El aclamado escritor independiente Martin McCoy, autor de la saga Seb Damon, nos ofrece una radiografía, lúcida y laudatoria, de la opera prima de Altea Cantarero, novela negra ambientada en Cuenca que desborda los límites del noir… Nos acercamos a la autora que ha sido ya declarada como «firme candidata para ser una de las mejores voces de la novela negra en nuestro país»
Martin McCoy, escritor independiente
Empecé a leer este libro porque quedé maravillado con su autora. Coincidimos en la feria del libro de Cuenca y me di cuenta enseguida de que, cada vez que abría la boca, era para decir algo relevante. No solo eso, sino que lo decía de una manera deliciosa, como si eligiese con cuidado cada palabra para decir justo lo que quería decir. Pensé que si aquella mujer había escrito un libro, yo debía leerlo.
Lo primero que me impactó fue la extensión de la novela. Entra dentro de lo que yo considero una “novela larga”. Teniendo en cuenta mi patética velocidad lectora y el bloqueo que he sufrido en los últimos tiempos, me asusté. Al fin y al cabo, es dos veces y media mi primera novela. Inspiré hondo y me lancé a la piscina. Total, no le había dicho a nadie que la estaba leyendo en caso de que el libro se me hiciera bola y no pudiera terminarlo.
Pero lo he terminado. Ya lo creo que lo he hecho.
Ogro se disfraza de novela policíaca. Hay un caso o, tal vez, varios. Hay un inspector jefe de policía y su equipo. Hay un cadáver. Varios cadáveres. Eso es una novela policíaca de toda la vida de Dios. Pues sí, pero no.
También se disfraza de novela costumbrista. Ambientada en los años sesenta y en la bellísima ciudad de Cuenca (justo donde conocí a la autora), relata con todo lujo de detalles la vida en esa época y en esa ciudad. Eso es una novela costumbrista de toda la vida de Dios. Pues sí, pero no.
Ogro es sobre todo y ante todo una oda a la palabra en todos los sentidos. En primer lugar, por cómo está escrita, por esa prosa preciosista que denota precisión y una manera de ver el mundo que está mucho más allá de lo que uno está acostumbrado. Altea puede describir algo totalmente cotidiano de una manera que añade matiz tras matiz, pero sin usar más palabras de las necesarias. De pronto, algo sencillo toma muchos significados diferentes por la resonancia de esa palabra o esa expresión que enriquece el texto hasta límites imposibles. Como ejemplo, mi frase favorita del libro y que ya he usado (citando siempre la fuente, por supuesto, que uno queda más chic) en varias ocasiones. Uno de nuestros personajes vuelve del trabajo en un día agotador y lo hace caminando muy despacio, pues le gusta hacerlo así «para que su alma le alcance». Boom. In your fucking face. Con unas pocas palabras, te dice tantas cosas que te tienes que parar, cerrar los ojos y reflexionar sobre todo lo que implica esa expresión. El libro está plagado de este tipo de bombazos lingüísticos que enriquecen la narración de tal manera que la convierten en algo más. Mucho más. Una obra de arte.
También digo que es una oda a la palabra porque es esta y no otra el arma homicida. Todo el caso gira en torno a palabras dichas y palabras calladas, a las que se gritan ante todos y las que se cuchichean a escondidas, las habladas y las escritas. La palabra es el eje principal de la trama y en esta novela queda muy claro lo poderosa que puede llegar a ser. Palabras típicas del habla manchega para denotar un nivel cultural más escaso, palabras sagradas para indicar la fe del personaje, palabras técnicas para mostrar la educación de quien la dice… Palabras que se hilan y se repiten hasta hacernos ver que significan cosas muy diferentes para unas y otras personas. Cuidar. Proteger. Una y otra vez hasta que las ves desde todas las caras del prisma que es la humanidad. Cada uno con su bagaje. Cada uno con su historia, pero con un solo idioma. Unas mismas palabras.
Porque cada personaje tiene su propia historia. Puede parecer extraño en una obra tan coral como esta, pero encaja de maravilla. En lugar de esbozar el pasado de cada uno, Altea entra en profundidad y nos deleita con una narración generosa de lo que mueve a cada una de las personas que tienen un papel más o menos importante en la trama. A través de estas historias, no solo les conocemos a ellos sino que nos ubicamos con más lujo de detalles en la época en la que se desarrolla la trama y la sociedad conquense de aquellos años. Todo hecho como al descuido. Sin querer, pero queriendo. Sin saber muy bien cómo, llegas a sentir todos los detalles de cómo debió ser aquello que nunca sucedió en un lugar que sí que existe. Si has estado en Cuenca, lo disfrutarás aún más al tener clara referencia de lugares y costumbres. Porque sí, Cuenca es otro personaje más de este libro. Cuenca y su relación con los personajes, cada uno a su manera, tiñen de mil colores la prosa.
Los personajes también tienen interacciones maravillosas entre ellos. Siempre influenciadas por su pasado, por supuesto. A veces lo conocemos de antemano y podemos casi anticiparlo y en otras ocasiones lo sabemos con posterioridad y podemos explicarnos solo entonces comportamientos o conclusiones que resultaban fuera de lugar. Entre estas relaciones me gustaría destacar las del equipo de investigación comandado por Elcano, que no se llama así, pero es el nombre que todos, menos su mujer, usan con él. Esas reuniones para contrastar datos me han recordado, ineludiblemente, a El Alienista, una de mis novelas policíacas favoritas. Cada uno con un rol muy particular e hilando los datos de uno con las deducciones de otro para llevar al grupo a conclusiones e hipótesis. Una delicia para los amantes del género.
El otro foco principal es una escuela de monjas. He leído en las notas finales que no existe, que es invención de la autora. Una pena porque me habría encantado visitarla, entrar en la capilla, pasear por el comedor e incluso echar un vistazo al cuarto de la ropa sucia por si se les ha escapado alguna pista. Las relaciones entre las niñas, de estas con las profesoras, de las religiosas entre ellas… Todo teje una tela de araña deliciosa de mentiras y confianzas, secretos y odios mal disimulados que te lleva a sentirte en El nombre de la rosa. Sin la pesada prosa de Eco, eso sí. Gracias a Dios.
Por lo tanto, la mejor manera de describir este libro es como si un hombre con el buen gusto por las palabras como fue Carlos Ruíz Zafón escribiese un híbrido entre El alienista y El nombre de la rosa. Eso, pero mucho más. Mucho amor imposible. Mucha lealtad bien y mal entendida. Mucha maldad y, en medio, una buena dosis de bondad. Muchos sueños imposibles que se van cumpliendo. Muchas historias sin relación que se entrecruzan bajo el techo de una escuela para niñas. Mucho azar que mueve la trama y los personajes como si de un titiritero loco se tratase. Porque Ogro es todo esto, pero, sobre todo, mucho más.
Solo puedo recomendaros que le deis una oportunidad. No es una obra ligera. Es extensa y requiere de cierta constancia, pero merece cada segundo que le dediquéis. No utiliza un vocabulario exageradamente rebuscado. Vamos, que no necesitaréis acudir al diccionario cada dos por tres. En cambio, utiliza palabras comunes combinadas de tal manera que todo cobra un nuevo significado. Muchos significados diferentes.
Así que hacedle un hueco en vuestra lista de lecturas. Lo merece. Es un libro que os marcará y os hará disfrutar de ese extraño placer que sentimos los lectores veteranos al darnos cuenta de que tenemos un libro excepcional entre las manos, que hay una comunicación continua con el escritor y su manera de ver la vida. Uno de esos ratos que, cuando los recuerdas, te hacen sonreír por el simple hecho de haberlos vivido, de haber estado allí. Una obra imprescindible.