El pan sagrado

El pan sagrado

De niños, nuestros mayores nos trasmitieron la devoción por el pan. “El pan es de Dios”, nos decían. Si se nos caía, conteníamos la respiración, como si nos amenazara un mal augurio. Y es que el pan del cielo quedaba profanado cuando tocaba el suelo. Se iniciaba entonces un rito de purificación. Se recogía y se levantaba con delicadeza como para no hacerle daño, como si ya se le hubiera hecho bastante por no haber evitado que cayese. Se le daba un beso y el pan quedaba limpio y bendecido a través de nuestros labios. Había sido sacralizado de nuevo y ya se podía comer sin asco y sin miedo, libre de mancha física o espiritual.

 

 El pan era el alimento primordial. Base y sostén de los humanos. Pan sagrado, pan de Dios. Que el pan esté en las oraciones y en la liturgia del cristianismo y otras religiones, lo dice todo.

 

 El pan daba plenitud de sabor a cualquier alimento. Se comía pan con todo. Y muchos de los platos tradicionales conquenses se basaban en el pan: migas ruleras, gazpacho pastor, mazamorro, sopas, picatostes, rellenos, torrijas. Hasta con el pan se comía pan. Y cuando ya se habían pasado los tiempos oscuros, entonces alguien soltaba lo de “Pan con pan, comida de tontos”. Pan con uvas, con nueces, con un tomate o con un pepino, con el melón y con la sandía, con la ensalada, mojando en el moje, en las gachas y en todos los caldos. Con todos los guisos y con todos los productos de la tierra.  “Pan y navaja”, decían aquellos que comiendo pan sólo, lo iban rebanándolo como si fuera un manjar, impregnándolo del gusto salino y metálico del acero.  En aquellos tiempos de estrecheces alimenticias y anchuras socarronas le preguntaban a la tía Clara por sus primeras noches de bodas. Y ella con gracia de pícara vieja contestaba: “¡Ay hijo mío!, El primer día duele, el segundo escuece y el tercero ¡como pan con nueces!”.  Y explotaba a reír, tapándose el rostro con el mandil en una simulación pudorosa.

El Almuerzo de Diego de Velázquez. Fuente: Wikipedia

  El pan se cocía en hogazas y panes redondos. Los canteros eran los bordes más cortezosos y la molla el interior donde predominaba la miga. Se les preguntaba a los niños “¿Qué quieres? ¿Cantero o molla?”. Los pequeñuelos que todavía no conocían la burla, salivaban y se les abrían ojos como platos. Si contestaban “¡molla!” les arreaban un cachete con la mano de plano en lo alto de la cabeza, si preferían “cantero” se zampaban un capón con los nudillos en el cogote. Bromas de tiempos de hambruna. No comían, ¡pero se reían…!

 “¡Engaña pan, hijo, engaña pan!”, nos decían madres y abuelas, cuando veían que le metíamos más mano al condumio. El companaje era simplemente un complemento para realzarlo. El pan era el alma de la supervivencia. Me contaba el tío Alforjas que un chorizo le duró tres días. Lo metía entre el pan e iba cortando con la navaja engañándolo, porque conforme iba asomando el chorizo le empujaba hacia dentro y lo iba escondiendo y, sólo de vez en cuando, cortaba una rodajilla tan delgada como el papel de fumar.

– “Pan, mucho, y poco conducho”.

 Siempre pensé que era el mejor alimento, el más nutritivo. Tuvieron que trascurrir muchos años para percatarme que lo de “engañar pan” estaba asociado a la miseria, porque si el pan escaseaba aún escaseaban más las pitanzas que lo acompañaban. Y si no llenabas la barriga de pan corrías el riesgo de pasar hambre. Si bien el origen de la frase partiera de ahí, nuestros mayores estaban convencidos de la superioridad alimenticia del pan sobre el resto de viandas. Murieron con la creencia absoluta de la omnipotencia del pan.

   El origen e importancia del pan se pierde en los primeros tiempos de las culturas humanas. Tratando sobre la construcción de las pirámides como una de las grandes maravillas del mundo, el humanista Pero Mexia, basándose en la Biblia, asociaba tal derroche a la incalculable riqueza generada por el trigo: “Esta vanidad era obra de los reyes de Egipto que fueron los más ricos de mundo, así por la fertilidad de la tierra como porque en todas sus tierras nadie tenía hacienda ni cosa propia sino ellos, desde el tiempo que José dio aquel aviso al faraón de guardar el trigo los siete años de abundancia para el tiempo de hambre; que después, por trigo, hubo todas las haciendas de sus vasallos, y así eran riquísimos reyes y les servían como esclavos y súbditos”(1).

Fresco descubierto en Pompeya. Fuente: Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.

   El verdadero pan, el pan de Dios, debía ser de trigo. De hecho, a los trigales se les llamaba “panes”. Realmente, pan se podía hacer de cualquier cosa triturable: tanto de cereales y de leguminosas como de bellotas y castañas. Pero el pan de verdad era de trigo, y a ser posible de alguna de sus variedades superiores.

– “Pan candeal, pan celestial”

  El elaborado con otros cereales se menospreciaba.

– “Pan de centeno, para tu enemigo es bueno; pan de mijo, no se lo des a tu hijo; pan de cebada, comida de asno disimulada; pan de panizo, fue el diablo el que lo hizo; pan de trigo candeal o tremés, lo hizo Dios y mi pan es”.

  Los propios refranes castellanos expresan con contundencia la relación del pan y la divinidad. Incluso van más allá y lo manejan para descalificar a otras religiones próximas.

– “El pan de panizo, Mahoma lo hizo; y pues lo hizo Mahoma, que él se lo coma”.

 El agua, con todo lo imprescindible que era y con todo lo que se valoraba, no llegaba a tener el carácter sobrenatural del pan. Probablemente porque el agua cae del cielo sin esfuerzo alguno por parte del hombre. Nacía gratuita en los manantiales donde se dejaba coger sin oponer resistencia, corría libre por los ríos y torrentes, a los que podías sangrar a tu antojo, se entregaba fácilmente a cualquiera. Pero el pan no lo daban los dioses gratis. Era escaso y costoso. “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente”.  Y has de labrar la tierra y luego sembrar, tirando la riqueza de la semilla que no sabes si germinará y fructificará después. Y segar y trillar y aventar. Y luego moler y amasar y cocer. Un interminable y laborioso ajetreo que hacía del humilde pan un manjar del Olimpo. Y desde ese momento bíblico quedó asociado a la lucha humana por la supervivencia. Conseguir el pan fue un duro castigo divino. ¡Pan de Dios!  Más bien, pan del hombre. ¡Más de Dios tendría que ser el agua!

   Tiempos aquellos en que el vino era también fuente importante de alimento y de vitalidad, por eso se les daba a los niños en sopones con azúcar y en los reconstituyentes huevos batidos. Pan y vino. Cuerpo y sangre de Dios humanizado.

  Derramar el vino, por el contrario, era símbolo de alegría. Verdad es que el vino no podía recogerse como el pan. El derramamiento era irreversible, por tanto mejor celebrarlo, como en las fiestas, que no llorarlo.

 Agua esencial. Pan de Dios. Vino del regocijo. Agua, tierra de pan, fuego de vino. Las tres  potencias que daban el aliento vital a nuestro pueblo.

La última cena de Juan de Juanes. Fuente: ArtePlus

Estaban los hacheros almorzando a la sombra de los pinos. Juan se ha apartado un poco buscando mejor sombra bajo un gran majuelo. Sentado en el suelo a la moruna, abarca y calcetín de lona, pantalón de pana remendado y camisa sudada de sarga. Su pellejo, tostado y cuarteado de cuarenta soles y cuarenta inviernos inclementes, era un desafío al hielo y al fuego. Se ha quitado la boina y le ha quedado una franja pálida de difunto en lo alto de su frente.

 

  El dueño de la dehesa ha venido a supervisar las cortas. Le ha llamado la atención este jornalero, que come con tanto gusto. Le ha visto abrir el zurrón y sacar un cantero de pan y un trozo de tocino salado. Con sus manos grandes y cortezosas, de nudosos sarmientos tallados por el hacha, ha abierto la navaja cabritera. Ha colocado el tocino sobre el pan y va cortando de uno y de otro alternativamente. En su boca, la masticación adquiere el ritmo y el goce de la fruición. Come con tanto gusto que el paladeo suena a música celestial y es un canto, no al placer de la gula, sino al de la satisfacción biológica de la necesidad, un agradecido rito a la trascendencia mística de la alimentación. Por ella el mundo se hace carne de hombre.

  Se acompaña con una bota de vino tinto. La eleva sobre su cabeza y la aproxima o la aleja de sus labios receptivos, acortando o alargando el chorro en un juego caprichoso. Trago largo. La bota parece sentir y conmoverse entre sus dedos sarmentosos. Cae el tallo negro de rojas claridades y se rompe entre los dientes en un continuo chasquido silbador.

Y dice el hacendado con una emoción al borde del llanto:

– Daría todo lo que tengo por poder disfrutar del comer como tú. Los manjares más exquisitos en mi boca se vuelven veneno, me hieren las entrañas y me torturan en unas digestiones que me abrasan y me amargan la vida. No hay nada en el mundo que me haya dado tanta envidia como verte comer con ese gusto con el que tú comes.

El apeo de árboles: hacheros, aserradores y motoserristas. Fuente: Festival de la Sierra y el Hombre

¡Qué difícil es ahora entender ciertas sensaciones y emociones respecto al comer! ¿Qué sabor y qué mística tenían los alimentos más elementales? ¿Cómo entender desde la saciedad aquella devoción por el pan?  “La mejor salsa, la gana”. Y el pan, el manjar más sabroso. De hecho, hoy en día ocurre lo contrario. El pan está desprestigiado. La copiosidad de muchos otros alimentos le ha dado la puntilla. “No comas tanto pan, que te vas a poner como un trullo”, dicen ahora madres y esposas.

    Tiempos aquellos en que un jornalero trabajaba de sol a sol por media hogaza y un ricacho de pueblo era rico sólo porque comía carne hasta hartarse y no trabajaba. No había más lujos. El dinero no se veía ni en pintura. Pero carnes y jamones no le faltaban. ¡Casi nada!

     Estaba “apanarrao”, de espaldas al fuego del hogar, en un asiento sólido de madera y anea, frente a la mesa grande y basta del cocinón (2). Desde el zaguán, el resplandor de la lumbre lo envolvía en una aureola sobrenatural.

   Una olla humeaba sobre las trébedes y desprendía olores de enjundias de cerdo, aromas sofritos a   pimentón y ajo, a cebolla y laurel. Comía con cuchara un potaje de alubias. A cada cucharada le correspondía un bocado de pan. Sobre la mesa, al alcance de su mano, el pan redondo, una fuente de chorizos y costillas de orza, un plato de pollo frito con ajos, una hogaza de pan, una cestilla de mimbre con manzanas y nueces. Y un porrón, como artilugio de alquimista, al que frecuentemente recurría. 

Bodegón con ciruelas, brevas, pan, barrilete, jarra y otros recipientes de Luis Egidio Meléndez. Fuente: Museo Nacional del Prado

 No estaba sólo. Una mujer empañolada y de amplias sayas atizaba la lumbre con el badil y de vez en cuando daba vueltas con el cucharón a un caldero que colgaba de los llares. Una chimenea de amplia campana, de pared a pared, por la que entraba la luz tamizada del día. El hogar, flanqueado por dos negros morillos de pomos dorados y relucientes. En la banca un joven, tendido con el rostro parcialmente cubierto por una gorra de visera, dormitaba panza arriba. Tres niños descalzos y dos viejos harapientos se encontraban en actitud sumisa y expectante al otro lado de la mesa, algo distanciados, muy cerca de la puerta de salida al portal. Sus ojos encendidos era lo único vivo en sus cabezas ralas, en sus caras consumidas. La tiña y la inanición, su único patrimonio. De vez en cuando, el comensal, haciendo un amago de llevarse un trozo de pan a la boca, inesperadamente, lo  lanzaba al aire, por encima de sus cabezas y los pobres saltaban y reñían, como perros, para arrebatarse unos a otros el bocado.

(1) En el Génesis bíblico se cuenta la historia de José, el hijo predilecto de Jacob. Fue el único que supo interpretar los sueños del Faraón en los que siete vacas flacas y siete espigas de trigo raquíticas devoraban respectivamente a siete vacas gordas y a siete espigas bien granadas. Le aconsejó que construyera silos y graneros para guardar el cereal, porque iban a venir siete años de mucha abundancia y despues siete años de gran escasez. José fue nombrado primer ministro. Se convirtió en el primer economista que previó el mercado y lo aprovechó. Cuando llegaron las malas cosechas, el único que tenía trigo era el faraón. José subió los precios a su antojo. A partir de ese momento el faraón se hizo el dueño absoluto de todo, porque todos, tanto egipcios como naciones limítrofes, dependían de él.

(2)Apanarrarse: Repantigarse, arrellanarse en el asiento para estar más cómodo.

BIBLIOGRAFIA.

 -Refranero General ideológico español. Luis Martínez Kleiser. Ed. Hernando. Madrid, 1989.

 -Silva de varia lección. Pero Mexia. Cátedra. Letras hispánicas. Madrid, 1989.

 -La Biblia. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid. MCMLXX.

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