“Es, pues, posible que, por amor a la buena reputación, se nos abstenga de escribir”
Platón, Fedro.
Cuenta Platón en el Fedro cómo los antiguos tenían auténticas reservas con la escritura. Una especie de vergüenza cósmica sobrevuela todo aquello que queda plasmado de una vez y para siempre. Nadie se quiere someter a la fusta del tiempo, pues lo que hoy se tiene por verdadero, mañana será motivo de burla. Desde esta condición, en el mejor de los casos uno podría ser abandonado al olvido. Despreciado por intrascendente, por carecer de ningún valor, por no decir nada que no se hubiera dicho antes. Lo contrario, la escritura y el texto como el reflejo de un pensamiento pasado, las ideas plasmadas como taxidermia de ese pensamiento, la escritura como salvación, al fin y al cabo, está solo al alcance de unos pocos como Platón.
No deja de ser curioso que Platón hiciera argumentar a Sócrates (que, como es bien sabido, jamás escribió nada) en contra de la escritura. Al menos de aquella que no anima la memoria, sino que la empobrece.
Según relata el Sócrates presentado por Platón, el discurso hablado poseía incontables beneficios sobre el escrito. Enemigo también de la retórica, acusaba a sus defensores de faltar a la honradez de la palabra, pues solo aquellos que conocían el bien podían, haciendo uso de la retórica, convencer a la asamblea en el mal. Pero al discurso hablado al menos se le puede interpelar. Si uno necesita profundizar en lo que se ha dicho, acaso porque no lo ha entendido bien, o por no haber captado con precisión al que habla, el receptor siempre puede consultar inmediatamente a su interlocutor para recibir aclaraciones. Este era el método predilecto de Sócrates.
Tanto para Platón como para Sócrates el discurso es un ser vivo. El discurso es el que habla, dice, afirma o niega. Al discurso se le discute o defiende. Las ideas son en el discurso. El diálogo y la conversación son el manantial por el que fluyen y en el que convergen con otras ideas. La palabra hablada goza de la autoridad inmediata del que la dice. El discurso hablado es la máxima expresión del pensamiento para estos autores.
La escritura, por otro lado, no gozaba de tanto prestigio. Sócrates declara que la escritura es la palabra sin padre carente de esa autoridad aplastante del que habla, que conduce a la palabra hasta un estatus unívoco.
Escribir por tanto es abandonar el habla, dejarla huérfana. En el Fedro recuerda Platón que el dios de la escritura es también el de la muerte. Y hace a Sócrates contar el mito del dios egipcio Tot, quien elogiando los beneficios de la escritura al rey Thamos fue reprendido por este, pues consideraba que la escritura haría a los egipcios más olvidadizos ya que “recordarán de un modo externo, valiéndose de caracteres ajenos; no desde su propio interior y de por sí.” La escritura sería el veneno de la memoria, la apariencia de la sabiduría. La falsa idea de que la escritura puede suplir a la memoria nos vuelve olvidadizos, y nos escamotea el conocimiento.
Sin embargo, contra toda la pretensión de verdad del discurso, hablado o escrito, a la que tiende el pensamiento socrático, el texto escrito, con toda su ambigüedad o equivocidad, supone un enriquecimiento. Porque andamos ya muy lejos de los caminos de la verdad tal y como la entendía la Grecia clásica: Alteheia. Desde luego los libros no desvelan el origen fundamental del mundo y la vida; sus palabras no descubren ningún oculto secreto. No se pretende que la escritura se convierta en la revelación de nada. La función y usos de la escritura es tan variada hoy que haría callar a Sócrates.
En el centro de la crítica a la escritura que realiza Sócrates en el Fedro está la condición de la lectura: el que lee actúa como un juez, buscando aquí y allá los rescoldos de la verdad en el texto. Pero la literatura tiene una relación extraña con la verdad. Y en la literatura la lectura se convierte más bien en la chispa que prende el texto al calor de una perspectiva nueva. La lectura y, todavía más, la relectura constante de los textos aviva el significado inagotable de las palabras; la fijación en la escritura se convierte en una apertura en la lectura. Se trata de la interpretación y re-interpretación de un significante heterogéneo que adopta a cada momento una máscara. Desde este punto de vista, la traducción con su análisis está cometiendo un acto de traición, pues abandona para siempre la variedad de significados existentes en un texto. Cuando no se busca la verdad, a la lectura se abren recovecos de otra forma inaccesibles.
Entre lo hablado, lo escrito y lo leído se conjugan mundos enteros. A los que nos gusta la literatura sabemos que es tan importante leer como escribir, como hablar de lo leído y lo escrito. Todo forma parte del mismo relato inagotable que contamos y nos contamos, porque la literatura es su propia musa y se alimenta de sí misma.
Bajo esa idea imagino esta revista, devorando y alimentando más y más la literatura, aunque nos juguemos en ello alguna reputación.
Me encanta tu reflexión, creo que un libro escrito también puede ser interpelado, solmente que no obtienes una respuesta inmediata y personalizada, pero te provoca pensamientos y recuerdos que finalmente es de los que se trata un mensaje aunque sea paricialmente monologo
Freud se hubiera muerto de aburrimiento y hubiera sido intelectualmente (paricialmente) estéril si no hubiera tenido acceso a las lecturas de los griegos, de las fábulas, de los cuentos, etc, no crees?
Maravilloso, y también gracias a esta reflexión ya sé que maestro y aprendiz coincidían en algo.
Esperando la siguiente.
Un saludo.