En el centro del pueblo sobresalía la capilla del hospital de Nuestra Señora de Gracia. Gracia sería exclusivamente la de nuestra Señora porque el edificio era y es bastante asimétrico y soso. De una sencilla nave a dos aguas y un pequeño y austero campanario a cuatro. Como la campana anterior tuvo un fin para mí desconocido y el coste de su reposición al parecer inasumible, la función de llamada a los fieles la cumplía con sordidez y atrevimiento descarado una llanta de camión. Durante muchos años el tañido familiar y cotidiano era de parpalla y hierro viejo.
Se le sigue llamando “La Ermita” contraponiéndola a “La Iglesia”, edificación de más empaque y abolengo que desde la ladera del Cerro de la Malena preside todo el pueblo. Del hospital ahora no queda nada. Recuerdo haber presenciado sus ruinas: paredes al aire de las que colgaban algunos balcones, como el decorado de un teatro callejero y una desolación de escombros. Se abatieron sus restos inseguros y se despejó el lugar. A su tiempo, y tras plantar unos cuantos arbolillos, levantar una fuente y pavimentarlo, quedó el solar convertido en plazuela.
Detrás de la ermita y del hospital de Nuestra Señora de Gracia, en un rincón del solar algo escondido, sin llegar a ser oculto, teníamos los varones el cagadero comunal. “El Cagaero”. Niños, jóvenes y viejos compartíamos este lugar casi sagrado, totalmente céntrico. Su aliento a imperfección humana se aunaba a otros también familiares: el cieno del regajo y el estiércol de los balagueros.
El Cagaero era de uso exclusivo de varones de cualquier edad. Allí se podría haber hecho un corte estatigráfico donde analizar arqueológicamente las capas mierderas de nuestros antepasados. Los cantos con los que nos limpiamos el culo: ¿Cuántos culos en cuantos siglos no habrían deshollinado?
En este caos sólo regían dos estrictas normas:
1-Guardar una distancia prudencial con el “cocagante”, distancia que en ningún caso debía traspasar la que se marcaba estirando los brazos sin llegar a tocarse con la punta de los dedos. En caso de que, al acuclillarse, ya con el culo al aire, no se hubiera calculado correctamente la distancia de seguridad, el que había llegado después tenía que desplazarse con las posaderas enhiestas, tras ser recriminado por el que tenía derechos preferentes. Se nos decía que si no cumplíamos estas exigencias preventivas nos habrían de salir terribles sarpullidos en las partes más sensibles de nuestro cuerpo.
2-Buscar y observar atentamente el canto elegido con objeto de que no hubiera sido utilizado recientemente. A este respecto circulaba, aunque de rima rácana, una coplilla: “Si te pones a cagar /y el canto no tienes dispuesto/ tienes que ir a buscarlo/ con los tres ojos abiertos”.
En aquellos tiempos en los que aún no imaginábamos que algún día no sabríamos vivir sin el papel higiénico, cuya existencia desconocíamos, a los cantos se les podría haber conferido el protagonismo histórico que Mújica Laínez atribuyó al escarabajo egipcio, testigo milenario de sociedades y culturas. Pero las existencias nacen y mueren. A veces el nacimiento de una existencia conlleva la extinción de otra. Nació el papel higiénico y se desvaneció para siempre la cascarria. Escribe María Moliner en su diccionario acerca de cascarria o cazcarria: “Se aplica, generalmente en plural, a las salpicaduras de barro que se recogen al andar en la parte baja de la ropa”. Como sinónimos “zarpa, zarraspastra, zarría” Los mismos que apunta José Manuel Blecua en su Diccionario General de Sinónimos y Antónimos”. No he podido encontrar en sitio alguno la acepción que el pueblo sin papel higiénico daba al término “cascarrias”. Hoy, en el día de la ducha frecuente y la limpieza pormenorizada, las cascarrias anales han pasado a mejor vida y los jóvenes desconocen la existencia de aquellas láminas excrementicias que se adherían al vello más íntimo. Es posible, incluso, que muchos no lleguen a entender de qué estoy hablando como si se tratase de un profundo arcano o un complejo concepto alquímico.
Mear se podía mear en toda la anchura y longitud de las vías públicas. De este menester participaban también las viejas: con sus faldas hasta los pies no necesitaban más que ahuecarlas y descargarse. El tiempo moderno había acortado las faldas de las demás y, excepto alguna descarada, la mujer solía hacer aguas menores y mayores en el corral o la cuadra de casa. Las deposiciones femeninas se recogían con una pala y se sumaban al estiércol de los cerdos o de las caballerías.
El Cagaero es hoy en día tierra sagrada: hace unos años se amplió la capilla a su costa y donde cagábamos se levanta el nuevo altar del ampliado templo, bajo unos arcos deformes de medio punto que imitan torpe y ridículamente a sus hermanos correctos del siglo XVIII. Es evidente que se olvidó el oficio. Sin embargo, en algo se mejoró, además de en amplitud: se sustituyó la llanta por una campaneja, aunque humilde, verdadera.
Las calles, obviamente, eran de tierra y piedras, es decir de barro en invierno y de polvo en verano. Con estos materiales milenarios se mezclaban las recientes cagarrutas, moñigos, gallinazas y un largo etcétera de diversa materia orgánica. El hombre no estaba solo. No sólo en sus calles, sino bajo su propio techo habitaba una muchedumbre de hermanos franciscanos: la hermana oveja, el hermano borrico, la hermana gallina, la hermana mula y el hermano gorrino. Esto adensaba el aire con un aroma nutricio que se podía segar con la hoz. ¡Qué gratificante era, sin embargo, sentir en invierno bajo el techo del hogar el calor espeso y fraternal de tantos seres entrañables con su correspondiente e inestimable bagaje excrementicio!
Amante de la naturaleza. Agente medioambiental de la CH Júcar