Sobre El Catador de Venenos de Enrique Trogal
Que mejor que esperar la celebración de las Jornadas de Poesía para Náufragos que releyendo a los poetas que van a intervenir en ellas.
Cuenca tiene escritores muy valiosos, la mayoría desconocidos u olvidados por el gran público, afortunadamente, cada año estas Jornadas nos recuerdan su existencia. Son, además, una gran ocasión de escucharlos recitar sus versos y dialogar con ellos.
Enrique Trogal es uno de estos poetas. Nació en nuestra ciudad en 1954, dirigió revistas de creación literaria como Moaxaja, el suplemento cultural La Cizaña y ha sido coordinador de las célebres, y añoradas, Jornadas Poéticas de Cuenca, desde 1984 a 1985.
Publicó en la mítica colección El toro de Barro cuando la dirigía Carlos de la Rica, su fundador, que todavía vivía, y después en otras editoriales fuera de Cuenca. Sigue escribiendo poemas, obras de teatro y relatos como los del libro del que les hablo. Su título, El catador de venenos, y la presentación del libro que se ofrece en la solapa, son una acertada definición del contenido que el lector va a encontrar. El narrador es un observador culto, que, en un simulado monólogo interior, da cuenta de los distintos venenos que ha ido tragando, o catando, en su paso por la vida.
La primera historia, un largo párrafo de mil trescientas palabras, tiene por protagonista a una drogadicta que se prostituye a domicilio. Como el lobo estepario de Hesse, siente mayor su soledad al ver tras las ventanas la luz cálida de los hogares burgueses. En su recorrido por las calles desiertas, en la fría noche, le hace dudar una inmensa conyugalidad puesta en zapatillas, ir con un puñado de soledad en los bolsillos ¿capitular? No, no, después, ¿después?
En este largo monólogo, hay una elaborada preocupación estética, muy lejos de la corriente de conciencia o libre asociación de palabras que se esperaría en un clásico “monólogo interior”. El autor desmonta los clichés del género y del lenguaje. Como ejemplo, la frase manida del rezo a la virgen, “sin pecado concebida”, que en la mente del personaje, se convierte en la esperanza nunca concebida sin pecado. (p11) El autor se sirve del formulismo religioso para expresar agria e irónicamente su pesimismo.
La adjetivación acude a la metáfora y al mito: la chica camina en un sísifo subir y bajar. Como el titán Sísifo, castigado por los dioses del Olimpo a subir la piedra hasta lo alto de una montaña, arrojarla ladera abajo y verse obligado a realizar de nuevo el esfuerzo titánico de volver a subirla, la protagonista de la historia camina por esa ciudad de la que se pregunta (¿al lector?) si es capaz de sentir algo, otra cosa que no sea el comercio, las preces o los dodotis.
La figura retórica de la sinécdoque, tan quevedesca, condensa en estas tres palabras, comercio, preces y dodotis, las actividades que son el móvil y único centro de interés de una sociedad: las compras, los rezos y criar a la prole. ¿Es solamente esto la vida?, pregunta la protagonista, ese yo poético femenino que interpela al lector. La pregunta retórica es ya una denuncia social, una queja del ambiente asfixiante que rodea al poeta y lo empuja al aislamiento.
En la solapa, se lee: el autor bebe de Quevedo y Ciorán, de Lovecraft y Cernuda, de Perucho, Carver y Pessoa, James Osterberg y Cervantes, de donde proceden los sabrosos jugos que han ido sazonado sus insomnios y las criaturas y sensaciones que se le ha escapado en estas inciertas historias.
Estos autores citados son, seguramente, los compañeros de viaje del poeta solitario, a los que acude en busca del sentido que no ve en la vida social de la ciudad en que vive.