Una efusión de savias cálidas y perfumadas corre por la sangre de los adolescentes. Hay en ellos un impulso de emociones y deseos que no es otra cosa que el ímpetu floral de la vegetación y el que alienta a las aves a entonar sus arrullos y gorgoritos. Es la energía del polen trasportado por el viento buscando el tacto adherente de los estigmas femeninos de las flores. Van al unísono hierbas y flores, jóvenes y pájaros.
Surge con los días alargados que clausuran el invierno, cuando sobre la tierra húmeda y sobre las peñas florecen las clavelinas y los alhelíes. Cuando el aroma de los almendros es aroma de enamorados.
En los campos de cereal las alondras, enloquecidas en su trepidante cantar, ascienden enroscándose alrededor de un mástil invisible hasta perderse en el espacio. Y en las alturas se cubren de silencio para precipitarse en picado fugaz y volver a perderse entre las mieses frescas. Se acaba la tarde larga y el ruiseñor prolonga en la noche su inagotable interpretación de armonías exquisitas.
Las golondrinas han traído burbujas del fuego de África entre el plumón de su garganta carmesí. Van recogiendo sus pellas de barro en los charcos del camino. Y beben mientras vuelan dando pellizcos con el pico a la piel del agua.
El cuco nos anuncia con su voz de bosque antiguo que él es el mensajero de la primavera. Que en los yermos, prados y montes va a eclosionar el prodigio de la germinación. Y que los esqueletos de los árboles recobrarán la frondosidad perdida y la alegría vital de la florescencia.
Los chopos, sargas y sargatillos de las riberas se adensan en una exuberancia de hojas nuevas. Los harapientos descampados, ribazos y cunetas se trasforman en altos herbazales floridos. Nuestra infancia era un lago vegetal en el que nos sumergíamos y aflorábamos impregnados de esencias. Nadábamos entre ababoles, sisimbrios, margaritas, espuelas de caballero, linarias, gualdas, chupamieles, malvas y salsifíes. Todos los colores perfumados, todas las formas posibles, todos los efluvios cálidos y húmedos nos empaparon y se quedaron impresos en lo que creímos sueños y eran recuerdos desvanecidos.
Tras las chaparradas de una tarde tormentosa, el sol, oculto por la cúpula de nubarrones negros, antes de extinguirse en el atardecer, ha rasgado una larga grieta en el horizonte y se ha derramado sobre los campos de cereal tierno provocando un fuego verde de luz extraordinaria. Se ha encendido un nuevo sol que no es del cielo, sino un sol terrestre que nace del contorno sombrío de los cerros y exprime sobre la superficie mojada de los cebadales un verdor resplandeciente de esmeraldas, vivo, intenso. Un vaho dorado de burbujas incendiadas flota entre los pinos negrales de la dehesa. Y sobre el pasto verde azulado las altas y rectas columnas de los troncos trazan gruesas e interminables líneas de tinta china.
Arco iris, arquitectura de colores. Arco del triunfo, engalanado con rojo de ababol, naranja de caléndula, amarillo de sisimbrio, verde de hierba y hoja, azul de centáurea y chupamieles, añil de nomeolvides, violeta de campánula y lirio. Puente mágico de la alegría. Ascensión floral a la gloria de los cielos.
En el monte de pinos y carrascas, de robles y majuelos rejuvenecidos, se encienden multitud de lucecillas irisadas, seres fosforescentes como luciérnagas diurnas, escarabajos de luz. Se ven y al instante dejan de verse, como si jugaran al escondite con nuestros ojos imperfectos. Son gotillas que la lluvia prendió en el borde de las hojas y que se encienden y apagan como bombillas caprichosas.
Olor a tierra mojada y cálida. A cielo derribado y a suelo ascendente. Conjunción del aroma que baja del espacio más allá de las nubes y el que emana de la piedra y la hierba lamidas por la lluvia. Olor al compromiso del cielo con la tierra. Olor a éter y a roca, al misterio sideral y a la tierra nutricia.
Acuden a tu puerta días húmedos y tibios de Irlanda, días tropicales de sol vigoroso y de lluvia caliente, días ventosos de escalofríos árticos. Todos los aires pueden soplar en este viaje cósmico hasta el cénit de junio.
Como un buda anfibio de bronce pardo y verde, la rana, impávida frente a la luz y el agua, ante el roce de las mariposas y el vuelo rasante de las golondrinas. Paciente, serena, clavada como una sólida talla. El colorín viene a beber y se posa junto a ella. Y la rana, impasible. Agitado, desasosegado, el jilguero da breves sorbos apresurados mientras levanta y ladea a uno y otro lado su cabeza inquieta. La rana, imperturbable. Cuando el ave, de súbito, levanta el vuelo en un estallido brusco, repentino e inesperado, y alcanza las alturas, la rana ni se inmuta. Y dudo si es la paz de los sabios o la estupidez de los indiferentes ante la existencia lo que la paraliza durante horas. Pero no hay nada de eso. La inmovilidad de la rana es sólo una técnica eficaz de caza.
Mayo alcanza el esplendor, la plenitud vegetativa y floral. Mayo, gozo de los montes y de los campos, de las danzas de las libélulas y de las mariposas, de las canciones de las aves, lo es también de la juventud recién florecida. La noche que entraba mayo no dormían los jóvenes. Eran mayas y mayos que entonaban hasta la madrugada, como los ruiseñores, cantares de apareamiento.
No hay mayor condena que perderse mayo. Añorar desde una oscura mazmorra la luz, el color, el cantar de los pájaros, los campos renacidos, puede convertir a un preso en un magnífico poeta anónimo. Se canta lo perdido. Toda la inmensidad de la primavera está condensada en el maravilloso romance del prisionero:
“Que por mayo era, por mayo,
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino, yo, triste, cuitado,
que vivo en esta prisión;
que ni sé cuándo es de día
ni cuándo las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero;
déle Dios mal galardón.” (*)
(*) Flor Nueva de Romances Viejos. Ramón Menéndez Pidal. Colección Austral. Ed. Espasa-Calpe, S.A. Madrid, 1969.