En uno de los muchos y breves viajes que por diferentes motivos me llevan a Cuenca salí en las primeras horas de la mañana a dar un paseo por la hoz del río Huécar. No es nada inusual, pero en esta ocasión el paseo se llena de evocaciones que me arrastran setenta años atrás. Ya nada más salir de la casa en que nací que está situada junto al Parque de San Julián, acude a mi recuerdo el “Almacén de licores y coloniales” que el padre de Juan Arquero tenía enfrente de casa, también “Mirabel” la tienda de géneros de punto que tenía la mujer de Fernando Muñoz en una esquina. En la otra esquina estaba la imprenta Moderna y entre ambas esquinas existía un callejón con media valla, que daba entrada a la sacristía de la Iglesia de San Esteban, derruida por amenaza de ruina (aunque me consta, por la observación directa debida a nuestra vecindad, que costó ímprobo trabajo demoler) y luego vuelta a construir en su actual estado.
El Parque de San Julián mantiene su estructura de forma bastante similar a la que permanece en mis recuerdos, aunque se han producido modificaciones en sus bancos y en sus fuentes. Afortunadamente el templete central ha tenido mejor suerte que el de la Diputación y se ha librado de la piqueta, pero lamento que sus preciosos azulejos se encuentran desprotegidos y son presa de cualquier desaprensivo.
Apenas me adentro en el callejón que conduce a la calle de los Tintes (resto gremial de la Cuenca medieval que el insigne D. Luis Brull de Leoz comparaba con acierto a la acera del Darro en la ciudad de Granada), empiezo a oír el murmullo del correr de las aguas del Huecar.
La música del correr del agua me recuerda otras músicas de viento, cuerda y percusión, escuchadas en esa misma zona las tardes de los domingos, que procedían de “La Marimba”, local al que solía acudir la juventud trabajadora para su esparcimiento, y del que salía sudorosa y con esa rubicundez en el rostro que denotaba su excitante satisfacción. El bullicioso lugar del danzón estaba situado en un local vecino a la Fonda de los Tintes.
Unos metros más adelante, junto al puente de la Puerta de Valencia, veo la pequeña casa en la que recibíamos clase de D. Primitivo Rubio, maestro nacional que sufrió el duro exilio interior de la postguerra, pero que a nosotros nos permitió el beneficio de su talento para las matemáticas.
La margen derecha del río permanece casi de la misma manera en que yo la recuerdo, con el mismo pretil y casi idéntica acera. La margen izquierda ha sufrido en cambio una mayor modificación, siendo la vegetación de su ladera, más diversa de colores y más cuidada, pero también más artificial, que cuando la recorríamos incesantemente – hacia arriba y hacia abajo, una y otra vez – para acompañar y animar a los barquitos de papel, de corcho, o de toza que lanzábamos y luego acompañábamos en su veloz carrera, río abajo, por su estrecho cauce.
El colosal mordisco que una antigua cantera le dio a la base misma del Cerro del Socorro, dejando un hueco blanquecino y descarnado desde la noche de los tiempos, ha sido rellenado por un edificio construido y utilizado para fines de Auditorio Provincial, magnífica idea que vino a mitigar la mísera vida cultural conquense.
A mi izquierda, sin embargo, permanece casi invariable la vista sobre el barrio de San Martín con sus casas de múltiples alturas que me recuerdan el acertado calificativo de “Nueva York de la edad media” con el que alguien lo ha bautizado.
Los pretiles del breve puentecillo tendido sobre el Huécar a día de hoy acusan también un cierto remozamiento de su antigua estructura, y sirven de división para dos cauces completamente distintos: río abajo es moderno, aseado, bien definido, pero muy convencional y totalmente manipulado; río arriba todavía manda el propio río en su cauce, es salvaje dentro de lo que su pequeño caudal le permite, y su margen lo definen las rocas, la tierra y los árboles, no la mano del hombre.
Los árboles de ambas riberas, en su mayor parte chopos, muchos de ellos con grueso tronco, que los provee de la necesaria base para su intento de alcanzar al puente de San Pablo y a las Casas Colgadas, de cuya altura sienten celos, mantienen su robustez y su belleza dentro de la desnudez estacional que en éstos momentos presentan sus ramas.
Empieza, no obstante, a percibirse entre ellos notables bajas que contemplo con verdadera tristeza: unos, totalmente rotos, no han podido aguantar los numerosos temporales; otros se defienden, pero muestran el paso del tiempo con alguna mutilación sensible en su estructura; algunos están claramente habitados y parasitados por los hongos, en ésta ocasión muy dañinos, que presagian un no muy lejano final; otros han dejado de existir con el concurso de la sierra mecánica, como muestra su limpia y aséptica huella, espero que fruto de una compasiva eutanasia y no de la precipitación municipal.
Junto a la Fuente del Porland se encuentra un desplome de grandes rocas que sepultó, según creo recordar, a una familia de la etnia gitana que utilizaba una de sus grutas como refugio o guarida invernal. Algunas de las caras de las moles rocosas, se encuentran ya ennegrecidas y aparentan haber estado así toda la vida, mientras que las paredes verticales parecen empeñarse en recordar la tragedia, y en demostrar – con su pálido y sonrosado color – que setenta años no son nada. Y menos para la geología.
Según voy lentamente progresando por la muy pina cuesta que asciende hasta el Convento de San Pablo, evoco otras visitas a ese lugar, entonces para disputar algún partido de fútbol o de balonmano con los seminaristas que lo habitaban. El uso actual del convento como sede del Parador Nacional de Turismo, me hace reflexionar sobre la distinta utilización actual de sus habitaciones, que imagino servirán al ocio, entretenimiento y toda clase de esparcimientos (incluidos los carnales), comparada con la casta y silente atmósfera que se supone debería reinar cuando sus celdas eran ocupadas por los seminaristas de antaño.
Como la subida es de las “de bota y merienda”, me da tiempo a evocar otros días en que caminaba por ella teniendo como destino la Cueva de la Zarza o el Cerro del Socorro, con la intención de celebrar las típicas meriendas del día de “jueves lardero”, lúdica y sana costumbre con que los conquenses aunamos el disfrute de la naturaleza, de la compañía de los paisanos y de la gastronomía local. También era un recorrido adecuado para esos días de “novillos” que no estaban motivados por algún acontecimiento extraordinario que no te podías perder, como el rodaje por Bardem de “Calle Mayor” con Betsy Blair objeto de la burla cruel de José Suarez, como consecuencia de una brutal apuesta para entretener la monotonía provinciana.
Con esas reflexiones estoy cuando tomo conciencia de que he llegado al Puente de San Pablo, desde él observo la hoz y me fijo en el farallón sobre el que asienta el actual Archivo Histórico Provincial. Recuerdo que el edificio fue utilizado como cárcel y vienen a mi memoria esos pelotones de la Guardia Civil que, desde su cuartel, situado por aquel entonces en el callejón de los guardias (justo al lado de Carretería), y hasta lo alto del Barrio del Castillo, subían andando, formados de tres en fondo, y precedidos de un cabo, en cada uno de los cambios de guardia que debían efectuar para custodiar a los presos.
Dos pasos por debajo queda el Convento de las Carmelitas, que de acoger una comunidad de monjas cuyas vidas transcurrían dentro de la clausura de sus muros, ha cambiado radicalmente su uso y actualmente está dedicado a otros menesteres socioculturales: radica allí la Fundación Antonio Pérez, y ocupa su parte superior el Museo Internacional de Electrografía (M.I.D.E.) de Cuenca, pionero en el campo del arte electrográfico y digital, y muy relacionado con la creación artística vinculada a internet. Vuelvo a tener oportunidad para establecer una nueva comparación entre el uso dado a estos otros aposentos a día de hoy, y el que tenían por entonces.
Los recuerdos pueblan de tal manera el soporte que les presta mi memoria, y forman en ella tan abigarrada y extraña simbiosis, que se dan la mano – como si jugasen al corro – evocaciones presididas por una atmósfera de goce y libertad, de diversión, de vivir en plena naturaleza; con los recuerdos de una ciudad demasiado llena de curas con sotana, de monjas, de seminaristas, de guardias civiles, de camisas azules, en la que todo el mundo : porteros, acomodadores, serenos, maleteros, etc. llevaba gorra de plato y en la que hasta el apuntador podía ser agente de la indiscutida e indiscutible autoridad.
Tras una última mirada desde el puente a todo el querido, entrañable y bellísimo paisaje de la hoz, desciendo por la cuesta hacia la ciudad y, al llegar de regreso a la altura del río, setenta años después, he vuelto a escuchar al Huécar. En ésta ocasión aunque su sonido es casi idéntico, ni los ecos de la ciudad, ni los que recojo de mí mismo, son tan idénticos. Como escribía Pablo Neruda nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.