Se trata de una novela de iniciación, una bildungsroman castellano manchega de un niño que entra en la adolescencia en Belmonte, un pueblo de la provincia de Cuenca. Entre las peculiaridades del protagonista está la de querer ser escritor en el lugar en el que el referente de los de este oficio es Fray Luis de León, lo mismo que el autor de la obra, Rafael Escobar. Circunstancia que se presta al comentario irónico de que “nunca podrá aspirar a ser el mejor poeta del pueblo”. No osaremos contradecirle esto, pero sí que puedo añadir que, en mi opinión, salvando las distancias de tiempo y de contexto histórico, la obra poética de Rafa no desmerece de la de su paisano del Renacimiento. Como él, además de poesía, escribe prosa. En el caso de Rafa, una crítica literaria basada en un análisis profundo y exhaustivo de las obras de escritores contemporáneos suyos, con generosos y alentadores comentarios. Esperemos que aparezcan pronto recopiladas en forma de libro.
Sin embargo, es en la novela donde no tiene parangón entre los escritores de su pueblo, Belmonte debe agradecer a Rafa haberlo elegido para escenario de su novela. La plaza del Pilar, el arco de Chinchilla, el Almudí, el castillo, los molinos, la ermita de la virgen de Gracia, el paseo que baja hasta allí, la biblioteca, la piscina, los bares, el cine, los nombres de cada calle que recorren los personajes, son el paisaje urbano por el que transcurre la acción de la obra. Su lectura es un recorrido novelesco por el pueblo que se presta a convertirse en recorrido turístico literario. A pesar de lo cual, no se trata de una novela costumbrista, sino una ambiciosa materialización contemporánea de este género narrativo, abierto a la reflexión, a la memoria, a la imaginación y a la denuncia. El narrador protagonista, Luis, escribe desde un presente, que los lectores actuales identificamos con el tiempo del autor, sobre un pasado cercano que es el de ambos y también puede ser el del lector: “desde esa conciencia del tiempo ido…Desde ese borde de la adolescencia en que se comienza a vivir con los dos pies en la realidad de los otros.”, se dice en la contracubierta.
Se trata de una adolescencia difícil, en la que la que el protagonista descubre su homosexualidad, sufre acoso escolar y otras violencias, y encuentra su refugio en la literatura y en la música.
Muchas descripciones, a pesar de su realismo, son una nostalgia por el mundo que ha desaparecido. Un Belmonte rural en el que los niños juegan en las eras y en los corrales junto a los aperos de labranza y los carros. “Sé que según vaya creciendo las eras irán desapareciendo poco a poco”, dice Luis. Y añade: “Levantarán un taller de coches donde jugábamos a las batallas de espigas”. (pág. 251) Otras veces, los retratos no solo describen a los personajes, sino que también son denuncia del entorno local, por ejemplo, los de las monjas de la guardería: “con su mirada seca y su chirriar agudo de su voz que se escuchaba como si un ruiseñor pudiera cantar con la soberbia de doña Regina, de la que se decía que sabía quién entraba en la cama de quién en todo el pueblo…No ponía los pies en la plaza ni para comprar unos churros un lunes de mercado.” (Pág. 217)
El bagaje literario del autor, profesor de literatura, se refleja en las alusiones y citas literarias que aparece a lo largo del libro. El Ulises de la Grecia clásica o Charles Bovary, personaje menos conocido que su esposa, en la célebre novela francesa de Flaubert, del que Rafa recuerda aspectos olvidados por la mayoría de los lectores: “Charles Bovary ya tan frágil en su infancia, tartamudeando, como si fuera un presagio de todo el dolor que le aguardaría en su vida, su nombre en su primer día de clase delante del profesor y de sus compañeros”. (Pág. 270). El último capítulo, titulado “Unas palabras prescindibles y acaso impertinentes”, me parece un novedoso final para la novela, de ninguna manera prescindible. A los lectores nos gusta saber las lecturas que han nutrido al autor, fuentes invisibles de su escritura. Al conocerlas se multiplican los significados, porque la narración ya no es solo lineal, sino que vemos en lo que escribe Rafa contestación, réplica o continuación a lo que sus admirados escritores hicieron antes, aunque sean tan contradictorios como Chaves Nogales y Camilo José Cela.
Rafa ha sido muy valiente al poner nombre a escenarios y personas, pero, sobre todo, al poner en el personaje de Luis tantos rasgos biográficos que pueden tomarse como propios suyos.
Llama la atención el alargamiento de metáforas y comparaciones, no tanto la abundancia de su uso, propio de un autor que lo que más ha publicado ha sido libros de poesía, sino la forma: son en sí mismas pequeños relatos o descripciones. Como ejemplo, cuando dice que la bronca del padre le deja “como un rastro de orina de gato en el estómago. Un caminito de peste en que alternativamente se te aparecen las arcadas o los latidos sin rienda del corazón encabritado. Esla sentencia y el mazo de juez y el último puñado de arena con una flor que resbala del ataúd arrastrado hacia abajo con cuerdas…” (Pág. 247)
Otra característica de esta narración es el pesimismo con el que acaban los capítulos. Sin salir del que hemos sacado la cita anterior, la última línea dice: “es como si te vocearan para recordarte que cada vez falta menos para que tú también seas un hombre triste”. El siguiente capítulo, titulado “Mi foto”, termina con el ritual del miércoles de ceniza: “El cura que con la cruz en la frente te tizna volcándote el hollín sucio que huele a la tristeza de todos los muertos.” (Pág. 252)
Si bien, no toda la lectura son tristezas, hay mucho humor mezclado con ironía e ingenio, como cuando el niño descubre el misterio la muerte en el cadáver seco de un gato destripado, en una versión rural castellano manchega del mismo descubrimiento que hizo el príncipe Sidharta. (Pág. 201) O en la descripción de las travesuras escolares. (Pág. 194) Y mucha ternura, sobre todo, mucha ternura.