Media noche, instantes mágicos, hora entre perro y lobo en una parte -que no es cualquier parte- del manriqueño trasegar del río Júcar. Una presa, paraje entre La Ciudad Encantada y su castellana, prosaica y arcaica hermana. Tiene un nombre. El sitio donde ocurrió esta historia se llama La Torre, el hecho que voy a contar es tan real como tu propia existencia.
¡Cómo croan las ranas de La Torre!
Sus cantos machacan la luna, moneda de plata con la que la noche paga tributo por invadir nuestra vida. Cantos que rebotan en las pulidas aguas de platino de charcas, cenagales y remansos. Cantos que nos traducen del barro, idioma de la creación y de la destrucción. Ese barro que seremos cuando Dios orine sobre nuestras cenizas el día que por la muerte alcancemos la perfección que Él no nos dio, pues es algo que nunca tuvo.
Croan las ranas reclamando ser río de vida, pero sabiendo que también son un río de muerte, con sus orillas -cenagales vivos- oscurecidas por las sombras de millones de mariposas nocturnas, insectos devorados por lenguas rojas desde la noche de los tiempos.
Croan bajo las estrellas, bajo la luna veraniega, bajo los serpenteos de algún astro fugaz. Más abajo aún, bajo mis pies, se extiende un universo de ojos y corazones fríos tan inmenso y atroz como el que tengo encima; a veces, más.
Continúan croando, siguen con su canción religiosa a un dios de sangre y muerte. Croan con indiferencia mientras en la orilla moscas y hormigas se alimentan de una abubilla abatida por un malhumorado cazador. Croan cerca, sobre el cuerpo descompuesto y semienterrado de un toro ahogado del que los buitres apenas pudieron gozar. Croan sin alma, enfriando la noche, incluso cuando una culebra en la orilla o un lucio en el remanso secuestran a perpetuidad algún corista más pendiente de sus cantos que de su propia vida.
Avanzo con el agua por las rodillas, cada vez soy menos intruso. Veo entre mis rosáceos dedos el aura creciente de lo que pudiera ser una membrana mientras mi sangre parece enfriarse. No sé lo que soy, pero nunca he sido tan suave, verde y frío.
Cada vez menos hombre y más anfibio, mis pies acarician el fango y sueño con alcanzar las estrellas. Deseo atrapar libélulas y sentir dentro de mi boca el crepitar de su exoesqueleto, anhelo notar su agonía en mi lengua, disfrutar en mi paladar el cosquilleo de sus alas rotas y el crujido de su inútil armadura de quitina.
Ahora soy un junco doblado. Mi pasado es sombra sobre el agua estancada y mi futuro raíz enterrada en el lodo. El presente es verde, de un verde cambiante; presente de algas, mosquitos y ranas.
Cómo croan las ranas de La Torre. Ahora ya no soy hombre, soy todo verde de ojos oscuros. Siempre he sido un cazador, ¿o toda mi vida he sido una gorda y escurridiza rana? Comienza mi croar, que nunca se había interrumpido… Me vienen a la memoria visiones de humano: redes, manos, escopetas de aire, ancas de rana friéndose en una sartén, sexo…y ese sabor a mosca.
Siento pisadas, me callo. Me escondo en los carrizos sin emitir un ruido. Percibo un cazador provisto de fusil de aire y linterna, una linterna con la que viola las tinieblas, el sexo hueco y húmedo de los juncales. Hace instantes, quizá milenios, ese ser fue mi hermano y compañero en esta cacería (supongo que seguirá siendo compañero pues la caza no acaba nunca). Me quedo en reposo sobre una piedra. A pesar de la linterna y de la luna, no me llega a ver.
La inmovilidad de este cazador dirige la orquesta anura, que tras unos instantes permanece en silencio. Un reposo marcado con luna llena en la partitura de la vida, un mutismo redondo y lacunar.
Tras ejecutar esta pausa magistralmente, los profesionales de la verde y viva filarmónica comienzan a croar con más fuerza e ímpetu en cada compás, como si aquel ser armado no existiera. O mejor aún, ¡como si esta pieza estuviera dedicada a él! El sonido es cada vez más fuerte: ya no se croa, se ruge con toda el alma verde del río.
No quiero croar, tengo a este ser tan cerca que puedo oler su última comida, pero en esa partitura tengo marcado mi solo, señalada mi aria. No quiero cantar, pero ya no puedo evitarlo. Inicio con suavidad mi canto tímido, delicado… que cada vez suena más fuerte.
Mi hermano se gira, me observa fijamente. Una pausa, se oye un estampido corto. Silencio en la charca…, me callo yo también… Al mirar mi estómago, una enorme bola de plomo lo ha reventado.
Sólo se oyen los pasos del cazador en el agua. Se acerca… (no puedo apenas moverme, respiro con dificultad; siento mi fría sangre cubrir el barro e impregnar el agua), sus calientes manos aprietan mi herida mientras un hilacho intestinal asoma entre sus dedos. Noto el gélido acero de su cuchillo cortando mis ancas traseras, que deposita en un zurrón.
Mi cuerpo desmembrado cae aquí, en el barro. El sabor a sangre fría y a mosca se confunden en mi boca y en mi cerebro cuando veo alejarse a mi verdugo. Vuelve otra vez la normalidad: las lenguas y sus víctimas -enormes mariposas-, y mi cuerpo mutilado cada vez más verde, más batracio, más muerto…
¡¡¡¡CROACK!!!