En cualquier lugar, en cualquier esquina del tiempo de esta aventura de lo humano, ser compasivos con los demás debería entenderse como un privilegio. Pero cuando arrecian el rencor y la sangre, cuando el hombre despliega sus posibilidades más viles para convertirse no en el animal que lleva dentro sino en su alimaña, directamente se convierte en un signo de aristocracia. De la única genuina y que importa: la del espíritu. Y ahí radica la mayor emoción que nos depara este libro de Luz. En historias de fraternidad que se elevan por encima del odio, que no solo calan por sí mismas sino que son perfectamente coherentes con su intención (explícitamente expresada en el prólogo) de no participar ni en ajustes de cuentas ni en debates ideológicos sino de denunciar la guerra como lo que en su más descarnada esencia: la expresión antonomásica de la miseria humana.
Historias como la de Maceo, cuya potencialidad redentora no solo abraza a lo humano (es capaz de hacer pasar por el novio de su hija, que además es miliciana, a un fraile trinitario de Belmonte para que no corra la misma suerte funesta que el resto de sus compañeros) sino a lo puramente simbólico (como cuando preserva la talla del Cristo que, creo también a día de hoy, se sigue venerando en su Villaescusa de Haro natal). Como la del hermano Lobo (no en balde comparado con el del poema de Rubén Darío basado en San Francisco) cuando salva la vida de un falangista cuya humanidad nunca le permitirá “hacer carrera” en el régimen que, posteriormente y en vano, intentará salvar a su hijo de la cárcel y la muerte. Como la de Luis Pinedo, de una ternura capaz de proveer de auxilio material (pero también el otro igualmente necesario del espíritu por la cultura y el arte) a sus vecinos menos afortunados en Salamanca. Como la del tío Alfredo. De quien mi profesor de literatura de la universidad se hubiera sentido orgulloso porque, sin necesidad de titulación, de pisar un aula y con un simple detalle (el enfrentarse a las autoridades civiles y eclesiásticas que pretendían la expiación pública y humillante de un robo cometido por necesidad) supo asimilar lo que él siempre intentó enseñarnos sobre el Quijote: que era la mayor acción de gracias a la ética jamás escrita. Una constelación de historias en apariencia insignificantes que ni siquiera necesitan gestos mínimamente heroicos para emocionar porque sugieren que no hay mayor heroísmo que la resistencia en condiciones de dignidad (es decir, no utilizar el dolor propio como arma arrojadiza para desahogar el daño) cuando la vida es un peso y no un don (la hermana Filis, la hermana Cristina).
En muchos momentos (y lo contrario, debido a la temática de la obra, podría haber sido incluso frívolo) tienen estas páginas tal crudeza que apenas se podrían calificar de “costumbristas” (atendiendo a que en este género suele subyacer una visión del mundo optimista debido a la falta de conciencia crítica y el conservadurismo). Y, sin embargo, no dejan de componer un retablo creíble y rico en matices del que podría ser cualquier rincón de la hoy tan mediática “España vaciada”. Porque sabe moverse en ese equilibrio entre el naturalismo dramático de algunas estampas (“Morir de hambre”) y otras más amables en que se nos recuerda que, en el pueblo y al menos en aquella época, aún se podían aguardar deslumbramientos casi de novela del realismo mágico (como los que aguardan los receptores del plan Marshall o una “Cuando llegó la electricidad al pueblo” que nos hace recordar a los habitantes de Macondo yendo a conocer el hielo). Un entorno en que el miedo y la pobreza se han interiorizado de tal manera que hasta fenómenos de la naturaleza, incluso de valor estético, como una aurora boreal (“El día que ardía el cielo”), se perciben como el acecho de otra crudeza aún mayor. Pero en que aún sobrevive la valentía, el espíritu de insurrección contra la hipocresía moral en personajes capaces de desafiar la represión del pensamiento uniforme (“Aurelio el ciego”, el citado Maceo en sus escuchas clandestinas de la “Radio Pirinaica”) o las trabas de una violencia de género a años luz de ser reconocida como tal (Aurora como una de las pioneras de un hecho tan aparentemente anecdótico pero de tanta fuerza simbólica como vestirse unos pantalones como prenda cotidiana).
Aunque plenamente imbricados en las líneas temáticas más relevantes del conjunto (y por tanto perfectamente coherentes con el mismo), hay relatos que, por su aliento narrativo y su calidad más que por su extensión, podrían perfectamente haberse aislado como “nouvelles” o piezas de un libro de cuentos. En ese sentido, me parece especialmente destacable la de Eduardo Arjona, chaval de seminario cuya ingenuidad (a mí me recuerda a la del joven párroco que se enfrenta a la sordidez del mundo rural más atávico en “Los pazos de Ulloa” de la Pardo Bazán) choca con la irracionalidad violenta de esos tiempos hasta conducirlo a un desnortamiento vital (con su componente de crisis de fe, claro) que degenera en lo que poco después él mismo no podría percibir sino como un error imperdonable: su alistamiento en la División Azul para apoyar a uno de los mayores genocidas de la historia.
En fin, creo que para concluir esta lectura hay que regresar a su principio. Concretamente a estas palabras de la propia autora en el prólogo:
“Es un deber ético para mi publicarlo [porque] al largo silencio obligado por la dictadura, sucedió otro después: el de la incomprensión del entorno, el desinterés de sus hijos y nietos”.
Así es. Un libro que es un posicionamiento decidido contra esa máxima, tan falsa como malévolamente hecha propaganda por tantos políticos, de que es el tiempo (y no la justicia y la verdad) lo que “cura las heridas”. Que es imposible que contente a todo el mundo en una cuestión que transita por fibras tan delicadas y en un tiempo en que tantos exigen a los libros que corroboren su visión de las cosas y no las cuestionen. Pero que, para quien sea capaz de leerlo hasta el tuétano, hermanará a Luz con Maceo, con el hermano Lobo o con el padre Joaquín Poveda de mi pueblo que asoma por alguna de las páginas. Con todos aquellos que enriquecieron su tierra aportándoles corazón, memoria y ternura.