Dios y su pequeño pueblo travieso

Dios y su pequeño pueblo travieso

Oficialmente todos éramos católicos, apostólicos y romanos. La nación más católica del mundo, heredera de los Reyes Católicos. La que salvó a media humanidad de los falsos dioses paganos de América y de algunos lugares de Asia o África. Éramos el pueblo unívoco de Dios, regido por sus representantes en la Tierra: los clérigos. Y por un general elegido por la gracia divina. El catolicismo era la única religión verdadera. Tras una ola de republicanismo laico judeomasónico se había llevado a cabo una gloriosa cruzada que nos libró del abismo en el que estábamos a punto de precipitarnos. 

Sin embargo, no todos respiraban del mismo modo. La gente iba a misa las fiestas grandes y los entierros, pero daba la impresión que se lo tomaban a cachondeo. ¿Creían en Dios? ¡Misterio! La mayoría, eso sí, confluían en la idea de “Algo tiene que haber”. Esta frase era para mí la que revelaba el verdadero rostro de Dios. Si los musulmanes tenían a Alá y los británicos a God, nosotros teníamos a Algo. Luego veíamos con nuestros propios ojos en las representaciones gráficas a un anciano de poblada y larga barba blanca con un triángulo luminosos tras el cogote. Esto nos mosqueaba un poco. ¿Quizás había en lo más hondo de nuestra sangre alguna reminiscencia de la iconoclasia musulmana o judía? ¿Nos quedaba algún poso anterior a Trento de extinguidos erasmistas o luteranos?

Había quienes decían creer en Dios pero no en los curas, los había que también creían en estos y quienes creyeran o no creyeran los despreciaban tanto a Uno como a los otros. Un dia el tio Sabañones se subió al alto de las eras y desafió al Altísimo:

-¡¡Baja aquí si tienes huevos a mirarme a la cara!! ¡¡No te escondas, no, só cabrón!!

 Voceaba con rabia, levantando la vista a la inmensidad y marcando el suelo a sus pies con el índice tieso de la mano derecha. Lo hacía en un tono estentóreo como si tuviera en cuenta la larga distancia que los separaba. Serios motivos tendría que tener para mostrar tal enojo contra su Creador. Parece ser que le endosaba a Éste la responsabilidad del pedrisco que acababa de arruinarle la cosecha. Y, para colmo, la zorra había penetrado en el gallinero y le había dado matarile a la mayor parte del averío. No se acordaba, para consolarse, de los pasados años de abundancia y de que, a él, al fin y al cabo, la divina providencia le había asignado un puesto privilegiado entre la inmensa masa no propietaria de jornaleros, manobreros y pordioseros. El poseía tierras y ganado. Tenía a su servicio un pastor y un mozo de mulas. Estaba ungido por los cielos con la herencia de sus padres. Nunca le faltaría qué comer y donde cobijarse. Pero los hombres somos así de desagradecidos.

 Muchos años llevaba ya el país poniendo en tela de juicio creencias e instituciones tradicionales. Al menos desde principios del siglo XIX. Se había pasado tormentosamente por dos repúblicas y por el nacimiento y prosperidad de ideas socialistas, anarquistas y anticlericales. No hay que extrañarse de que la fe antigua tuviera alguna gotera. Muchas mujeres y algunos hombres habían sido espiritistas. Y, aunque perseguidos por la dictadura nacionalcatólica, a escondidas, siguieron practicando su particular fe durante unos años más. Y finalmente, al mismo tiempo que las apariciones de nuestros difuntos, el espiritismo se agostó. Se debió no sólo a la persecución sino, sobre todo, al advenimiento de la tele, con la que podía visualizarse muchos más muertos todavía y con superior calidad de imagen.

 El oculto anticlericalismo afloraba fácilmente, incluso entre los que iban a misa. Realmente la práctica religiosa oscilaba entre la superstición, la mera costumbre y la obligación política o social.

  • ¿Sabes lo que quieren decir los curas cuando se santiguan?

  Te preguntaban los viejos burlones.

  • Muy sencillo: Pensar con ésta pa llenar ésta sin mover ésta ni ésta.

  Mientras señalaban con las puntas de los dedos de la mano abierta la frente, el vientre, el brazo izquierdo y el derecho sucesivamente.

 Se contaba de broma o de veras que en cierta ocasión trajeron de la dehesa próxima de Fuentelespino un grueso tronco de negral bien derecho. Tallaron la imagen del santo protector contra la peste y lo que sobraba fue vaciado para un dornajo. Desde entonces quedó en el acerbo popular aquello de:

Hermoso San Sebastián

nacido en Fuentelespino

eres hermano carnal

del tornajo mi gorrino”.

 Se oían parodias de las oraciones y rezos más frecuentes.

 Se persignaban con un nuevo texto que no había atravesado el umbral del “nihil obstat” (1): “Por la señal de la canal, comí tocino y me hizo mal, si más comiera más me hiciera. Bésale el culo a mi gurrupera”. (2)

 O te enseñaban el padrenuestro en versiones poco ortodoxas. “Padre nuestro metido en un cesto, las sábanas rotas y el culo en pelotas……”.

 El cura participaba de esta sociedad juguetona y bromista. Era, como la mayor parte de los varones del pueblo, forofo del truque y no se perdía la partida de cartas en la taberna ni un solo día del año. A veces cuando se le echaba encima la hora y corría el riesgo de llegar tarde a alguna función religiosa, exclamaba:

  • ¡Que no se mueva nadie! ¡Ahora mismo vuelvo!

 Dejaban las cartas tal cual estaban. Y ya en la puerta de la calle se levantaba la sotana por encima de la cintura y, dando saltos como un gamo, echaba a todo correr hacia la iglesia.

Era el clérigo irreverente o goliardesco del Carmina Burana. Sabía versos anticlericales del siglo XIX.  Como este par de redondillas:

“Un escultor no afamado

pero de genio travieso

hizo un San Antón de yeso

poniendo su cerdo al lado.

Y entrambos, en un renglón,

explicó prudente y cuerdo

cuál de los dos era el cerdo

y cuál de ellos San Antón”  (2)

 O algún epitafio en pareado:

“Aquí fray Diego reposa

en su vida hizo otra cosa” (3)

 Le preguntaban:

  • ¡Don Celestino! ¿Cómo es el infierno?

 Y él serio y reflexivo, como en un escenario, declamaba lentamente, impostando una voz que surgía de las tinieblas:

  • ¡Es terrible! Lo primero que encuentras es una charca enorme de orinas y excrementos y todos los condenados allí inmersos con la mierda hasta el cuello. Un demonio gigantesco, de colmillos afilados y vomitando fuego, maneja una guadaña tremenda, su filo acerado lanza destellos, y cuando se le antoja grita: ¡Que va la cuchilla! Y a ras de la mierda pasa la guadaña y todos sumergen las cabezas por el pánico a ser decapitados……. ¡Y ASI TODA LA ETERNIDAD!

  Seguramente no había leído a Dante. ¿O sí? Quizá Dante se basara en las mismas historias narradas ya por los clérigos irreverentes de su época. Vete a saber.

  Un invierno, los mozos trasnochadores venían observando la presencia de un fantasma, que de esquina en esquina aparecía y desaparecía en silencio absoluto. Tras un eficaz seguimiento pudieron comprobar que la furtiva sombra se enchulaba cada noche y a deshora por la puerta de Eufrosina, una solterona de buen ver que vivía sola. El fantasma en puntillas fue identificado: Don Celestino.

    Decía mi abuela: Los curas se tendrían que casar, porque son hombres como los demás. El mejor cura que he conocido era don Justo. Tenía ocho “sobrinos” con el ama y antes de amanecer ya estaba cortando leña o haciendo palería. Trabajaba de albañil, segaba, descargaba costales de trigo, capaba gorrinos, y hacía sus misas y sus entierros. No descansaba, pero a sus hijos los crió y los tenía bien atendidos y no como otros que “hacen la del cuco”.

 Don Celestino y Eufrosina desaparecieron y apareció Don Florencio. Un cura muy diferente. Un místico. Cuando llegó al pueblo lo primero que hizo fue acercarse a la escuela para elegir varios monaguillos. No sé por qué uno de los elegidos fui yo. Recobramos la costumbre del besamanos que habíamos perdido con el anterior.

 Las de Don Florencio, blancas y delicadas, de dedos largos y recortadas uñas de nácar, su tez tersa, afeitada hasta la perfección, impoluta, resplandeciente, me impresionaban. La tonsura perfecta entre los morenos y sedosos cabellos. Espigado, elegante, perfumado. Ensotanado con extrema pulcritud y cubierto frecuentemente con un impresionante sombrero de teja. El color negro de una intensidad y pureza nunca vistos contrastaba poderosamente con la blancura  de su piel. Su voz meliflua y musical me indicaba que Dios existía y enviaba a seres celestiales a pisar barro sin ensuciarse. Nunca había conocido a nadie igual. Pero un día que yo no acertaba con el apagavelas, se cabreó tanto conmigo, que sus manos se trasformaron en garras y su rostro angelical en la viva imagen del demonio. En ese momento se descorrió el velo y me di cuenta que él también era de este mundo.

 Elietas tenía cuatro años y un remolín sobre la esquina izquierda de la frente que conservaría hasta que fue a la mili. Exhalaba una vitalidad vertiginosa y una gracia para comérselo. Pero cuando le daba por hacer travesuras se quedaba sólo. A sus padres les hacía perder, sin embargo, el humor. Con él no ganaban para sustos. Como aquella vez que desapareció. Lo estuvieron buscando horas y horas. Lo encontraron en el gallinero arrancándoles las plumas a los pollos.

  • ¡Mila mamma: lo que haceh tú!

 El cura se le acerca y le remueve el remolin con la palma de la mano. Y él mirando de reojo desde abajo arriba le levanta la sotana y con la mirada aviesa le hurga el interior mientras le pregunta:

  • ¡Eh, eh! ¿Tuú tieneh pilila?

 Una vez al año, o cada dos, venía el obispo a confirmar la primera comunión. Hay cierto revuelo los días previos, se levantan enramadas preciosas y se adornan los balcones con colchas policromadas y guirnaldas de flores. Los ya confirmados de años anteriores te han ido explicando en qué va a consistir el acto. El obispo se pondrá junto al altar en el sillón más señorial y de más alto respaldo que haya en la iglesia y los chavales iremos en fila desde los bancos de la nave por el pasillo central hasta postrarnos a sus pies. Inclinado sobre ti y con la cabeza baja el obispo te atizará un guantazo en el cogote, diciéndote:

  • El obispo de Cuenca te da un manotón

 para que no se te olvide la confirmación”.

 Yo ya no me acuerdo lo que me dijo, creo que no fue eso, y el guantazo yo lo esperaba más fuerte, pues, la verdad, no me hizo daño. Creo, sin embargo, que cerré los ojos por si acaso.

Cuando el obispo se baja del coche junto a la enramada a este lado del puente, acuden a la puerta que se abre el cura, el alcalde, la pareja de la guardia civil, el juez de paz y algunos vecinos destacados, entre ellos se entremete el tío Lenguazas, uno de los más ancianos y campechanos del pueblo. No se perdía una. Le echa la gran mano callosa de viejo hachero y le da la bienvenida. Como el tío Lenguazas siempre se esmera en quedar bien con el forastero y alabarle los méritos personales, le suelta como colofón:

– ¡Me cagüen Dios, Don Inocencio, que lustroso,  qué gordico y qué bien que está usted!

– ¡Mire que es usted burro! Le responde, atónito, el obispo.

– ¡Ah pájaro!  ¿Qué se creía? ¿Que era usted sólo?

  A pesar de todo esto, yo creo que Dios (en el fondo) se divierte con nosotros y no nos toma en serio ninguna de nuestras humanas debilidades.

La salida de misa, en una aldea de las cercanías de Santiago de Galicia (1862). Dionisio Fierros Álvarez. Óleo sobre lienzo, 138 x 206 cm. Fuente: Museo del Prado

(1) Según el Diccionario de la RAE: Aprobación de la censura eclesiástica católica del contenido doctrinal y moral de un escrito, previa al imprimátur.

(2) Conquensismo de gurrufera. Según DRAE: Dicho de una caballeria: Fea y de malas mañas.

(3) Juan Martínez Villergas 1817-1894.https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/la-risa-en-la-literatura-espanola-antologia-de-textos

(4) Pablo de Jérica, 1781-1841.https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/la-risa-en-la-literatura-espanola-antologia-de-textos

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