimo de supervivencia.
Entre las “promotoras” culturales (algunas, como Leonor Plantagenet, por igual fuerza inspiradora de la catedral de Cuenca y de las composiciones de los trovadores de la época, encajarían en el arquetipo clásico del “mecenas”) nos seducen casos como los de Ana de Agustín. No solo por su continuación de la obra fundadora de la mística más famosa de nuestro país sino también por lo más anecdótico de esas vivencias espirituales que remiten a la faceta más sentimental y menos “gore” de los libros de hagiografía antes mencionados (los deliciosos relatos sobre las apariciones del “niño Jesús”). El de Elisa Lumbreras al frente de un momento de esplendor en nuestra ciudad del arte reivindicativo y experimental (a finales de los setenta y comienzos de la siguiente década) que apenas ha tenido continuación en los años posteriores. O el de una Carmen Diamante que atesora en su biografía la participación en un proyecto artístico tan apasionante como “La Barraca” de Federico García Lorca… pero también en otro que no lo es menos a nivel ético como el “hospital de sangre” que fundó en el Madrid de la guerra civil , y con una inspiración humanitaria ajena a posicionamientos ideológicos como la de la Cruz Roja durante la IGM, el médico e investigador canadiense Norman Bethune. Personaje e iniciativa luego emotivamente retratados en una de las mejores novelas de Almudena Grandes sobre el periodo: “Los pacientes del Doctor García”.
Entre las entregadas a la obra social, conozco desde bien niño las aportaciones de Teresa de Jornet, una de cuyas fundaciones está situada en el mismo parque de mis juegos infantiles durante mi niñez en Belmonte. Bonifacia Rodríguez de Castro (como la anterior, hoy canonizada por la Iglesia) representó, sin necesidad de conocer un concepto hoy tan mencionado, una manifiesta “sororidad” con sus actividades en favor de mujeres condenadas a la pobreza y la ignorancia en una obra cuyo espíritu original fue tristemente mutando a medida que su misma promotora fue siendo arrinconada por gentes de más poder económico y político. Entre las más volcadas a lo reivindicativo, resulta apasionante (también por discretamente conocido) el perfil de una Paz de Borbón, hija de la polémica Isabel II, cuyo talento endiablado para burlar el comportamiento esperable en una dama de tan exquisita alcurnia abarca el activismo pacifista, la protección de un miembro de la realeza marginado por su homosexualidad y su amistad con obreros anarquistas que, en un gesto escandaloso, llegaron a portar su ataúd por las calles de la ciudad alemana de Munich en que falleció. Apenas diré nada sobre Clara Campoamor por ser quizá, de todo el conjunto, la que goza de un reconocimiento más ajustado a su talla intelectual y ética. Salvo que sigue constituyendo un motivo para ir a votar mucho más persuasivo que cualquier político que asome su rostro por los medios o la propaganda. Y que su simple evocación “sublima” la sensación de fastidio, de cumplimiento de un deber del civismo y no de la alegría, en que hace mucho se convirtió el acto de depositar el voto en la urna.
Dedicar este último y breve párrafo del “repaso” a Elvira Daudet constituye no solo una llamada a su “reubicación” dentro de las antologías y volúmenes de crítica e historiografía literaria de su época sino un verdadero capricho sentimental. Pues fue la única de todas ellas a la que tuve la fortuna de conocer. Siempre frágil de salud, nunca pudo asistir al festival de Poesía para Náufragos, donde se la quiso reservar como voz maestra y “de cierre”, por miedo a los efectos del frío invernal conquense sobre sus débiles huesos. Pero nos queda el consuelo de que al menos con ella no hubo que recurrir a esos actos reivindicativos póstumos que siempre resultan feos por la peste de la mala conciencia: asistió, y me consta que disfrutó, a la presentación de sus obras completas y a un homenaje del mundo poético de la Mancha y la capital… justo en la calle de esta ciudad con la que se asoma a las páginas de este libro.
En fin, hay poetas sublimados que afirman que el amor se nos revela más desde su ausencia que desde su encarnación vital. Cuando su hueco nos hace añorar cuánto nos ilumina no ya como fuente de placer sentimental y erótico, sino como proyecto de redención personal. De todas esas debilidades que solo tenemos verdaderamente pundonor por mejorar cuando pretendemos ser dignos de recibir el amor que entregamos. Si tal afirmación es cierta… el siguiente volumen, hermano siamés de este, que nos ha prometido Luz (el de las mujeres que carecen de calle en Cuenca… pero deberían tenerla), será aún mejor. Y aportará más hermosura y legitimidad a ese empeño suyo (retratado certeramente por Olga Muñoz en unas páginas iniciales que atienden a cómo lo ha defendido con medios tan dispares como la literatura, la participación en proyectos de cooperación internacional, los artículos de prensa, las conferencias o los clubs de lectura) que ha dado coherencia y sentido a su obra y lucidez y cultura a sus lectores: soplar, como un huracán y no como un suspiro de damisela, sobre las telarañas de tantas que se trajeron como lastre a este mundo ser del sexo estigmatizado de Eva.