El invierno

El invierno

   También este año el aire tibio del otoño se ha prolongado demasiado tiempo, hasta que una mañana, a mediados de enero, amaneció poblado de alfileres. Se clavaban en las mejillas y en las orejas como caricias punzantes. El resuello se hizo visible como el humo de un tubo de escape. Por fin había llegado el invierno.

   Sin hielo no hay invierno en esta tierra. La helada sanea las raíces y fortalece la germinación y los brotes primaverales. En las noches más crudas se endurece el agua en la entraña de las piedras y las hace estallar como un silencioso barreno. Un lento murmullo explosivo que quebranta los riscos de las hoces.

  Las estrellas, que antes titilaban, ahora tiritan en las interminables noches de transparencia perfecta, de claridad alucinante. No hay cielo más inmenso y profundo. Orión sale a cazar cada noche a la Liebre de hielo con su Perro Mayor.

    “Ya no nieva como antes” dicen los lugareños. Ni tampoco hiela tantos días. Por estas tierras altas y apartadas del mar, aún podemos gozar del misterio de la nieve en algunas ocasiones y, con más frecuencia, quemarnos las yemas de los dedos en el agua congelada. En las chorreras de las umbrías se forman carámbanos como punzones y en los rebosaderos de los manantiales se amasan grumos de hielo. Una orla plateada bordea las riberas de ríos y arroyos. Al aljibe le ha caído una losa de piedra transparente, un enlosado de cristal sin juntas. Y el agua de un barreño se ha cocido en el horno de la congelación como una hogaza.

   Los copos de nieve son plumones de un cisne blanco con los que pueden tejerse interminables y mullidos paños. Un manto sin costuras ha de cubrir la inmensidad del llano, los recuestos, las matas, los arbustos. La gran nevada revela una alucinación que ahuyenta los colores y plasma de manera absoluta la locura del blanco, el deslumbramiento de la luz celestial, de la pureza luminosa en la estación oscura.

  La cencellada convierte espinas, zarcillos, yemas, hojas y tallos en objetos preciosos de filigrana de cristal, de orfebrería tallada por una mano minuciosa y hábil. Florituras en vidrio de una botánica barroca. Los tallos secos e insignificantes de las gramíneas se trasfiguran en haces de luz y resplandores.

  Los seres humanos temían al invierno. Era terrible para los pobres, sin leña y sin abrigo. El hombre es de agua y necesita al sol para no petrificarse. Y el sol, débil y moribundo, necesita la magia de los hombres. Las hogueras de San Antón, San Julián y San Blas le insuflaban el vigor suficiente para reavivarse y poder seguir caldeando, al menos, la solana comunal, areópago de los ancianos rurales. La solana celtibérica, hogar de los vagabundos, donde el sol es una estufa regalada.  

 ¡Cuántos seres se han muerto de mentirijillas para no morirse de verdad! Pues en los esqueletos de los árboles quedan las yemas, latentes y apretadas, condensando toda la amplitud viva del follaje. Y bajo la tierra palpita y coge fuerza el corazón hibernante de los gamones, carrizos y lirios, de la culebra y la lagartija, del espliego y la mejorana, de las pupas y crisálidas de los insectos. Invierno de las raíces vivas. De la vida subterránea. De la muerte aparente.

 Otros habían volado mucho antes, cruzando serranías y mares, en busca de un sol más animoso.

  No todo es muerte real o aparente. Hay quien espera a los rigores del frío para alcanzar su plenitud vital. Brota entre la escarcha o la nieve el azafrán silvestre, la primera flor de nuestros montes. El avellano de la torca deja caer desde sus candelillas desmayadas una lluvia de oro fecundante que trasporta el viento. Es el tiempo elegido por las grandes rapaces para amarse.

  Te llama la atención y observas una excrecencia adherida al tronco de un chopo, sobre el puón de una rama rota. Te acercas pensando en un tumor vegetal. Hay un instante en que la tibia curiosidad se convierte en emoción candente. En la íntima cercanía ya puedes discernir, sin duda ninguna, enhiesto y pegado a la corteza, con el mismo color gris oscuro descompuesto en mil pedacitos de diferentes tonalidades pardo grisáceas, el plumaje de un cárabo. 

   Podrías alargar el brazo sobre tu cabeza y tocarlo. Pero no lo haces. Temes resquebrajar un palacio de cristal, un orden infinito. Te has quedado, como él, pasmado. Con sus ojos cerrados, cubiertos de plumón, y su envoltura críptica, él se sabe invisible. Vas rodeando la columna del tronco, casi sin respirar, sin doblar las rodillas, con paso pausado y blando, las plantas de los pies recobrando el tacto primigenio de la especie desnuda. Y mientras tú giras con el cuerpo, va el cárabo girando hacia ti la cabeza, su gran cabeza de perspicaz Atenea, en una circunferencia completa, como si te viese con los ojos cerrados. Habéis completado el círculo y ya estáis en el mismo lugar donde lo iniciasteis. El cárabo, quizás convencido de que no te has percatado de su presencia, no ha mostrado en ningún momento el más mínimo indicio de querer levantar el vuelo.

  Seguramente vuestros corazones, el del cárabo y el tuyo, se han acelerado del mismo modo por motivos diferentes. Te alejas de espaldas con el mismo sigilo, con la misma respiración contenida y allí se queda el ave de las tinieblas esperando la noche, tan satisfecha de haber burlado al rey bobo de la creación. Y éste se siente agradecido de haber intimado de algún modo con un ser superior y misterioso.

  Cuando anochezca levantará su ululato lastimero resonando como un clamor en el glacial silencio. La voz del cárabo al anochecer es la voz del invierno en los hocinos del Huécar, junto a la vieja ciudad nacida de la roca.

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