El último verano antes de todo: Infancia, pérdida y el regreso a las raíces

El último verano antes de todo: Infancia, pérdida y el regreso a las raíces

Algunos libros no solo cuentan una historia, sino que nos obligan a mirar hacia dentro. El último verano antes de todo, de Jota Linares, es uno de esos libros que sorprende y no puedes dejar de leer. En esta ocasión, ni siquiera quieres que termine. No es solo una historia de amor ni un relato sobre el paso del tiempo. Es un libro que duele, porque en sus páginas se entrelazan la infancia, la pérdida y la certeza de que, en algún momento, la vida nos arrebata a quienes más queremos.

Esta historia encaja a la perfección en Caminos de Papel, porque, aunque no es una novela que se asocie de manera directa con la literatura rural, el pasado del protagonista y su conexión con la infancia beben de ese mundo. El pueblo, la familia, las raíces, el peso de lo que se deja atrás al marcharse y la sensación de que el tiempo en esos lugares sigue un ritmo distinto. La novela de Linares nos recuerda que la memoria de lo rural no es solo la de los campos y las casas antiguas, sino también la de las ausencias, la de las historias que quedan atrapadas en los lugares donde crecimos.

A lo largo de la novela, se percibe ese sentimiento tan universal: el deseo de marcharse. Crecer en un sitio pequeño hace que muchas veces soñemos con escapar, con encontrar un lugar donde todo sea más grande, más rápido, más libre. Pero hay algo curioso en ese deseo de huida: el sitio del que venimos nunca nos suelta del todo. Seguimos atados a él de una forma que no comprendemos del todo hasta que miramos atrás. Linares transmite esta sensación con una precisión que duele, esa contradicción entre querer marcharse y la certeza de que siempre habrá algo en ese lugar que nos llame de vuelta.

Cuando leí esta novela, sentí que el autor se estaba desnudando ante nosotros, compartiendo los recuerdos que le marcaron, las heridas que aún escuecen, la sombra del miedo a ser diferente. Pero hubo algo que me atravesó de una manera distinta: la muerte de la madre del protagonista, su cáncer de pulmón, la premonición de una vida que se acaba antes de tiempo.

Leer sobre la enfermedad cuando la has vivido de cerca es como abrir una herida que nunca se cerró del todo. La forma en la que Jota Linares narra ese duelo me resultó dolorosamente familiar. Es un duelo anticipado, ese que empieza mucho antes de que la despedida llegue. Porque cuando la muerte se instala en casa, todo cambia: las conversaciones, los silencios, la forma en que miramos a la persona que sabemos que pronto se irá. Es un proceso extraño, donde el amor y el miedo caminan de la mano, y donde cada gesto cotidiano se convierte en un intento desesperado por atrapar el tiempo antes de que se agote.

Pero si hay algo que me hizo sentir El último verano antes de todo como un libro propio, es su grupo de amigos. Linares consigue que te sientas como un miembro más de esa pandilla, como si pudiera sentarme con ellos y compartir su nostalgia, sus miedos, sus ganas de aferrarse a los recuerdos. Hay libros que te hacen sentir como un espectador y otros que te convierten en parte de la historia. Este es de los segundos.

Hay algo profundamente honesto en cómo la novela muestra el amor en sus distintas formas: el amor romántico, sí, pero también el amor hacia una madre que se va desdibujando con la enfermedad, el amor hacia los recuerdos que nos construyen, el amor hacia uno mismo cuando toca recoger los pedazos que deja el duelo.

La infancia pesa en esta historia como un refugio al que volvemos, pero también como un territorio de sombras. No siempre es un lugar amable. A veces es el escenario donde aprendemos, demasiado pronto, que la vida no espera, que las pérdidas llegan sin pedir permiso. Y en El último verano antes de todo, Linares nos lleva de la mano por esa nostalgia, por ese intento de reconciliarnos con quienes fuimos y con todo lo que dejamos atrás.

Cerrar este libro no fue fácil. Además de la emoción y el nudo en la garganta, te quedas con una extraña sensación: la de querer conocer La Laguna. Recorrer sus calles, imaginar cada rincón donde el protagonista vivió, buscar en su paisaje las marcas que el tiempo ha dejado. Porque al final, todos tenemos días que nos separan de quienes fuimos, de quienes amamos, de quienes podríamos haber sido, de un lugar que nos llama de vuelta, de un verano que nos marcó. Y en mi caso, también de quien se fue demasiado pronto.

Autor: András Kresák

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