Cuento “La visita”

Cuento “La visita”

La pulsera inteligente vibró en la muñeca de Carlos. Era un mensaje de WhatsApp de su madre:
  • “Acuérdate que tienes que ir a ver al abuelo!!”
Con un mohín de disgusto, eliminó la notificación sin abrirla. Sí, tenía que ir a casa del abuelo, lo tenía claro. Pero no estaba dispuesto a que su madre viera que había leído el mensaje. Que esperara pensando que se le había olvidado, y ya le diría después que por supuesto que había ido a ver al abuelo, que cómo era posible que lo dudara. Si bien es cierto que no le apetecía nada, justo ahora que estaba viendo con sus amigos un streaming en YouTube, también entendía que tenía que hacerlo. Sin pensarlo mucho más, se levantó del respaldo del banco donde estaba sentado y dijo al grupo de cogotes allí apiñados:
  • Chavales, me voy a casa de mi abuelo. Ya me contaréis cómo acaba eso.
Dos de ellos consiguieron emitir un gruñido de despedida. Los otros tres estaban tan obnubilados que sería difícil asegurar siquiera que habían oído que Carlos se marchaba. Desde luego, él no se lo tuvo en cuenta y, sacando el móvil, se puso en camino. Estaba en el parque San Fernando y su abuelo vivía en la zona del Castillo, en una de esas encantadoras casitas que hay tras la primera fila de bares. “Fuah, menudo pateo me queda” pensó. “Menos mal que voy bien de batería, así no me aburriré demasiado”. Eran las 16:00 de un fresco mes de junio. La tarde prometía ser de esas en las que la tibieza del sol y la caricia del airecillo se conjugaban de tal manera que invitaban a salir a la calle, a jugar al fútbol en cemento, a tirarse en el césped, a ver la hierba crecer. Dicho en una palabra: era una tarde viva. Sin ser del todo consciente, Carlos se percataba de estas cosas. Al fin y al cabo, acababa de cumplir dieciséis años y, si algo le sobraba, era vitalidad. En su forma de moverse, se intuía; en su candidez al hablar, se entendía; y por el color de sus mejillas y el mirar de sus ojos, se anhelaba. Así pues, Carlos avanzaba hacia casa de su abuelo. Consultaba el móvil constantemente, en especial cuando la pulsera vibraba, lo cual era muy frecuente al estar metido en diecisiete grupos de WhatsApp y tener activadas las notificaciones de casi todo a lo que se suscribía. Esto no supondría un problema –algo hay que hacer mientras te desplazas del punto A al punto B– de no ser porque se tropezó con una raíz de las que levantan el pavimento antes de salir del parque San Fernando, casi se come a un repartidor al principio del Camino Cañete, se pasó las escaleras de la calle General Santa Coloma y, por último, un coche con prisas apuró demasiado en el Arco de Bezudo y le dio un susto de muerte.
  • ¡Venga, ánimo! Que ya estoy aquí –se dijo, resoplando tras el ascenso–. Si jugamos al Ahora caigo como solemos hacer, estoy fuera antes de darme cuenta.
Llamó al timbre tres veces, pausadamente, para indicar al abuelo que quien tocaba era alguien de la familia. El estruendo metálico del cerrojo al correrse desde dentro anunció la presencia del anciano. La puerta se abrió:
  • ¡Hombre! ¡Qué alegría verte, Carlitos! –exclamó el abuelo, mientras se hacía a un lado–. Pasa, pasa. Vente conmigo al salón.
Julián Fernández tenía 79 años y podría estar mejor. Su paso no era lento, pero sí algo renqueante y, obstinado y orgulloso como era, hacía esfuerzos por ocultarlo, provocando un efecto tragicómico. La cadencia del movimiento de su cuerpo, ladeado ligeramente hacia la derecha, combinada con el caminar acelerado, recordaba a uno de esos monos mecánicos que van dando pasitos y tocando los platillos. Carlos no se reía, pero tampoco podía evitar que esta imagen acudiera a su cabeza.
  • ¿Qué tal estás? Te veo fuerte… ¿Has estado levantando pesas? –continuó el abuelo sonriendo pícaramente.
  • ¡Qué va! Igual he crecido un poco, pero la verdad es que no hago mucho deporte –respondió Carlos, ocupando el sillón colocado a la derecha de la televisión–. ¿Cómo estás tú?
  • Bien, bien. Poco a poco. Ya sabes que no soy de quejarme mucho, pero estoy bien, de verdad.
Tal como había previsto Carlos, estaba puesto Ahora caigo. Tras los debidos formalismos del saludo, la conversación decayó, y abuelo y nieto fueron absorbidos por el programa, convertido ahora en una suerte de salvavidas ante un amenazante mar de silencio. Anticipaban las respuestas, se reían de los concursantes si soltaban alguna barbaridad (¿Qué equipo de fútbol tiene al mapache Indi como mascota? MALAQUITO DE MEMPHIS) y, en definitiva, se entretenían. Carlos, de vez en cuando, miraba el móvil. Cuando la pulsera vibraba con insistencia, lo sacaba del bolsillo disimuladamente y revisaba los mensajes. Ya era casualidad: en el grupo de clase dos compañeros se habían enzarzado y se estaban diciendo de todo, con lo que los chistes y los comentarios en otros grupos iban y venían como si fueran balas. Vaya mala suerte que no pudiera participar… En una de estas ocasiones, se le ocurrió mirar por el rabillo del ojo a su abuelo. Un escalofrío recorrió sus entrañas: la persona allí sentada aparecía encogida, minúscula, apoyada levemente, hundiéndose apenas de tan ligero como era en el cojín del sofá. Descansaba el dorso de una mano sobre la palma de la otra, jugueteando con los pulgares, con la mirada fija en un punto indefinido. Carlos era joven, sí, pero no estúpido. Supo instintivamente que estaba viendo a un hombre triste. En un instante, en menos de una décima de segundo, entendió por qué: el abuelo vivía solo –la abuela había muerto hacía muchos años– y los únicos momentos que pasaba acompañado eran estas fugaces visitas. Él, su nieto, había ido a verle después de ni se sabe cuánto y, ahora que estaba allí, no hacía más que perder el tiempo de ambos atendiendo idioteces. El sentimiento de culpa que lo invadió fue abrumador. Sin dudarlo, se liberó del grillete de su muñeca y lo dejó en la mesa, donde quedó zumbando estúpidamente como un moscardón aturdido. Acto seguido, cogió el mando de la televisión y la apagó.
  • ¿Qué pasa? –preguntó el abuelo– ¿No quieres ver el programa?
  • Me he cansado, abuelo. Hoy estaban diciendo muchas tonterías y ya me estaba aburriendo.
  • Bueno, puedes poner lo que quieras. A estas horas hay unos documentales muy buenos en la 2.
  • Nada, no te preocupes. Oye, me estoy acordando ahora. ¿Cómo era aquello que contaste en Nochevieja? No sé qué de un peluquín y un mechero, algo de tu amigo “el Melenas”.
  • ¡Ah, esa es una gran historia! Pero es larga… ¿Qué te parece si tomamos un café en la cocina y te cuento?
  • Pero abuelo, yo nunca he tomado café…
  • Bueno, pues te echo uno cortito. Vente y lo pruebas, verás que cosa más buena.
¿Quién podría describir ahora la maravillosa conexión que establecieron? Quizás ayudara que el café y la buena conversación son complementarios en algún desconocido nivel subliminal, o bien que las vistas de Cuenca desde la ventana de la cocina sosegaban y reconfortaban, pero ¡qué miradas! ¡Qué manera de abrirse el uno al otro! Las historias de Julián dieron paso a las confesiones de Carlos, que encontró en su abuelo a un oyente comprensivo y a un sabio consejero. De esta forma fueron pasando las horas, y la tarde, que nunca había estado tan viva, se convirtió en noche, y abuelo y nieto siguieron compartiendo su tiempo al margen de todo lo demás.

Esta entrada tiene 9 comentarios

  1. Sonia

    Vaya ojalá miraremos todos por el rabillo del ojo y tuviéramos esa sacudida de inteligencia para aprender a escuchar …muy conmovedora la historia y hace reflexionar.

  2. Rosa

    Bonita y tierna cada vez es más difícil mantener este tipo de relaciones familiares .los nietos se lo pierden

  3. Juan Antonio

    Seguro que tiene algo autobiográfico, lo que lo hace más tierno y más hermoso.

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