Hay en Cuenca otra procesión fuera de calendario. La que ha sustituido el capuz de cofrade por la bolsa de plástico o el carrito de la compra. Basta seguir el rastro inverso de esas cargas multicolores para adentrarnos en un mundo aparte cada martes que el tiempo lo permite. Esa fila de personas volviendo del Mercadillo, cargadas con su penitencia, es uno de los indicativos más autóctonos, pese a repetirse en otras geografías. Porque aquí, como en otros sitios, este tipo de mercado no es más que un fenómeno etnográfico que concentra en una determinada superficie un universo de cultura popular. Un acontecimiento semanal anacrónico, la ocupación ineludible del día, que va más allá del hecho de comprar.
Representa además una visita al ágora para darle al palique emulando a Platón y un reflejo de la filosofía peripatética de Aristóteles que enseñaba paseando, como bien indica la palabra en cuestión ¿No es necesario saber latín para buscar y rebuscar entre tanto tenderete? Se requiere un aprendizaje y arduo entrenamiento para hacer diana y acertar de pleno en el objetivo: lo más bueno, lo más bonito, lo más barato. Triple acierto que puede ocupar horas en su conquista. Sin olvidar ese placer secreto, pregonado a voces, que se obtiene al adquirir cualquier cosa por lo que creemos o parece o nos han dicho que es más barato de su precio. En eso radica precisamente el quid de las rebajas, en hacernos ver que lo comprado era más caro y al ser rebajado nos ahorramos un dinero ¡Bonita estratagema la de sugestionar al cliente hasta convencerlo de que un gasto es un ahorro por mor de un cartel que indica “rebajado”!
Preludio del centro comercial, el Mercadillo ha ido cambiando de emplazamiento a lo largo del tiempo, y de su penúltima ubicación en la zona de las Quinientas ha pasado a situarse junto al Vivero. La memoria de los comerciantes solo alcanza a recordar que antes de ellos ya venían sus padres ejerciendo este oficio trashumante. Dos explanadas unidas por un puente, que salva una zanja con vocación de rio, acogen a 185 puestos donde elegir comida, vestido y atrezo de toda condición. La última ordenanza municipal, emanada en el 2010, regula esta Venta Ambulante o no Sedentaria, como se denomina de forma oficial.
La excusa para ir a este supermercado al aire libre puede ser comprar unas aceitunas únicas en su especie, degustar el churro con chocolate blanco, adquirir el melón con sabor único, conseguir las madalenas recién horneadas, lograr el bacalao que ajusta el precio a su calidad, obtener la flor inmarchitable y el arbusto que arraiga, encontrar el retal que se acomoda a la necesidad, y así hasta llegar al puesto de los huevos… y no es una burda alusión sino la constatación de esa inexplicable cola de varios metros que la clientela aguanta con estoicismo esperando turno. Igual que si fueran huevos de oro, codiciados como al vellocino.
No cabe duda de que estamos frente al puesto estrella, algo así como la enseña de este mercado temporal, y eso que el producto viene de fuera porque está regentado por el propietario de tres granjas avícolas en Quintanar de la Orden, Toledo. Ni sus clientes saben explicar por qué aguantan esa fila, más allá de señalar que los huevos son buenos o “dicen” que son buenos… y parece que el precio es lo de menos. Encabeza el ranking de los más codiciados el huevo campero y, a ser posible, marrón porque el blanco tiene el cascarón más delicado y por tanto expuesto a roturas indeseadas. No hay otra diferencia entre un color y otro, según el profesional que más huevos tiene del mercadillo (al final, ha sido inevitable).
Pero lo que cuenta es que en las colas se hacen amigos. De hecho, el mercadillo de los martes no es más que un acontecimiento social que trasciende su denominación de origen. Más que la compra, que también, a veces el motivo de acercarse hasta este emplazamiento multiétnico y multicolor no es otro que el de socializar y saludarse unos a otros, si es que no se ha quedado allí como punto de cita. Para el Google Maps esa masa de tenderetes es una mancha blanca del plano conquense que más que señalar una localización geográfica indica una fecha de calendario: esto es el mercadillo luego hoy es martes.
Lugar de encuentro por el que pasa y pasea una muchedumbre tan diversa como los productos que se ofertan, no dejan de ser el sistema de venta más humanizado en tiempos de Inteligencia Artificial. Si no hay más regateo es por la idiosincrasia de la clientela y la tenacidad del comerciante, pero, en rastros y mercadillos, siempre ha mediado la escaramuza para escatimar unos céntimos. Perder estas costumbres es alejarnos de un pasado árabe que ha dejado su impronta incluso en apellidos.
A la clientela habría que clasificarla en función de sus preferencias: desde la que solo va a por bragas hasta la que picotea de puesto en puesto o le tienta rebuscar en ropa amontonada hasta dar con la prenda de marca mayor… ¡hay quien dice que encuentra firmas de relumbrón sin falsificar!
En este bucear en los montones, hay un tipo de asidua que constituye una categoría en si misma: las funcionarias que, aprovechando su tiempo de asueto, van del Ministerio a estos otros menesteres. Así hasta completar todo un elenco de rastreadores en busca y captura de un alimento necesario cuando no de un objeto innecesario. Por algo se está en el universo del tito (palabra local que denomina un cacharro indeterminado), el paraíso del chollo, un lugar para perderse o encontrarse, una cita semanal de obligado cumplimiento de la que salir reconfortado como de una terapia.
Si atendemos a las quejas de los vendedores, por la caída del negocio, y constatamos que las grandes superficies acaban por devorar cualquier competencia por nimia que sea, es posible que asistamos al final de un fenómeno global que paradójicamente será devorado por la globalización. Se perderá para siempre el contacto directo del comprador con el vendedor, el último vestigio de costumbrismo, la elección de compra sin que el marketing te lleve a su objetivo eligiendo por ti, como ocurre en las grandes superficies. Se perderá un cúmulo de ventajas como hacer la compra mientras se pasea al niño o se saca al perro o se detiene el paso para saludar; en definitiva, se perderá el sistema de venta que humaniza el cotidiano hecho de comprar. Por si fuera poco, ni se escatiman ni se cobran las bolsas, que además son fuertes y de calidad. En este gesto, antítesis de la cicatería actual camuflada de sostenibilidad, reside la diferencia. Todo un símbolo para reflexionar mientras se regresa a casa con paso de procesión. Larga vida al microcosmos del Mercadillo, penúltimo reducto de resistencia.