Suena el teléfono y son las cuatro de la tarde. El despertador hizo su cometido aburrido. Me levanté y miré a la pantalla: tres llamadas perdidas, aun así, falté a la cita. Me costó salir de la cama tras el insomnio por pensamientos de la noche anterior. «La paz espiritual, el motivo de autocontrol, la cultura zen, que se muera Hesse y su espiritualidad… Nunca podré dormir bien». Devolví dos llamadas sin contestación. Me propuse acercarme. Pasaron quince minutos hasta que salí de mi casa. Observé esos depósitos de agua que siempre me parecieron guardianes asquerosos. Esos guardianes que te privan de toda libertad, que me ocultan ante todas las personas, es un doble rasero ya que en mi relación romántica con la soledad están esos días tranquilos macerados con la desidia y hastío existencial, el que te mata lenta y sangrantemente. Me da inercia pensar que es su culpa. Ojalá reventarlos a cabezazos. Algún día lo intentaré.
El camino, en general, fue precioso. Cuando llegué a la zona de las escaleras tras la iglesia me fijé en la ventana. Había un gato lustroso, blanco con pelos largos. Sería el entrañable asesino por mi alergia; me paré a hacerle una foto. Fue extraño, había reflejos en la ventana y parecía una persona peluda desmembrada. Espero que no lo fuese. Tras esa endorfina temerosa que genera mi paso por cercanías religiosas, bajé a saltitos las escaleras. Respiré aire filtrado por la mascarilla y vi almendros rosados por la zona lateral (izquierda, derecha… Las posiciones son unas hijas de puta que solo tienen sentido militar). Seguí lo paralelo a las vías del tren.
Iba deambulando, por la zona del Mercadona me asaltó un trabajador callejero, aparcacoches, al que le ofrecí veinte céntimos, no tenía mucho más. Me hizo gracia pensar en los ríos de sangre de mi cabeza al estamparse en los depósitos de las vías; me imaginé esa sangre almacenada ahí, un baño preciado para algunos cabrones. Aunque mi cabeza sea gigantesca, solo llenaría un huequecito de una pequeña fractura en ese armatoste de hormigón. Iba pensando en cómo se diluiría mi sangre con la lluvia cuando llegué a un mal paso de cebra, frente a la parada del tren y casi me quedo en el sitio. Un autobús gigante pasó, alcé la mano dando un respingo hacía atrás, como pidiendo perdón. El conductor miró e hizo el mismo gesto arrepentido. «Me cago en Dios», no fue mi culpa. Aun así, metete con alguien que puede aplastar tu cabeza con un mamotreto así.
Seguí yendo para la zona centro y mientras enviaba un mensaje de voz, me di cuenta de algo: en la esquina del paso de la caja del banco estaba el edificio con más pisos de la ciudad, nueve pisos. «Joder, ese edificio sin ningún atractivo era el más alto». Ya volveré a ese tema. Continué y me vino a la cabeza un recuerdo. Cuando era más joven paseaba por ahí, paseaba escuchando música. Por desgracia no sabía lo que me perdía, pero bueno, vinieron dos temas a mi mente, uno de la banda sonora en el que un asesino en serie era el protagonista y otro tema era una canción de rap que ladraba el odio a las personas y que era un antisocial de mierda. «Me alegro por él y por toda esa gente que lo tiene tan claro». El caso, que seguí caminando y cada vez me daba más poca sensación, me iba a rendir antes de subir a la zona antigua de la ciudad, donde quedé con la sombra. Me imaginé comiendo algún tipo de manjar, algo que ya no era posible. Alguna salsa avellanada me vino a la cabeza. Bueno, demasiada gente viviendo a mi alrededor y yo no quería mirar a los ojos (mi truco era contar los pisos de los edificios, así no tienes que mirar a nadie). Haciendo esto trunqué mi camino y me fui hacía la zona de la biblioteca. Pasé frente a una librería típica y miré. J.M. Caballero Bonald, me llamó la atención ese nombre, no le di más importancia. Accedí al parque de los Moralejos y, a esas horas, estaba lleno de personas; corroborando amistades, tocando la guitarra, usando slag line y telas. Esto último me recordó algo, mi truco final, recuerdo textos del fascismo e imagino un final gracioso, haciendo una especie de truco en el que acabo ahorcado en alguna de esas cuerdas, como los cocineros que intentaban escapar. Perros, familias, niños. Quería irme a mi casa. Mi ansia social me hizo seguir caminando y llegué a la bajada del polideportivo, me senté en un banco que florecía en un macetero arenoso. Descansé, respiré y miré el teléfono. Intenté abrir la botella y no tenía, no sé. Me prendí algo para fumar, el caso es que chavales con sus padres salían y me largué por el lateral del río. Pasé bajo un puente, recordé un gran trabajo de evasión en esa zona una noche lluviosa con un bello amigo, escuchando melancólicas canciones de blues para intentar ser entendidos.
Seguí porque pasaban personas, accedí a un lateral, quería beberme una cerveza. Me creí una lagartija cuando vi a gente con perros y me oculté hacía donde venían, continué paralelo al río, llegué a otros depósitos. «Joder». Me escondí cerca de ellos, allí no pasaba nadie. Apliqué el miedo social y bebí, bueno, no tenía alcohol, así que, fumé. Respiré aire sucio, no era tanto, pero lo necesario para andar tranquilo una parte del camino. Me vino el recuerdo de bares de la zona antigua, recuerdo sesiones de música, creo que Jazz, no sé de ello y si lo sé, no me importa. Veía las gotas de sudor, emanando de la frente de una saxofonista que se movía, las lanzaba, que destronaba y las depositaba. Imaginé que esas gotas de sudor eran mis lagrimas salpicando a todos atónitos, séquito del movimiento. Imaginé que era mi sangre ese sudor. Sobre todo, imaginé que eran mis lagrimas salpicando. Ojalá poder llorar. No puedo.
Echo la mirada atrás, y recuerdo tu brillo de ojos. Me mirabas y veías algo, atrayente, magnético. En un suspiro se tejió el poema lisboeta jactando en su efecto y cuando creíste que puse el último óbolo en la palma de tu mano, las abriste y no viste nada, ese brillo se apagó y ya buscabas otros ojos. Vino Átropos a rasgarte mi esencia, vino Minos a ejercer su voluntad imponiendo los chismes sin ánimo de nada. Me dejaste al sol. Siendo el rey de mí mismo. El absurdo rey beodo. El que confunde ebriedad, el que confunde sabiduría.
Entonces, parado y sentado, frente a una estatua femenina de piedra y bajo un cielo semiestropajo, comencé de nuevo a cavilar ya que tanto sol, tan solo, hace eso, te mal crece el pelo y te da por pensar. Se esquina el reflejo postista y viene a la mente el discurso de Chicharro adaptado a mi situación:
“Me atacarán; pero, ¿de qué les valdrá, si será atacar a un fantasma?
No me entenderán; pero, ¿y qué se me da a mí de que ellos no me entiendan?
Se reirán de mí; pero, ¿de qué vale la risa del que se ríe sin ganas?
¡Qué solo voy a estar…pero qué” …
La estatua de la mujer de piedra, con velludos musgos me empieza a recitar algo:
“Puedo ser piel y huesos
De cualquier manera soy la misma, idéntica mujer.
La primera vez que me pasó tenía diez años
Fue un accidente”.
- Lo sé la verdad, nunca te juzgué.
“La segunda vez intenté
Llegar hasta el final y no volver más.
Me encerré.
Como una concha de mar.
Ellos tuvieron que llamar y llamar
Y sacarme los gusanos como perlas pegajosas.
Morir
Es un arte, como todo lo demás,
Yo lo hago excepcionalmente bien”.
- Lo sé, jamás te juzgué y también sé que no te importa.
“Por ver mis cicatrices, hay que pagar
Por oír mi corazón-
Que realmente funciona.
Y hay que pagar, hay que pagar mucho,
Por una palabra o un roce
O un poco de sangre.
O un mechón de pelo o ropa.
Así que, Herr Doctor
Así que, Herr Enemigo.
Soy tu obra,
soy tu valiosa,
la chica de oro.
Que se disuelve con un alarido.
Giro y ardo.
No pienses que subestimo tu gran preocupación.
Ceniza, ceniza-
Tu atizas y remueves.
Carne, hueso, no hay nada aquí-.
Una pastilla de jabón,
Un anillo de matrimonio,
Un empaste de oro.
Herr Dios, herr Lucifer
Cuidado
Cuidado.
Resucito de las cenizas
Con mi pelo rojo
Y me como a los hombres como aire”.
- Lo sé, no te juzgaré, asumo mi destino, Lady Lazarus.