Hay novelas que no solo se leen, sino que se sienten en la piel. Intemperie, de Jesús Carrasco, es una de ellas. Desde la primera página, me vi caminando junto a ese niño, con el sol castigándome la espalda y el polvo metiéndose en la garganta. Huir sin rumbo, sin agua y sin esperanza. Sin saber si al otro lado del horizonte habrá algo mejor.
Lo primero que me atrapó de esta historia fue su silencio. Carrasco no necesita grandes discursos para transmitir lo esencial. Deja que la tierra hable, que la sequedad y el calor sean los que narren. Y lo hacen con una crudeza que asfixia. En Intemperie, el paisaje no es un simple decorado, es un enemigo más. Un juez implacable que no ofrece respiro.
Pero la mayor amenaza para el niño no es la sed ni el hambre, sino el alguacil que lo persigue. No sabemos exactamente de qué huye, pero lo intuimos. No hacen falta detalles para entender que lo que deja atrás es peor que la nada que tiene por delante. El alguacil es el abuso de poder en estado puro, la violencia que no necesita justificación. Frente a él, el cabrero es lo opuesto: un hombre que, en un mundo hostil, todavía cree en la dignidad. Su compasión no es ruidosa ni heroica, es simplemente la de alguien que entiende que, a veces, compartir un poco de agua es lo único que nos separa de la barbarie.
La relación entre el niño y el cabrero es el corazón de la novela. No hay discursos emocionales ni promesas grandilocuentes, solo la confianza que se construye en pequeños gestos: compartir comida, enseñar con la mirada, cubrirse del viento con el mismo manto… En un mundo donde la brutalidad parece la única norma, esos pequeños gestos lo son todo.
Pero Intemperie no es solo la historia de una huida. Es también una sacudida, una invitación a preguntarnos cosas que tal vez preferiríamos no pensar: ¿Qué significa realmente sobrevivir? ¿Cuánto de nosotros se pierde cuando el miedo nos arranca todo? ¿Cómo se sigue siendo humano cuando el mundo parece haber olvidado lo que eso significa?
Carrasco no da respuestas. Nos deja frente a un desierto de dudas, solos con el peso de nuestra propia interpretación. Y quizás por eso esta novela no se olvida fácilmente. Porque cuando la terminas, sigue ahí, como una pregunta que no deja de rondarte la cabeza.
Vivimos en un tiempo en el que las desigualdades crecen y la tierra, castigada por la sequía y el abandono, parece cada vez más hostil. Intemperie habla de otro lugar, de otro momento, pero también nos habla de hoy. Nos recuerda que, incluso en los escenarios más crueles, la compasión sigue siendo posible. Que a veces, en medio de la nada, un simple gesto es suficiente para recordarnos lo que realmente significa ser humanos.
